Hay quien dice que cada número tiene su propia personalidad. Y hay quien opina que los que así piensan están locos.

Yo nunca he tenido una opinión muy formada al respecto pero, con el tiempo y el roce, tal vez por una especie de síndrome de Estocolmo, cada vez me inclino más por la primera opción.

Sí, confieso creer que los números tienen, tal vez no personalidad, que se refiere sólo a las características psíquicas de las personas, pero sí, al , una identidad distintiva. Y no es una cuestión banal, pues nuestro mundo sería imposible sin los números.

Hagamos la prueba. Imaginemos el “Día internacional sin números”. Hay días sin coche, sin tabaco,… ¿Por qué no entonces bosquejar como sería el día sin números?

Mi tesis es que ese día no sería posible y que, de decretarlo, sería un día perdido, inútil, sin actividad alguna, e incluso problemático.

De entrada, sería difícil empezar el día pues no podríamos poner el despertador o, habiéndolo dejado cautelosamente escondido antes de acostarnos, no podríamos mirar la hora al despertar. A partir de ahí resultaría un día de desorientación, sin posibilidad alguna de ver la hora ni para salir del trabajo, ni para recoger a los niños a la vuelta de la escuela, ni para acudir a esa importante cita.

Deberíamos haber tomado de víspera la medida de cubrir en casa relojes y calendarios para impedir cualquier contacto visual con los números.

Los niños no podrían ir a la escuela para así evitar la asignatura de Matemáticas y cualquier otra actividad que corriera el riesgo de exponerlos a los números. No podrían manipular los cromos de la última colección, colocándolos en el álbum, ni intercambiar los “repes” con los amigos en la Plaza Nueva. Tampoco podrían jugar al fútbol y, de hacerlo, tendrían que evitar a toda costa llevar la contabilidad de los goles de cada equipo.

Lo autobuses y los trenes no podrían llevar su número de línea que los identifica, ni los coches matrícula, ni cuenta-revoluciones o indicador alguno de velocidad. Ni siquiera podríamos sintonizar la radio, que indica el número de la frecuencia de la emisora sintonizada. Las señalizaciones de tráfico deberían permanecer cubiertas en calles y carreteras. En una palabra, el tráfico, la circulación, sería imposible.

Tampoco podrían volar los aviones ni operar los aeropuertos ni estaciones de tren, que no podrían exhibir ni puertas de embarque, ni andenes, ni horarios de salida o llegada,…

En definitiva, cualquier tipo de transporte sería imposible por tierra, mar o aire.

Hasta incluso sería difícil montar en bicicleta pues los cambios modernos numeran las diferentes velocidades, resultado de las combinaciones posibles que ofrece el juego de plato-piñón.

No podríamos usar el teléfono pues al recibir llamadas casi siempre indica el número de entrada. Tampoco podríamos marcar ni llamar nosotros.

Sería muy difícil usar internet, a no ser que hubiésemos previsto previamente que todas nuestras palabras clave prescindiesen de los números. Pero esto no siempre es posible pues los sistemas de seguridad exigen con frecuencia combinaciones de letras y cifras.

Tampoco podríamos acudir al banco, usar el cajero automático, comprar, vender, pagar en la cafetería ni supermercado.

En fin, sería un desastre. Tal vez haya aún en el planeta lugares remotos donde el día pueda transcurrir sin números. Pero es poco probable, pues fruto de la hiperactividad y ubicuidad de los humanos, y producto de la contaminación que con todo ello hemos generado, es frecuente encontrar algún resto de etiqueta numerada o de código de barras incluso en los paraísos más escondidos y recónditos.

En definitiva, el “Día internacional sin números” sería materialmente imposible.

Y es que hemos empedrado nuestra civilización actual de números. Son los adoquines, los átomos sobre los que la hemos construido.

Y, cómo no, tan singulares y fundamentales elementos constituyentes acaban, con el tiempo, adquiriendo rasgos propios fácilmente identificables.

Cada número posee naturaleza propia, es único.

Pero hay entre todos ellos uno particularmente especial. Es el numero cinco.

En el antiguo sistema romano se representaba con una V. Con el sistema decimal ha salido ganando y ahora le corresponde el símbolo 5, con una forma sensual de S pero con su parte superior rectilínea, en elegante combinación de belleza y claros signos de inteligencia.

El cinco, por su forma, es también un número que avanza, que cabalga. Y eso se nota enseguida cuando uno lo manipula. Salta en grandes zancadas, de cinco en cinco, del cinco al diez, luego al quince, al veinte, al veinticinco,…

Además es un número que marca distinción, perfectamente reconocible. El y todos sus descendientes que lo contienen como factor acaban en cinco o en cero. Se distinguen pues perfectamente entre la infinita población de números que nunca acaba. Y sólo el veinte por ciento de ellos pertenecen a esa noble casta, uno de cada cinco precisamente.

Fue el sabio Protágoras de Abdera en la antigua Grecia quien dijo que el hombre es la medida de todas las cosas. Y ha querido la naturaleza que el hombre sea también múltiplo de cinco: Cinco dedos en cada mano y cinco en cada pie. Cinco las puntas de la estrella que el cuerpo humano representa, con brazos y piernas abiertas, dibujando un pentágono, como el hombre de Vitrubio de Leonardo da Vinci.

Son cinco también las principales religiones del planeta: Cristiana, judaica, hinduista, budista, y musulmana.

Y cinco los anillos del símbolo olímpico que representa el hermanamiento de los cinco continentes.
Cinco son también las líneas del pentagrama, las partes de la planta…

El cinco es un número valiente, audaz, saltarín, como el caballo del ajedrez, que puede superar a sus contrincantes sin aplastarlos.

“Choca esos cinco” es una expresión de afecto, de solidaridad, de complicidad.

En nuestro entorno con frecuencia se usa el diez para representar la perfección, para otorgar la máxima calificación y en esa escala el cinco es un aprobado raspadillo. Pero eso constituye un uso arbitrario de los números, que no atiende a su propia idiosincrasia. De hecho, en Francia, los exámenes se puntúan sobre veinte y por tanto es el diez el que corresponde a ese “por los pelos”.

De pequeños pintábamos rayitas en el suelo con un palo o tiza, para llevar la cuenta de los goles, de los tantos. Una rayita vertical por cada uno. Al completar cinco las recogíamos en una sola cesta cruzándolos con un último tanto representado por un trazo diagonal. Y es que de cinco en cinco se cuenta mejor. Así es muy fácil hacer balance al final: cuatro paquetes de cinco y dos más sueltos hacen veintidós, qué duda cabe que es la victoria en el frontón.

El cinco es un número caballeroso y visionario. Mira al futuro hacia el que trota con arrojo. Cada vez que pisa el suelo, cada vez que toma impulso para saltar a un nuevo cinco o a otro cero, intenta no pisar ningún callo. Pero, como los humanos, no siempre acierta. Cuando lo hace es sin maldad. Es el riesgo inevitable que ha de asumirse para avanzar con decisión. Hay muchos otros números, más aburridos, que nunca se equivocan, que nunca pisan a nadie, pero que avanzan mucho menos, que casi no aportan.

En las últimas semanas hemos perdido varias personas cuya figura pública ha sido claramente merecedora de ese cinco. Paco de Lucía, Azkuna y Suárez se fueron en ese orden. Cada uno distinto pero a la vez un cinco indiscutible, irreemplazable.

La palabra “bost” en euskera representa perfectamente el poderío y fuerza de ese número con cuerpo de centauro.

Cuando el bost relincha se hace el silencio. Cuando calla se escucha el “Agur jauna”.

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