En aquel verano del 78 nos fuimos con 16 añitos a Londres con un billete barato y carnet de joven que no hacía falta pues saltaba a la vista que lo éramos. Era un billete de ida y vuelta, con la vuelta abierta para volver en mes y medio. No se cómo nuestros aitas nos dejaron.
Lo primero que me llamó la atención fue lo modernos que eran los trenes que en Hendaia iban hasta Paris. Yo acostumbrado a coger el tren de Eibar a Deba…
Lo siguiente que recuerdo era que los asientos eran más duros de lo que parecía y dormir era difícil. Pero hubo un nórdico muy rubio que se subió al compartimento de las maletas, una especie de larga balda curva de metacrilato que recorría el vagón de punta a punta y durmió allí como si fuera una momia en su sarcófago. Nunca entendí cómo estimó que la estructura destinada a las maletas aguantaría su peso, unos 60 kilos. A mi me daba mucha envidia pero no dejaba de pensar que 120 kilos serían demasiado. Así llegamos a Paris y de allí a Londres.
No es que hiciéramos gran cosa pero en una semana se nos gastó el dinero. Después de debatirlo llegamos al acuerdo de que no podíamos volver rendidos a Eibar al de 8 días. Decidimos pues buscar trabajo. Eran otras épocas y fue fácil encontrarlo. Bastaba ir a una agencia e inmediatamente te lo buscaban si pagabas algo así como el salario de los tres primeros días. Te mandaban a tu destino en metro donde te recibían encantados y te pagaban por semanas. Eso sí, a base de trabajar mucho. Un día libre a la semana y los demás a currar, comida incluida. Nos vino muy bien, no sólo el salario, sino ocupar nuestro tiempo pues así no gastábamos. Doble beneficio por tanto.
A mi me tocó de fregaplatos en el restaurante enfrente del museo de cera. Hace tres o cuatro años pasé por allí y no lo pude identificar pero era justo enfrente del museo de cera más famoso del mundo que, ubicado en Londres, que lleva el nombre de Madame Tussauds en memoria de la escultora en cera nacida en Estrasburgo en 1761 que lo fundó.
El restaurante era una especie de “Fast-food” (en la época el término no existía o al menos yo no lo conocía) pero de sentarse que a mi me llamaba mucho la atención pues conocía bares de a pie y restaurantes para comer tranquilo pero no aquel comer a la carrera y además pagando caro.
Yo sabía lo que era fregar de ver a mi ama en casa mañana, mediodía y noche todos los días de su vida y por tanto conocía la mecánica. Ahora bien, allí el tamaño importaba y mucho por la cantidad de platos, vasos y cubiertos que entraban en bandejas enormes que se agolpaban unas sobre otras. Pero no sólo era cuestión de tamaño sino también de temperatura. El agua debía estar muy caliente para que todo se limpiara bien. El último problema y no menor eran los guantes. Me daban un par nuevo a la semana pero los agujereaba en minutos de modo que fregaba “a pelo”. Las manos se me despellejaron varias capas pero ¡ cómo me iba a achicar!
En la cocina éramos como 8. Yo el más joven con diferencia. Ellos, aunque eran un poco crueles conmigo, me apreciaban. Veían en mí un futuro que ellos, que me doblaban en edad, ya habían consumido. Dos eran egipcios. Para mi Egipto era donde estaban las pirámides.
Me acuerdo muy bien del jefe de cocina. Era angoleño (tuve que mirar en el mapa mundi) pero nacido de familia portuguesa al 100% y por tanto puro blanco.
Las jornadas eran largas (¿10 horas?) y por tanto hablábamos de todo. Me vino muy bien pues había ido a aprender inglés y aprendí, sí, con una curiosa mezcla de acentos.
Y entonces hablamos de revoluciones. Por supuesto yo entendía que en los meses y años a venir en Euskadi viviríamos una especie de orgía revolucionaria. Lo único que no estaba claro era el orden, cuál sería la primera. La gente que hablaba de política en la calle por aquél entonces o eran troskistas, o maoístas o muy abertzales. Se podría discutir cuál de las revoluciones triunfaría más pero haberlas habría seguro.
Fue entonces que el cocinero me explicó algo que a mi me parecía inaceptable : Europa era demasiado vieja para revoluciones e independencias. Yo no entendía pues para mí todos los continentes eran ya muy viejos y, en el fondo, la revolución era cuestión de voluntad y días o, como mucho, semanas.
Aquel cocinero era sabio, además de un poco golfo, y al final consiguió registrar en mi cerebro el mensaje : Europa era demasiado vieja para revoluciones. Yo no entendía el contexto pues en la época casi seguro que no leía mucho el periódico y, en caso de hacerlo, tampoco creo que “La Voz de España” que era el periódico que dominaba los quioscos en Eibar hasta que desapareciera en torno a 1980, nos pusiera muy al día de aquellas cosas. Pero, el pensaba en la revolución que independizó Angola de Portugal en 1975 tras 14 años de conflicto o en el Egipto de Anwar el-Sadat que pronto sería asesinado en 1981 y sucedido por Mubarak, hasta hace poco presidente.
Tras haber vivido en Londres unos años había llegado a la conclusión de que las circunstancias socio-económicas, culturales e históricas no daban para revoluciones (eso lo digo ahora que creo haber entendido). Tenía razón, no hubo revolución y lo más parecido fue la intentona de Tejero mientras nosotros jugábamos al mus en nuestro piso de estudiantes en Deusto.
En estos meses que veo a Europa agonizar en la duda de rescatar un país u otro, el euro y el proyecto en su integridad, me acuerdo del cocinero angoleño. Me gustaría decirle que tenía razón y de paso agradecerle que me mantuviera en la fregadera pues, el día que el chico que picaba las verduras faltó por gripe, tuve que sustituirlo yo y nunca olvidaré aquellas diez horas continuas de lágrimas de cebolla.