“Competitividad” es una palabra que hasta hace unos años no figuraba en nuestro vocabulario cotidiano. Pero a base de verla reproducida en artículos y escucharla pronunciada de manera reiterativa en noticias, discursos y tertulias, ha quedado irreversiblemente incluida en nuestro léxico.

No nos queda muy claro cómo se mide, cómo se determina o varía. Pero todos sabemos que es importante que no baje, que es mejor que aumente, y que tiene mucho que ver con nuestro bienestar y con nuestro futuro.

Antes no era así. Cada uno hacía lo que sabía hacer, de la mejor manera posible y, también, cómo no, con sus defectillos y trampas, escaqueándose de vez en cuando. Pero no éramos conscientes de que esa aportación individual acabaría sumando o restando en un índice colectivo, el de la competitividad, que ahora, supuestamente, nos radiografía, y que parece que llevamos todos estampado inevitablemente en la camiseta o en el pasaporte.

Ahora sabemos que, más allá del desempeño individual de cada uno de nosotros, las interacciones sociales, la eficacia estructural, la planificación, la gobernanza, el rigor y la fluidez en la gestión, dan como resultado un índice de competitividad que, como país, nos ordena en un ranking internacional.

Hay quien niega la mayor y rechaza la conveniencia de entrar en ese tipo de consideraciones cuando de su tierra se trata. ¡Y no es para menos! Hay rincones, entornos, que nos resultan tan hermosos, tan reconfortantes, tan subjetivamente cálidos y acogedores, que no los cambiaríamos por nada, por mucho que los índices se empeñen. En el fondo es muy fácil asignar a lo que amamos el índice máximo, el infinito, sin más, sin necesidad de justificarlo ante nadie. El antiguo proverbio reza que “sobre gustos no hay nada escrito” y así es.

Pero la tierra sigue dando vueltas, la gente va y viene, visitamos otros lares, los foráneos llegan a nuestras tierras y las comparaciones resultan, aunque odiosas, inevitables. Es entonces cuando se empieza a tener en consideración el precio de la vivienda, los índices de paro, los salarios, la esperanza de vida, la calidad de la enseñanza y sanidad públicas, la igualdad de género, la libertad religiosa, el estatus de las minorías, los impuestos, los niveles de seguridad ciudadana, de contaminación, la capacidad innovadora, el transporte, etc. Todos esos números se amontonan como ingredientes de un complejísimo plato de cocina, al que le falta la receta. Se impone entonces la necesidad de una combinación racional de todos ellos, de una fórmula necesariamente matemática, que dé con la respuesta en un único número: el mágico índice de competitividad.

Basta pensar un momento en cómo echar la cuenta del dichoso índice para constatar que la tarea es endiablada. ¿Cómo cuantificar cada uno de esos indicadores que habrán de combinarse posteriormente en la fórmula que dará con el índice único de competitividad? ¿Cómo medimos por ejemplo la calidad de la educación y sanidad públicas? Sin duda deberíamos tener en cuenta los resultados de pruebas como la de Pisa, el porcentaje de aprobados en la Selectividad, las listas de espera para intervenciones quirúrgicas, la esperanza de vida, etc. Pero, incluso teniendo todos esos datos en cuenta o, precisamente, por la abundancia de los mismos, ¿cómo asignamos una cifra, un valor a cada uno de esos indicadores que, todos estamos convencidos, deben contribuir a determinar nuestro nivel de competitividad?

Es por eso que el tema ocupa a expertos y es objeto de rigurosos estudios cuyos resultados son hoy fácilmente accesibles. Pero no por eso las conclusiones son tan nítidas como las clasificaciones de la Liga. Con frecuencia se trata de estudios exhaustivos, que cruzan numerosos datos, los matizan, los relativizan, para al final proyectarlos en una fórmula última que da con el codiciado índice.

