Desde hace muchos años nuestros agentes políticos, en sus diversas expresiones y en una lenta pero constante y gradual evolución, intentan concretar una propuesta de valor que, en algún momento, habrán de plantear a los ciudadanos vascos, y tal vez también, en caso de darse un escenario de consenso suficiente, a sus interlocutores más allá de nuestras mugas. Los últimos esfuerzos se plasman en diversas iniciativas, incluidos los trabajos de las ponencias sobre paz y el nuevo estatus del Parlamento Vasco.
Durante demasiado tiempo la ausencia de un clima de serenidad y paz ha hecho imposible una reflexión y diálogo sosegado, a la vez que impedía escuchar la advertencia de las voces más autorizadas: ¡Se pasará el arroz!
Todavía hoy con demasiada frecuencia la cuerda se tensa innecesariamente haciendo difícil que el diálogo sea fluido y eficaz. Da la impresión de que todos nos sentimos cómodos representando un papel que nos es familiar, que se teme el cambio de roles.
Pero poco a poco empieza a escampar, se puede hacer balance, mirar al futuro.
Y por paradójico que parezca, ahora que el perturbador griterío de las armas va desapareciendo, se constata que la música de fondo, el neutral sonido de la naturaleza, ha cambiado sutil pero nítidamente, fruto de una mutación del panorama sociológico que se ha ido fraguando, sin que nos diéramos cuenta, durante varias décadas, alumbrado nuevas generaciones de ciudadanos.
Bien pensado, nada de lo que ahora observamos es sorprendente, ni era imprevisible del todo, aunque, como en todos los ámbitos, claro está, es más fácil hacer previsiones a toro pasado.
Ya casi se ha dispersado la niebla y, al hacerlo, empezamos a constatar que el paisaje del entorno, siendo como era y es, bien conocido, a la vez hermoso y acogedor, el mismo de siempre, ya no es igual. A primera vista es difícil discernir cuál es la leve diferencia que altera la foto que teníamos en mente, la de antes de la tormenta, de la que ahora vemos.
Ahora las imágenes ya no se imprimen en papel, ni mate ni brillo, sino que se observan directamente en la pantalla de plasma, lo cual les proporciona una viveza añadida. Pero algo más ha cambiado…
Los habitantes del retrato lucen ahora más confiados y serenos, sus atuendos ya no son los mismos y parecen tener la mirada orientada en otra dirección, más lejos, puesta en otros asuntos. Y ese cambio en la compostura de los ciudadanos protagonistas de la imagen apunta a una transmutación sociológica de calado, irreversible, que permanecerá en el largo plazo y que sentará las bases de metamorfosis futuras.
Puede que el destino último del viaje sea el mismo que inicialmente se había previsto. Pero ese cambio de condiciones atmosféricas, del humor y voluntad de los viajeros protagonistas, obliga a recalcular trayectorias.
Aunque luce el sol y el camino se ve despejado, ahora se constata que la línea del horizonte está bastante más lejos de lo que se pensaba. El viaje será largo, interminable tal vez. Serán necesarios los mejores guías, numerosos víveres, robustos porteadores pero, sobre todo, una hoja de ruta clara y duradera, escrita en letra indeleble, en pergamino.
Comenzamos a avanzar con paso firme en un apasionante viaje hacia la realidad que ha bifurcado con respecto a un pasado no demasiado lejano.
En el día a día intentamos vivir al calor de una sensación de seguridad improbable. Pero las circunstancias cambian y evolucionan y no siempre en la dirección deseada y prevista. De hecho, si se pudiese elegir, casi nadie elegiría la muerte, pero entonces seríamos demasiados humanos sobre la superficie del planeta.
Por eso, a pesar de que tenemos una relativa conciencia de la inestabilidad innata de la realidad, como prueba de nuestra irrepetible inteligencia, nos aferramos a una realidad social, cuyo grado de estabilidad es mayor. Se trata en efecto de un principio científico, según el cual, los grandes sistemas, en promedio, suelen resultar más robustos y estables que la atolondrada dinámica de cada partícula individual que lo compone.
El futuro pertenece sin embargo a esas sociedades que desde la estabilidad son capaces de abordarlo con agilidad y ductilidad.
En lo que a nuestra realidad colectiva se refiere, ha pasado mucho tiempo, tal vez demasiado, desde que se pusieron de manifiesto las grietas que impedían un mínimo consenso indispensable. Y, a pesar de esa innegable robustez social que nos caracteriza como pueblo de orígenes remotos, son demasiados los años de desencuentro para que no sea perceptible el paso del tiempo. Los que entonces eran niños ahora ya son adultos, padres en su mayoría, abuelos los más precoces. Y la ropa, los peinados, las gafas han cambiado. También las expectativas.
Pero, a pesar de esa metamorfosis visible, el debate político se empecina en adherirse a viejos clichés. Tal vez sea normal pues cada uno intenta llevar la pelota a su terreno para jugar en él, hablando de lo que sabe, como si los temas de interés nunca fueran a cambiar, como si las prioridades fuesen a ser las mismas indefinidamente.
Ante esa tendencia al inmovilismo, insostenible en el medio y largo plazo, empiezan a surgir nuevos movimientos sociales y políticos. “Flor de un día”, decían interesadamente muchos cuando se empezaron a percibir signos de cambio en el panorama político.
Pero esa descalificación de los nuevos tiempos es también vieja conocida. Lo mismo vivió Steve Jobs y sus amigos cuando impulsaron, desde el garaje de su casa, en los años setenta, la idea de construir ordenadores personales que la gente usaría profusamente en sus casas. Hubo también entonces voces muy autorizadas del mundo de la tecnología informática que calificaron la idea de quimérica. Pocas décadas después todos usamos aquellos ordenadores, teléfonos y tabletas que Jobs y sus amigos inventaron y diseñaron para nosotros.
Y es posible que en unos siglos haya incluso cambiado ligeramente la anatomía de los dedos de nuestras manos, que tendrán que aprender y adaptarse a escribir en diminutas pantallas de plasma cuya evolución aún no ha culminado.
Hoy más que nunca, todos y cada uno de nosotros, pero en particular los más jóvenes, somos ciudadanos de la Aldea Global.
El término fue acuñado por el sociólogo canadiense Marshall McLuhan en la década de los sesenta, en una época en la que las comunicaciones audiovisuales por teléfono, radio, televisión y cine se empezaban a hacer universales.
MacLuhan fue un visionario y, de seguir vivo (falleció en 1980 antes de cumplir los setenta años), se hubiera sorprendido de, hasta qué punto, su predicciones fueron acertadas.
Hace cincuenta años nadie, salvo gente como él o el escritor de ciencia ficción Isaac Asimov, podía imaginar el cambio radical que nuestra sociedad experimentaría a través de las comunicaciones por internet y satélite y los nuevos dispositivos que hoy permiten la navegación en la red, ver a nuestrosseres más queridos en la distancia, instantáneamente, pudiendo casi tocarlos.
Mientras, nosotros podemos seguir haciendo como si casi nada hubiera cambiado, pero nuestra aldea es ya global.
En la lápida de McLuhan se puede leer la cita bíblica: “La verdad nos hará libres”.
Puede que no sea mala idea: Ganar libertad a través de la verdad. No tiene por qué haber sólo una. Sería bueno retratarlas todas y buscar el común denominador para poder mirar al futuro de frente.
El artículo original publicado en Zazpika el 7 de febrero de 2016 puede leerse en este enlace.