Estamos acostumbrados a escuchar discursos. Discursos de gobernantes por Navidad o en las fiestas nacionales, del pregonero en las fiestas patronales, del galardonado en la gala de entrega de premios, ya sean artísticos, científicos o de cualquier otra índole, de los sacerdotes en los sermones…
Todos hemos escuchado muchos discursos pero rara vez se nos ha concedido la responsabilidad y oportunidad de pronunciar uno. E imagino que debe resultar muy difícil construir uno nuevo y brillante. Han sido ya tantos los discursos escritos y pronunciados con otras palabras, en otras ocasiones, pero con frecuencia con ideas semejantes y más tino, que difícilmente uno puede aportar o decir nada que no haya sido dicho, hacerlo de modo que tenga mayor impacto, más influencia que otros tantos previamente pronunciados.
La intensidad de cada discurso, su valor, su efecto en quienes lo escuchan, su durabilidad, suele ser con frecuencia inversamente proporcional a su duración y longitud pues, lo mismo que ocurre con un artículo de prensa, es más fácil llenar una página que escribir un solo párrafo, o hablar una hora que hacerlo sólo durante cinco minutos, sin por ello renunciar a transmitir una idea, un principio, una constatación relevante, y hacerlo con las palabras justas, de manera que atraiga la atención del lector, espectador u oyente, sin que en ningún momento desconecte del ponente, locutor o escribiente.
Tal vez por eso, por esa necesidad intrínseca de abstracción y síntesis, algunos de los discursos más relevantes sean de naturaleza Matemática. Fue Pitágoras (570-495 aC), polifacético filósofo, músico, matemático y astrónomo, quien dijo que “La longitud de la hipotenusa es la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos”. Y el breve discurso quedó para siempre. Nada se puede entender, hacer o construir al margen de esa expresión breve e infinitamente acertada que describe la forma del universo en que nos movemos.
Pero no son este tipo de discursos científicos los que más nos suelen interesar ni los más frecuentes. Estos necesitan de demasiada atención o incluso una formación previa que los hace inaccesibles a la mayoría. Estamos acostumbrados a discursos fáciles en los que baste escuchar para entender y captar lo esencial del mensaje, lo cual no garantiza sin embargo que poco más tarde lo recordemos, ni que, aún estando de acuerdo, estemos dispuestos a hacer ningún esfuerzo como consecuencia de la asunción de los principios que emanen del mismo.
La mayoría de los discursos se dictan sólo por protocolo y de fáciles, superficiales y reiterativos que resultan, los oyentes suelen simplemente desconectar, cambiar de canal.
Nadie que desee sorprendernos y acaparar nuestra atención, y menos en esta era de las prisas, podrá escapar al principio de que los grandes discursos son casi siempre breves.
El 17 de Enero de 1961 Dwight David Eisenhower (1890-1969), trigésimo cuarto Presidente de los Estados Unidos de América en dos mandados sucesivos (1953-1961), el país más poderoso del planeta entonces y aún hoy, se dirige a sus compatriotas a tres días de dejar la presidencia en manos de un joven electo John Fitzgerald Kennedy (1917-1963). Y lo hace en un discurso de apenas dos mil palabras que no ocuparían ni dos páginas de un diario.
En él se dirige a sus interlocutores con la expresión de “conciudadanos” en un gesto, ya de por sí, enormemente significativo. No hay protocolo que valga ni necesario. La últimas palabras de quien tuvo el orgullo y el honor de servir a su patria y pueblo desde el sillón que concentraba la mayor responsabilidad y poder, pronunciadas en el momento de dejarlo definitivamente para que el siguiente lo ocupase, no exigían de otra fórmula que no fuera esa: conciudadanos. Era en sí la expresión de que sus esfuerzos habían sido orientados al servicio de su país, de sus pares. Quien antes que Presidente fuera comandante supremo de las tropas de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, habiendo organizado el desembarco de Normandía, entre otras muchas campañas, se despidió dirigiéndose a los suyos de esa sencilla manera.