“El índice de competitividad global” por ejemplo, es publicado anualmente por el Foro Económico Mundial, Fundación sin ánimo de lucro, con sede en Ginebra. En el último España ocupa el lugar 35 de los 148 países analizados, lo cual no está nada mal si se tiene en cuenta que dicho índice mide la capacidad de cada país para proveer de prosperidad a sus ciudadanos.

En Euskadi tenemos además la certeza de que nuestra posición habría sido mejor de haber sido analizados separadamente.

Sin embargo, toda esta maraña de datos no acaba de inspirar confianza. Paul Samuelson (1915-2009), Premio Nobel de Economía 1970, y uno de los grandes héroes del conocimiento y pensamiento del siglo XX, ya lo advirtió: Los economistas verdaderos no hablan de competitividad.

La frase interpela. ¿Qué quería decir el genial e irónico Samuelson? ¿Acaso se refería a que las cosas son mucho más complejas de lo que aparentan? ¿O, tal vez, que una foto instantánea no puede de ningún modo describir una realidad que es dinámica, que necesita de una perspectiva histórica? ¿O se refería a que el concepto de “competividad” es tan difuso que es imposible ponerle números, medirlo, por mucho que haya siempre algún alquimista de la estadística que se atreva a cocinar una fórmula?
Sea como fuere, la frase ayuda a abrir los ojos ante lo que es la realidad que los medios de comunicación arrojan cada día, y que nos trae de cabeza. En medio de la sobredosis de información que recibimos constantemente, recogen sin cesar las frecuentes apariciones públicas de unos y otros gobernantes que anuncian nuevos planes estratégicos, nuevas inversiones, nuevas iniciativas y programas, nuevos objetivos macro, haciendo referencia siempre a la necesidad de mejorar la “competividad”. Con ello se traslada a la sociedad el mensaje de que estamos en buenas manos, de que hay quien se preocupa de nuestro futuro, lo cual, por otra parte, es necesario y de agradecer.
Pero la reiteración del mensaje no consigue disipar del todo nuestras dudas. Más bien al contrario. Tal vez Samuelson advertía, como tantos otros grandes científicos lo han hecho en el pasado, sobre la imposibilidad de aportar certezas sin el empleo de métodos rigurosos de análisis y advertía sobre el peligro de intentarlo con el escurridizo y borroso concepto de la competitividad.

Por otra parte, constatamos que en las encuestas sociológicas una gran mayoría de los ciudadanos temen al desempleo o, lo que es lo mismo, que el paro es una de sus principales preocupaciones, si no la mayor, aunque coyunturalmente puedan acechar otras amenazas.

Parece pues que los ciudadanos, de manera casi inconsciente, unos saturados de información y otros pasando completamente de ella, han llegado casi unánimemente a la conclusión de que nuestro índice de competitividad es y va a ser el inverso del porcentaje de paro.

El tema da qué pensar pues, aceptada esta premisa, todo será más fácil. A menos paro más competitividad y prosperidad, y a más paro todo lo contrario.

Los ciudadanos han dado la razón a Samuelson y han marcado con claridad el camino a seguir, sin dejarse enredar en conceptos difícilmente cuantificables, y no parece que haya tiempo que perder.

“El hígado es el diablo, castiguémoslo” rezaba una pizarra en la entrada de un pub inglés. Cabría pensar que basta con cambiar la palabra “diablo” por la de “paro” para establecer lo que debería ser el principal objetivo colectivo.

Pero tampoco es así de simple. No basta, no, con meter al paro en un saco de boxeo y golpear. El tema es más complejo pues la mejora de la competitividad pasa por un aumento de la productividad. Y se podría alegar entonces que aumentar la productividad dejaría a más gente en el paro.

Es en esa encrucijada, en ese callejón sin aparente salida, donde emerge la verdadera clave: La creatividad.

Si hemos perdido competitividad es porque se nos ha ido agotando la creatividad. El día que la recuperemos todo volverá a funcionar.

¡No era la competitividad sino la creatividad!

Artículo publicado en Deia, 21 de Noviembre de 2014