Vivimos en un entorno esencialmente artificial que nosotros mismos hemos construido. Pisamos sobre el asfalto que cubre muchas de las infraestructuras que nos resultan vitales, pero que no nos gusta ver: alcantarillas, canalizaciones de agua, gas, electricidad, telefonía… Vivimos en edificios de arquitecturas, épocas y materiales diversos. Nos movemos en artilugios sofisticados que van de la bicicleta al avión, pasando por el coche, el tren y el autobús. Somos los ciudadanos de la sociedad tecnológica del siglo XXI.
Este sofisticado “invernadero” u “oasis” que hemos construido para vivir más seguros, de manera más cómoda, con más tiempo para el ocio, para el deporte, para el descanso, es fruto de generaciones de esfuerzo, y lo denominamos “ciudad”. Aunque el concepto de “ciudad”, de “urbe”, sea esencialmente invariable en el tiempo, basta cerrar los ojos y recordar cómo era nuestro entorno dos o tres décadas atrás para observar que las cosas cambian de manera perceptible. Donde antes había oscuras y resbaladizas cuestas, ahora hay confortables escaleras mecánicas cuidadosamente iluminadas de noche, las tapas de las alcantarillas son ahora invisibles y más seguras, y trasteros o garajes ocupan el espacio de las antiguas carboneras, ahora ya innecesarias. Donde antes se veían restos de una antigua vía de tranvía, ahora transcurre uno nuevo, que parece flotar sin ni siquiera rozar el suelo.
Y, bajo nuestros pies, la ciudad está perforada por nuevas infraestructuras de transporte que llamamos metro. A la vez la forma de casi todo ha cambiado: las bicicletas son más aerodinámicas, los coches ya no parecen cajas de zapatos y hasta los autobuses públicos resultan confortables ahora que asientos mullidos han sustituido a aquellos antiguos, de madera, tan incómodos, sobre todo en los baches.
Es, sí, el siglo XXI. La llegada de este siglo fue celebrada la noche del 31 de diciembre de 1999, justo cuando íbamos a cambiar de dígito, para adentrarnos en el 2000. El momento en que el 1999 dejó paso al 2000 en el calendario y el siglo XX al XXI fue inolvidable.
El siglo XXI dejó atrás, sí, el XX, el de las guerras mundiales y la Guerra civil española, el del viaje a la luna, el del primer trasplante de corazón, el del despertar del feminismo, el de las drogas psicodélicas, el de la transición en España, el de nuestro Estatuto de Autonomía, el del final del apartheid en Sudáfrica, el de Iribar, Urtain, Perurena e Indurain, el de las ligas de la Real y el Athletic…
El de tantas cosas…
Y este mismo siglo XXI dará paso a uno nuevo, el XXII.
Pero falta mucho tiempo y no podemos siquiera imaginar cómo serán nuestras ciudades entonces. Si reparamos en algún detalle de nuestro entorno, si pensamos, por ejemplo, cómo han evolucionado los electrodomésticos en dos o tres décadas, si observamos cómo ha cambiado nuestra sociedad solo por el mero hecho de que al difunto Steve Jobs y sus amigos se les ocurriera inventar el iPhone o el iPad hace unos pocos años, resulta realmente inimaginable cómo será nuestro entorno urbano y hogareño del siglo XXII, cuando faltan aún más de ocho décadas.
Casi nada es previsible con tanta antelación. La moda cambia cada año y eso se aplica a la ropa, a los zapatos, a los peinados, a las gafas…. ¿Cuántas veces cambiará de aquí a entonces? ¿Qué aspecto tendrán nuestros descendientes? ¿Cuál será su indumentaria? Una pena, pero no podremos ser testigos de ese único espectáculo de transformación de los herederos de nuestra sangre. Habrán cambiado también algunos hábitos, pues la ciudad cambia no solo en su morfología sino también en cómo los ciudadanos vivimos en ella.
