Con frecuencia se dice que la televisión es cada vez peor pero no es así. La teoría de la evolución funciona, y la televisión de hoy es mejor que la de hace algunas décadas. Basta remontarse al día en que en los hogares celebramos poder disponer de un segundo canal en blanco y negro.
Hoy en día buscando en televisión podemos encontrar casi de todo.
Pero en ocasiones las cosas nos vienen dadas. Si al atractivo de un programa se le añade suficiente publicidad se asegura una audiencia millonaria, y de paso la rentabilidad pues la televisión de calidad es cara.
Esto ocurre con los frecuentes partidos de fútbol “del siglo”, con alguna película de estreno y, de vez en cuando, con la entrevista a alguna persona mediática.
Hay diversas maneras de ser una persona susceptible de generar una audiencia masiva y unos pocos programas capaces de funcionar como caja de resonancia. Y es precisamente lo que ocurrió hace unas semanas en la entrevista que Jordi Évole realizó a Arnaldo Otegi en el exitoso programa “Salvados”.
La entrevista ha sido comentada hasta la saciedad, en la mayoría de los casos para criticar duramente, ferozmente, al entrevistado.
De hecho, el propio Otegi se anticipó a las esperables críticas al inicio de la entrevista al decir que, a su salida de la cárcel, le había sorprendido que perdure tan alto nivel de crispación hacia su persona. Por si quedaba alguna duda bastó leer la prensa al día siguiente.
Y es que, en efecto, no sé si hubo algún artículo que valorara la entrevista de manera mínimamente positiva.
Muchos de esos comentarios híper-críticos llegaron de sus compañeros de profesión, políticos también. Sin duda, el momento, a las puertas de posibles elecciones, no era el más propicio para que ninguno de sus competidores le regalase elogios.
Esta unanimidad en la crítica más dura fue el contraejemplo a la regla según la cual en la política española los consensos son imposibles. En este caso se dio y de manera espontánea.
Es posible sin embargo que muchos ciudadanos contemplaran el programa con menos apasionamiento. Y no estoy seguro que todos sacasen una opinión tan negativa.
Cierto es que el pasado es imposible de olvidar, ni falta que hace. Pero no es menos verdad que el futuro exige de esfuerzos colectivos que empiezan por la flexibilización de posturas individuales.
Caricaturizar la realidad es siempre una tentación y un arma de doble filo; puede servir tanto para entenderla mejor como para distorsionarla hasta hacerla irreconocible. Mejor la primera de las opciones.
Vi el programa como posiblemente lo hicieron muchos: tranquilamente en casa, al final de un fin de semana, en la antesala de una nueva semana de normalidad. Y me quedé con la impresines q de co adualtitativo que, uón general de que avanzamos, lentamente sin duda, pero en la buena dirección.
No falta razón a los que señalan que Otegi podía haber dicho cosas semejantes hace mucho tiempo. Pero posiblemente muchos espectadores pensaron también que “más vale tarde que nunca”.
Me llamó la atención el buen aspecto del entrevistado. Teniendo en cuenta su edad y su lugar de residencia en los últimos seis años, no cabe duda de que goza de una genética excepcional.
Al principio de la entrevista contó que nació en una familia antifranquista, de izquierdas e independentista, tres ingredientes habituales en la política clandestina de la cocina casera y familiar de entonces, si bien es cierto que rara vez los tres se daban de manera simultánea, explícita y consciente.
Hace cincuenta años eran muchas las familias vascas que aspiraban a un cambio de régimen, aunque posiblemente no se autodenominaban antifranquistas. Eran también muchas las que constataban la necesidad de mayor justicia social, sin saber que sus postulados eran de izquierdas. Bastantes tenían además una sensibilidad vasquista, de fuerte raíz cultural, sin llegar a articular conceptos como independencia.
Pero ciertamente había familias en las que los tres ingredientes estaban presentes de manera consciente y racional y la de Otegi fue una de ellas, según nos contó.
