Djando era su nombre. Siempre con D, les recordaba a los que al pronunciarlo o deletrearlo se olvidaban de esa primera letra, tal vez por el perfeccionismo propio de quien sólo pudo alfabetizarse de adulto.

Era un apuesto varón de raza negra, desencadenado y libre en una América sureña. Había ganado su libertad cuando todavía ésta era tan inhabitual que resultaba sospechosa.

Le tocó vivir en una sociedad orgullosa de sus valores, incluso del de la discriminación racial, pues el orgullo a veces se adhiere al lado más irracional y oscuro de lo humano.

Dedicó buena parte de su vida a cabalgar en busca de su compañera que había perdido tiempo atrás en un mercado de humanos sin piedad, en un mundo rural, dominado de modo aplastante (en el sentido más estricto de la palabra) por los blancos. Tan racista era la sociedad que ni siquiera era consciente de ello. Simplemente se sorprendía de ver un negro libre a caballo como lo hacemos ante los fuegos artificiales, con la boca abierta, para evitar que el estallido acústico dañe nuestro oído.

Es la historia explícita de un héroe de lo cotidiano, puesta en el cine de manera magistral por Quentin Tarantino (“Django Unchained”, “Django desencadenado”, 2012), que decidió primar la vida y la libertad de su amada a la suya propia. Su búsqueda le empujó a ser nómada y se distinguió de la mayoría de sus congéneres, que aún no habían podido escapar de la esclavitud, por su valor. Otro negro, anciano y esclavo, que había dado la espalda a los de su raza sirviendo toda su vida como guardián de esclavos, reconoció la singularidad de Django nada más verlo. El abuelo había canjeado una vida cómoda por la traición a los suyos, cruel y cobardemente pues ambas son compatibles. Fue él, desde la experiencia de quien había observado y vigilado durante décadas a infinidad de esclavos, quien afirmó que negros como Django sólo había uno cada diez mil. La determinación se reflejaba en sus ojos, capaces de sostener cualquier mirada y uno entre diez mil era y es la proporción de los grandes números que asegura la singularidad de un individuo.

Django fue un sobreviviente nato. No le quedaba otro remedio. El objetivo de conseguir liberar a su compañera de la que le separaron cuando más la amaba pasaba por mantenerse vivo a toda costa. Vivía pues, como lo hacemos hoy, más por los suyos que para sí mismo. Él representó con gallardía ese instinto que impulsa a la especie humana a la continua búsqueda del progreso a través de la entrega y la protección permanente a los suyos, forjando la evolución darwiniana. Evolucionamos, en efecto, pues estamos genéticamente preparados para enfrentarnos a nuestra propia muerte pero no a la de nuestros hijos.

Django consiguió finalmente su objetivo. Es probable que en la vida real le hubiese resultado aún más difícil que en la pantalla, en la que son posibles siempre varios finales, contrariamente a lo que ocurre en el día a día. Pero es estimulante contemplar que, al menos en el cine, el éxito, la satisfacción de la misión cumplida, y la paz que genera el abrazar la justicia, es posible.

Las Matemáticas nos enseñan que el camino más corto entre dos puntos, la geodésica, es la línea recta, pero sólo en espacios homogéneos, sin obstáculos, y que suelen ser mucho más largas y complejas cuando la topografía es complicada. Y el viaje de Djando fue todo menos sencillo. Liberar a su compañera necesitó de muchos días y noches de galope, de esos que en el cine son aparentemente posibles sin que el protagonista nunca descanse, y también amasar una pequeña fortuna que le permitiera comprar la libertad de su enamorada disfrazada en la de todo un lote de esclavos. Ganó aquel dinero de la mano de su liberador y protector que se convertiría también en maestro, con quien se cruzó en el camino en una carambola que de vez en cuando la vida nos regala y que hay que saber reconocer y abrazar en tiempo real. El Doctor King Schultz en la película, papel interpretado brillantemente por Christoph Waltz, era un cazador de recompensas que se ganaba generosamente la vida llevando ante las autoridades a multitud de delincuentes, siempre muertos, aunque la orden rezara, indistintamente, “vivos o muertos”, simplemente porque es más fácil transportar un cadáver que un preso. Django aprendió bien el oficio como había aprendido a leer, de adulto. Lo más duro fue el principio, como casi siempre. Bastaba con hacerlo unas cuantas veces para conseguir apagar definitivamente las luces de la conciencia que impiden a un humano asesinar a otro. Siempre es más fácil hacerlo cuando la ley escrita, por inmoral que sea, ampara.