Y lo hizo en un discurso simple pero claro, en el que las ideas que deseaba donar en relevo a las siguientes generaciones, fruto de la experiencia de una vida de servicio tanto en la guerra como en la paz, sobresalieron con claridad.
Así, advirtió del gran peligro que podría constituir una industria armamentística hiper-potente, que él mismo contribuyó a promover para defender su nación, pero que corría el riesgo de convertirse en un nuevo agente, precursor de nuevos conflictos para retroalimentarse. No le faltaba razón.
Habló también del riesgo de que se estableciesen grandes desequilibrios entre las diferentes naciones y países del mundo, fruto de la preeminencia militar que entonces y ahora distingue a los EEUU entre todos los demás. Tampoco le faltó razón en eso.
En esas dos mil palabras el aún Presidente desgranó un discurso dedicado a llamar la atención sobre la necesidad de mantener el equilibrio.
Equilibrio es un concepto físico, científico que, sin necesidad de conocer los detalles, todos entendemos. Todos somos capaces de apreciar el mérito del casi imposible equilibrio del funámbulo o de detectar los signos del desequilibrio mental.
Eisenhower se dirigió a sus conciudadanos llamando la atención sobre el riesgo de “vivir bajo el impulso de la inmediatez, del saqueo, por comodidad y conveniencia, dilapidando así los preciosos recursos del mañana”. Suena conocido, ¿verdad?

No deja de ser significativo que quien durante tantos años ostentara el máximo poder, se despidiese de él advirtiendo sobre los riesgos que entraña su concentración y ejercicio en quienes no son capaces de proyectar una mirada estratégica, puesta en el futuro con generosidad.
En el mismo discurso apela también a la investigación, tanto básica como aplicada, como única vía para mantener aquellos valores y hacerlo de manera segura y sostenible, erradicando por ejemplo, como subrayó, los males que acechaban a la agricultura y que amenazaban el sustento de la población en una década que había dejado atrás una primera mitad sangrienta del siglo XX, llena de holocaustos.
Apeló a la institución de la Universidad, libre, como fuente inagotable de progreso y conocimiento.
Fue un discurso del y para el equilibrio sostenible, en el que hizo también una llamada de atención para que no se diese nada, absolutamente nada, por sentado, de manera permanente, continua. ¿Acaso el conformismo, la autocomplacencia que nos hace preferir la ausencia de cuestionamiento, no es uno de los mayores males que nos acechan aún hoy?
Como todo político y hombre de poder tuvo sus momentos claros y también algunos más oscuros. Así, fue el primer presidente de los EEUU en visitar España en 1959 bajo la dictadura de Franco.
Pero su último discurso surgió de otro plano, no del de la acción política, siempre sometida a múltiples intereses, no siempre confesables, sino desde la comprensión de lo que eran y son algunos de los retos más relevantes de la humanidad, y algunas de las claves para sortearlos, adquiridas a través del ejercicio del poder más absoluto, de haberse enfrentado a los mayores y más peligrosos fantasmas y amenazas: control de la industria armamentística, Universidad y Ciencia, espíritu crítico, generosidad, mirada puesta en el largo plazo, preservación de los recursos naturales,…
Viendo como estamos no puede decirse que hayamos hecho caso de aquel discurso. Muchos tenemos excusa y coartada. Los que nacimos en aquel mismo año, 1961, no tuvimos oportunidad de escucharlo con uso de razón. Pero aún estamos a tiempo de leerlo con atención y asumir y poner en práctica lo esencial de su mensaje.
Los grandes mensajes, muy de vez en cuando, llegan por el mar, en una botella, pero en la mayoría de las ocasiones vienen codificados en discursos breves pero históricos, como este, que lo era de despedida pero que más de cincuenta años después sigue plenamente vigente.

Artículo publicado en Deia