¿Se acabará prohibiendo el tabaco y el alcohol o las chucherías, por producir caries, o la bollería industrial, por fomentar la obesidad? ¿Seguiremos empeñados en traducir las películas y en no verlas en versión original?
Lo que sí está claro es que los grandes intereses económicos globales seguirán intentando guiar y comandar el mundo, para que consideremos necesario e importante lo que precisamente ellos nos pueden y quieren vender.
Falta demasiado tiempo y es absurdo intentar predecir.
Pero sí que podemos reflexionar sobre lo que hemos dejado atrás y rendir un justo tributo y homenaje a quienes lo merecen. Para ello, como cuando pelamos cebollas, hay que ir quitando una a una las capas más superficiales, las más actuales y visibles, para llegar a las aportaciones más nucleares, en las que residen los cimientos de nuestras ciudades.
Y hay muchas atalayas desde las que contemplar el ya clausurado siglo XX. Si empezamos por hoy, por el final, pensaremos seguramente en el iPhone, en Internet, en el GPS… Si vamos un poco más atrás recordaremos el teléfono, el automóvil, el avión…
Si vamos a lo esencial, repararemos en las aportaciones más importantes de la Medicina que nos permiten aún estar vivos y vivir con más calidad. Las vacunas y antibióticos para combatir las enfermedades infecciosas, las nuevas terapias de base genética, los trasplantes de órganos son también pasajes de nuestra Ciencia que han transformado radicalmente nuestra calidad de vida y que llevan el inconfundible sello del siglo XX.
La urbe actual no sería posible sin los niveles de salud que hemos conseguido garantizar para cada uno de los ciudadanos. Si seguimos pelando la cebolla encontraremos artilugios fantásticos como, por ejemplo, la cotidiana cisterna del inodoro. El siglo XX será el de su extensión en la mayoría de los hogares, pero también el del momento en que empieza a dejar de ser visible al empotrarse en la pared. Si la cisterna tuviera personalidad se sentiría sin duda dolida por haber sido arrinconada, escondida como por vergüenza, después de haber contribuido durante tantas décadas a nuestra higiene y bienestar.
La antigua cisterna que todos recordamos colgaba en lo alto en la pared dejando caer una cadena y ha sido, sin duda, una de esas creaciones que bastaría, por sí sola, para convencer a cualquier otra especie viviente de la inteligencia de los humanos. Este invento de la ingeniería de sistemas hace que, por el mero hecho de tirar de la cadena, se desencadenen una serie de acciones que permiten que la cisterna suelte el agua limpiando el inodoro, se vuelva a llenar y, sobre todo, cierre la compuerta de acceso del agua a tiempo para evitar inundaciones. Esto último es posible gracias a una discreta boya que flota en su interior, permanentemente húmeda y siempre eficaz por el mero hecho de flotar en el agua corriente.
La cisterna que todos siempre hemos ignorado cambió la higiene de nuestras ciudades y fue, en su momento, objeto de diversas patentes a partir de finales del siglo XIX. Quien tuvo a bien idearla hoy sería considerado, sin duda, un innovador.
Pero, con todo, tal vez lo más sorprendente de la evolución de nuestras ciudades sea la naturalidad con la que se ha producido su metamorfosis. Ciudades pequeñas y medianas como las nuestras aún permiten ser conscientes de que el entorno urbano está embebido en la naturaleza. En otras megalópolis, sin embargo, la ciudad parece funcionar encajada en sí misma, como si el planeta Tierra no existiera.
Es el propio planeta, en su forma esférica, el que mejor evoca otro de los inventos que nos han traído hasta aquí: la rueda. La figura geométrica plana más simétrica, al igual que la esfera tridimensional de Gaia. Sin rueda no habría bicis ni coches, ni ruletas en los casinos y casi ninguna máquina podría funcionar, pues casi todo lo que se mueve está basado en la rotación, como el propio Sistema Solar.
Si no existiera la rueda, si no girara, la caja de música permanecería callada y la ciudad moriría.
El artículo original fue publicado en el semanario 7K y puede descargarse desde este enlace.