Como todas las películas de Tarantino, de violencia profusa, se queda tal vez corta en el relato de lo cruel que puede ser la vida real, movida con demasiada frecuencia por bajas e inconfesables pasiones y traiciones. Fue el psicólogo social Stanley Milgram (Nueva York, 1933 – 1984) con su célebre experimento de “Obedicencia a la autoridad” quien demostró cómo la mayoría de los humanos se muestran dispuestos a obedecer las instrucciones de un superior o líder, inflingiendo castigos injustos y abusivos a un tercero, por bestiales que resulten, incluso más allá de los dictados de su propia conciencia. Así ocurría en aquella América racista en la que el amo lo era con todas las consecuencias.

Posiblemente hoy Django lo habría tenido un poco más difícil. En primera lugar porque, afortunadamente, nuestra sociedad ha evolucionado enormemente en el respeto a los derechos humanos. Pero también, como hemos tenido oportunidad de ir aprendiendo aquí y en muchos otros lugares en los últimos años, porque no hay caverna en la que esconderse cuando las grandes potencias deciden desplegar todas las herramientas que proporciona la tecnología y la inteligencia moderna en la búsqueda de una persona inscrita en las listas del “wanted”, “se busca”, por remoto que sea su escondite, por mucho que cambie de fisonomía o disfraz. Hay cada vez menos territorio habitable en la tierra por descubrir, menos praderas en las que poder cabalgar libremente al margen de la ley o al borde de ella.

A pesar de ello pueblan nuestras calles muchos Djangos, en múltiples búsquedas. Unos buscan simplemente lo que les arrebataron, aquél estado del bienestar que creían haber ganado o heredado merecidamente y para siempre, que ahora se evapora sine die. Otros buscan contribuir a la justicia social a través del voluntariado, cada vez más necesario en una sociedad que no consigue aprobar la asignatura de la igualdad de oportunidades, del reparto de la riqueza, sin ni siquiera darse cuenta de lo que significa un suspenso en estas materias, como en la película, en la que los racistas ni siquiera saben que lo son. Todos buscan, todos buscamos, todos tendremos que intentarlo con la misma osadía, aunque no todos tendremos la misma suerte que el personaje representado impecablemente por Jamie Foxx. De hecho, el propio Django habría sido más libre hoy, pero no necesariamente lo habría tenido más fácil en la estrechura de una patera.

“Django desencadenado”, una entretenida película, difícil de olvidar, en la que también hay espacio para los héroes secundarios, como la mayoría de nosotros, que no atraen las miradas de los transeúntes al caminar, ni son capaces de vivir de manera permanente en la valentía, pero que, de vez en cuando, saben y son capaces de arriesgar por una causa justa, aún presas del pánico, escapando del deshonroso comportamiento científicamente predicho por el experimento de Milgram. Su propio maestro, el Doctor King Schultz, cazador de recompensas cazado, víctima solitaria de su propia crueldad e excesivo ingenio, es uno de ellos. El Doctor, de vida vacía, sin más perspectiva que seguir un día tras otro cazando recompensas que ni siquiera sabía para qué necesitaba, muere en un acto heroico último, contribuyendo generosamente a una misión imposible que hizo suya voluntariamente y sin razón evidente salvo el magnetismo de la pasión que Django transmitía. Es el gesto póstumo al que todo el mundo aspira en su última exhalación, pero que con demasiada frecuencia se escapa inadvertidamente en la penúltima.

Una historia por tanto que repasa realidades y actitudes aún hoy completamente vigentes pero con la hermosura del maquillaje y la puesta en escena que el cine permite, deslumbrando al espectador con luz, color, música, movimiento, diálogos y emoción.

Siempre ha habido Djangos pero, desafortunadamente, sigue habiendo trabajo pendiente, causas justas por las que luchar. Vivimos aquí en un paraíso donde son inimaginables muchas de las violaciones de los derechos humanos con los que la prensa nos despierta cada mañana. Pero el número de quejas ante la institución del Ararteko no deja de aumentar. El dragón tiene muchas cabezas, y por mucho que haya Djangos que consigan cortarlas, una tras otra, siempre emerge una nueva, como las colas de las lagartijas: Malas prácticas y abusos de poder de la administración, de las entidades financieras,… tapados por la ventaja que otorga el poder cambiar la norma, o simplemente ahogados en una justicia lenta con demasiada frecuencia.

Pero, a pesar de todo ello, Django, siempre con D, lo consiguió. No hay pues motivo para el desaliento.

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