Con esa alusión a sus orígenes puso el acento en la génesis de una vida y una trayectoria política no exenta de contradicciones, pero que en los últimos años le ha acercado a posturas mucho más pragmáticas y humanizadas.
Él mismo explicó cómo, a lo largo de su ajetreada vida política, el encuentro con compañeros particularmente irracionales y las siempre alarmantes llamadas de teléfono que le comunicaban la desgracia o incluso muerte de unos y otros, le habían hecho modular su visión política hasta hacerle asumir riesgos, una vez más, pero en los últimos años por la paz.
La mayoría no tenemos elementos ni legitimidad para juzgar, como lo hacen sus compañeros de profesión, sin complejos. Tampoco estamos en posesión de la verdad. Y escuchar la entrevista sirvió para que muchos repasáramos algunos estadios de nuestra vida, de la evolución de nuestro propio pensamiento, y recordáramos aquél pasaje bíblico que de pequeños nos repetían con frecuencia sin que entendiéramos por qué: El del hijo pródigo.
Qué duda cabe, Otegi hace, en un contexto de autocrítica, una lectura amable, benévola de su vida y obra, como lo hacemos todos. Pero muchos telespectadores vieron también a alguien que, con sensibilidad y sinceridad, escuchaba los duros, por auténticos, fundamentados y sinceros, testimonios de las hijas de Buesa y López de Lacalle, compartiendo, al menos parcialmente, su infinito dolor, en la medida que lo puede hacer quien no ha sentido en su familia, en su propia sangre, el azote de la bomba o la pistola.
Posiblemente muchos de los que siguieron el programa pensaron que los testimonios serenos, bien estructurados, comunicados con emoción y de manera clara y racional por la hija de Buesa fueron de lo mejor de la entrevista.
Más de un pasaje mostró un nivel significativo de solidaridad con las víctimas, aunque a muchos de los afectados les pueda parecer tarde, insuficiente o incluso una farsa.
Los telespectadores se quedaron con algunas cosas deliberadamente olvidadas por quienes han descalificado el programa integralmente. La certeza que Otegi trasladó de que la violencia nunca volverá es una de ellas. La convicción de que en el futuro será lo que se decida en las urnas fue otra.
Escuché la entrevista una sola vez y no lo hice de nuevo. Sin duda, como lo han hecho muchos comentaristas, una relectura puntillosa de cada una de las manifestaciones vertidas permitiría criticar casi todas ellas. ¿Quién aprobaría ese examen?
Pero hay un principio en Ciencia que creo puede ser útil también en este caso. Los científicos estamos acostumbrados a juzgar el trabajo de nuestros compañeros, pues nuestra profesión se rige por “la evaluación por pares”, fijándonos más en las aportaciones positivas que en las posibles carencias. No se trata, no, de alcanzar la perfección, sino de ir puliendo imperfecciones.
En la entrevista quedó claro que Otegi es uno de los pocos que ha gozado en su entorno del prestigio necesario y a la vez asumido el reto de pilotar una nave que durante mucho tiempo ha permanecido varada, encallada. Quedó también claro que aún falta tiempo y trabajo para que se alcance la velocidad y dirección de crucero. Pero lo mismo que en la botadura, ahora que por fin el navío se ha despegado del hielo que la atoraba, es momento para el optimismo.
Algunas cosas quedaron en el tintero. Habría sido bueno escuchar una entrevista semejante en euskera, pues los matices son distintos en cada lengua. Nos habría gustado también entender por qué este señor se ha pasado más de seis años en la cárcel hasta hace algunas semanas y sorprendió que ni siquiera se quejara de ello, tal vez porque ha visto dolores infinitamente más grandes a su alrededor en un largo proceso de reflexión humana, ética, política y estratégica.
Quedó claro que en la tele sigue habiendo programas que merecen la pena.
Que Arnaldo haya recuperado su libertad y una vida ciudadana normalizada es una noticia muy positiva.
El texto original fue publicado en el diario DEIA el 29 de abril de 2016 y puede leerse en este enlace. También en PDF en este enlace.