Aunque había nacido en la miseria, lo hizo dotado de una extraordinaria inteligencia y fortaleza. Desde niño incubó una clara voluntad de forjarse un futuro mejor. Y supo aprovechar la oportunidad inesperada que le proporcionó en su adolescencia el haber salvado del naufragio a un velero comandado por un viejo, rico y borracho que, en agradecimiento, lo adoptó y educó, añadiendo el refinamiento y la elegancia a su talento natural.
Al morir el anciano, no tuvo la suerte de heredar su fortuna, pero éste ya le había pagado con creces en vida, instruyéndolo con grandes dosis de seguridad en sí mismo, caballerosidad y con las habilidades sociales que necesitaba para condimentar la inteligencia que la genética había depositado en él de forma innata.
Fue llamado a filas poco después de conocer al que fue el único amor de su vida, lo que truncó el romance. Al acabar la guerra decidió no volver de inmediato para alcanzar primero la posición social y económica que creía merecía su amada. Pero llegó tarde, cuando ella ya se había casado.
Lejos de aceptar las nuevas circunstancias, se consideró parte de un mundo en el que sería capaz de resucitar el sueño que la guerra le había robado.
Fiel a su deseo y proyecto, y convencido de que ella acabaría compartiéndolo con él, decidió crear el hábitat que habría de ser la sede, el hogar de su ansiada vida con ella, y para ello decidió morar en una mansión desde la que podía observar, al otro lado de la bahía, la de los nuevos ricos, la casa en la que ella vivía, en la otra orilla, con su noble familia de patrimonio consolidado durante generaciones.
Él se había hecho muy rico, de manera apresurada, al margen de la ley, aprovechando su astucia y sus artes para moverse de manera escurridiza y simultáneamente en la alta sociedad y en los bajos fondos. La fortuna amasada le permitió decorar la mansión de modo que cada detalle, cada rincón, estaba pensado para ella.
Su fortuna le garantizaba el éxito social rápido, que cultivaba en las fiestas que cada fin de semana ofrecía en su mansión. Auténticas orgías de puertas abiertas en las que compaginaba la celebridad con el misterio de quien ha de ocultar su pasado y el origen dudoso de su patrimonio. Una extensa red de relaciones le permitía estar también al corriente de la vida que ella conducía al otro lado de la bahía pero sin irrumpir en ella para no poner en riesgo su plan de recuperarla. Sabía que ella era desgraciada, presa de una vida de pareja insatisfactoria, sin horizonte, que compartía con un hombre reiteradamente infiel, que la quería sólo para cubrir el expediente social del éxito de la época, manteniendo artificialmente unida una pareja de la que el amor había desaparecido hacía mucho tiempo.
En los atardeceres contemplaba la residencia de su amada desde el embarcadero, como si esperara el milagro de que un día una embarcación la trajera hasta él. Pero él sabía que no sería así y que debía tomar la iniciativa y forzar un encuentro en el que tenía puestas todas sus esperanzas. Era tenaz. Había aprendido a esperar y poder seguir haciéndolo para desplegar su plan calculadamente.
Un día, por fin, ella acudió a su encuentro, sin saberlo, con ocasión de una cita preparada por un amigo común, a la hora del té. Y, tal y como había planeado, el amor resucitó de inmediato y durante un tiempo pudieron recuperar la magia de antaño, soñando con un futuro juntos.
Compartían todo menos algo en cuya importancia él no supo reparar: la idealización de la sede, del entorno en el que se desarrollaría su nueva y ansiada vida en pareja. Ella necesitaba huir lejos y el sin embargo, se aferraba al entorno mágico que había construido.
Sin advertirlo, empezó a perderla cuando no entendió que huir juntos era la única carta que podía jugar, su única baza. Ignoró que no se trataba de una opción más a considerar, discutir o negociar, sino la única posible. Se ató a aquella mansión de ensueño, símbolo de un éxito social meteórico, y con ella se enterró.
Su amigo común le advirtió: el pasado no se puede repetir. Él lo ignoró.
Fue entonces cuando el villano marido descubrió las intenciones de la pareja y no dudó en utilizar toda su fortaleza, aderezada de la misma falta de moral que había arruinado su matrimonio, pero esta vez para conservarlo.
La partida estaba echada. El romántico joven la había perdido al haber dejado escapar aquella brevísima ventana de oportunidad que le habría ofrecido la huida.
Una vez invertida la corriente su vida ya no tenía sentido, mientras que la de ella se habría de reconducir a un matrimonio convencional, con renovadas promesas de amor, felicidad y fidelidad.
La película “Gatsby” (2013) –basada en la novela “El Gran Gatsby” (1925) de F. Scott Fitzgerald, también llevada en 1975 al cine en la versión protagonizada por Robert Redford– narra la historia de un joven que se había forjado a sí mismo, elegante, sofisticado y valeroso. Su fortaleza también su talón de Aquiles al no haber sabido apreciar que no todos sus compañeros de viaje necesariamente la compartían. Confió en exceso en su capacidad de persuasión, de esculpir el futuro a su antojo, hasta que este lo expulsó de su guión, arrebatándole la vida.
Esa historia, contada al más puro estilo de Hollywood, en el escenario de una Nueva York en construcción en 1922, desenfrenada y libertina, nos habla en realidad de valores, sentimientos, situaciones y conflictos aún plenamente vigentes en un mundo menos fastuoso, desordenado y escandaloso y más tecnológico del siglo XXI.
Hoy todavía hay muchos niños y jóvenes que nacen y crecen en la miseria. Solo unos pocos de ellos tendrán la oportunidad de escapar de ella y forjarse un futuro de éxito. La tentación de hacerlo al margen de la ley también permanece vigente y, desafortunadamente, es todavía hoy, con demasiada frecuencia, casi el único camino posible. A muchos no les quedará más remedio que asumir riesgos excesivos en una sociedad que, a pesar de autocalificarse de “estado de derecho”, ejerce sin complejos una justicia de dos caras.
Muchos de ellos tendrán que decidir sobre su futuro, en un salto de valla que los llenará de cicatrices, sin siquiera tener la oportunidad de ver la galardonada película de Baz Luhrmann, en la que Leonardo di Caprio representa el papel de Gatsby con una profesionalidad que ha sido digna de reconocimiento unánime. “Gatsby” nos hbla del poder de lo convencional, de la resistencia de toda la sociedad al cambio, del sufrimiento individual en medio de procesos globales y colectivos. Consituye también una clara invitación a no renunciar a los sueños, a no dejarse limitar por barreras, superables o no. Deja un claro mensaje: hay que saber estar atentos a los sutiles signos que advierten de la presencia de esas raras ventanas de oportunidad que no se pueden dejar escapar, y también a esos inesperados cambios de viento que pueden, repentina e irreversiblemente, cambiar el curso de los acontecimientos de manera radical.
El pasado no se puede repetir, pero las segundas oportunidades existen.
Artículo publicado en Gara, Zazpika, el 6 de Julio de 2014