Hace ahora treinta años salía de Leioa la primera promoción de estudiantes de Ciencias que tuvo la oportunidad de estudiar parte de su carrera en euskera. Fue un importante hito en la normalización de nuestra lengua, que comenzaba a consolidarse también en el ámbito universitario.

En aquellos tiempos el Gobierno Vasco ya había establecido su programa de becas de formación doctoral, que permitían a unos pocos recién licenciados salir a estudiar al extranjero, donde podían encontrar programas del máximo nivel, en laboratorios de punta.

El dilema no era pequeño. Aquella generación de jóvenes había sido criada y educada para vivir y trabajar en Euskadi y, de pronto, se encontraron con la posibilidad de seguir sus estudios fuera. Tuvieron que decidir con tan pocos elementos de juicio como con los que contaron a la hora de marcar la casilla “euskera” al entrar en la universidad.

La osadía propia de la juventud les empujó a elegir también en aquella ocasión la opción que apuntaba hacia el futuro: “estudios en el extranjero”.
Aquella generación no era la primera en hacerlo. Antes habían emprendido el mismo camino otros jóvenes, pero en menor número, al no contar con la nueva plataforma que brindaba el Gobierno Vasco.

La novela “La fiesta de la habitación de al lado” de Mariasun Landa cuenta la experiencia autobiográfica de una joven vasca que, poco después de Mayo del 68, fue a Paris a estudiar Filosofía. Y lo que describe, en una narración que envuelve al lector haciéndole testigo directo y partícipe de aquella experiencia iniciática, vale para todos los demás.

Al llegar a Paris o a cualquier otra ciudad de destino, la primera pregunta a la que estos jóvenes solían tener que responder era, ¿cómo te llamas? Y la segunda, ¿de dónde eres?

La segunda tenía una respuesta para ellos natural, “Basque Country”, que solía necesitar de alguna explicación adicional pues aquél supuesto país no estaba en la lista de la ONU, no aparecía en los mapamundi geopolíticos, ni tenía prefijo telefónico propio. Había pues que añadir que se trataba de un pequeño pero acogedor país, de naturaleza generosa, repartido en dos estados, con una fuerte industria, y una lengua propia minorizada, de orígen remoto.

Aquellos jóvenes, que en su mayoría empezaron a estudiar inglés demasiado tarde, hace ya décadas, fueron embajadores prematuros de la estrategia “Basque Country” que ahora se oficializa.

Casi siempre es así. Las iniciativas más originales suelen surgir de los ciudadanos, de manera voluntaria, espontánea, benévola, y sólo más tarde, en caso de cuajar, suelen adoptar una forma más estructurada y oficial.

Hoy se impulsa la campaña, la marca “Basque Country”. Y puede que, en efecto, en un mundo cada vez más competitivo, el concepto de “marca”, antes propio solo en el ámbito comercial, sea también aplicable a la realidad de país.

Sea como fuere, haber convertido un impulso inconsciente y desordenado en campaña institucional sólo puede ser positivo. Falta ahora dotarla de contenidos para que “Basque Country” vaya adquiriendo entidad y consistencia en el mundo. Empresa harto difícil.

Los que durante décadas protagonizaron desordenada e inconscientemente la campaña “Basque Country”, se supieron siempre partisanos de un eslabón débil en la cadena mundial de las naciones, no sólo en números y tamaño, sino por la ausencia de respaldo de un estatus y una lengua propia fuerte. No se podía pues aspirar a competir. Se trata más bien de poner en el tablero multi-étnico y multi-cultural universal una pieza más: “Basque Country”.

Y hoy las cosas no son más fáciles ni muy distintas.

Todavía hoy, cuando un joven va al extranjero a estudiar, se encuentra en la misma situación de hace décadas, y tiene que explicar, igual que antes, que “Basque Country”, es un “small country”, repartido en “two states”, con una lengua propia de “remote origin”, una fuerte “industrially based” economía, y una “generous” naturaleza. No han cambiado pues mucho las cosas aunque, ahora, los jóvenes estudiantes viajen en avión y no en tren, lleven un iPhone en lugar de un bocadillo, y una maleta de cuatro ruedas ligera en lugar de un pesado macuto de mili al hombro. El aspecto, la carrocería, ha cambiado, pero no tanto la vivencia y sus circunstancias, el motor interno.

De aquellos jóvenes que durante décadas fueron irrigando universidades extranjeras en su periplo formativo, muchos acabaron no volviendo. Nadie les advirtió cuando marcaron la casilla “estudios en el extranjero”, pero era y es altamente probable que un estudiante exitoso en su ámbito, después del doctorado, encuentre oportunidades profesionales en los mejores laboratorios e instituciones académicas internacionales y que eso, de manera natural, vaya prolongando su periplo exterior. No pensaron entonces que marcar aquella casilla les conduciría probablemente a formar una familia en otro lugar, con una pareja de origen distinto, y que, poco a poco, “Basque Country”, a la vez de seguir siendo el añorado lugar de sus raíces, se iría convirtiendo en un destino de retorno improbable.

Así, el gran colectivo de los que se fueron, exitosos profesionales en su mayoría, se divide hoy en cuatro grupos. Los pocos que volvieron, los que por el devenir de su vida familiar y profesional no prevén hacerlo, aquellos a los que en la lotería de la vida les tocó morir demasiado pronto, y los que, deseando volver, no han podido y no pueden.

Y es que las becas que ofrecía el Gobierno Vasco no pavimentaban el retorno. No había compromiso por ninguna de las dos partes. El Gobierno pagaba generosamente al joven los estudios fuera, pero no se comprometía con él para después, del mismo modo que el estudiante era perfectamente libre de volar, sin compromiso de retorno alguno.

El resultado de décadas de implementación de estos programas es el arriba mencionado. Una diáspora vasca, altamente cualificada, repartida en cuatro categorías.

Sería bueno, tal vez, que la estrategia “Basque Country” reparara en ellos pues será difícil encontrar mejores representantes, gente más preparada y más grata. Sería justo hacerles partícipes de una campaña de la que ellos fueron impulsores improvisados e inconscientes, máxime habida cuenta del enorme potencial de amplificación que esa diáspora, en la que cada individuo es un atento receptor y emisor, puede tener.

Sería, tal vez, también oportuno que, en el marco de esa campaña, se estableciese como objetivo el dar una oportunidad a los que, queriendo volver, no han podido hacerlo hasta ahora. Tienen mucho que aportar aquí y nosotros tenemos una gran necesidad de ellos, aunque muchas veces nos resulte más cómodo pensar que todo está bien así, con ellos allí y los demás aquí, sin que experimentemos la necesidad de emprender nuevas iniciativas, no sea que quienes vengan nos hagan ver que Euskadi, desde lejos, se ve pequeñita, como una estrella en el horizonte nocturno, y que los esfuerzos que se requieren para hacer realmente presente la marca en el mundo son de gigante.

Cuando de pequeños la televisión se veía borrosa nos solían decir que era culpa del repetidor, que tenía que ir transportando la señal de valle en valle, como si se tratase del producto de la huerta. Esos “repetidores”, que configuran nuestra más brillante diáspora, precisamente por no repetir curso y sacar buenas notas, nos representan en el mundo mejor que nadie, repitiendo, cada vez que les hacen la segunda pregunta, la misma respuesta de cuando tenían veinte y tantos años: Basque Country.

Artículo publicado en la columna “Matemanías” del diario Deia, 20 de Febrero de 2015