Hace cincuenta años se ponían en marcha las primeras Ikastolas. Bordeando los límites de la ley, colectivos de padres jóvenes, concienciados e ilusionados, impulsaban la iniciativa de manera autodidacta, invirtiendo sus propios recursos, arriesgando. Los frutos son hoy evidentes no sólo en la propia red de Ikastolas sino en la escuela pública vasca que, al echar a andar, se encontró con un camino pavimentado.
Aquel improvisado experimento hoy constituye un ejemplo internacional de innovación social y contradice a quienes, en actitud con frecuencia excesivamente acomodaticia, insisten en que los experimentos han de realizarse con gaseosa. ¡No necesariamente!
Más tarde, hace algo más de treinta años, la marea llegó también a la Universidad y hoy no estamos lejos de poder decir que, en cualquier disciplina, todo el ciclo educativo puede realizarse en euskera, y que no hay materia que no pueda ser aprendida, ejercida, desarrollada en esa lengua.
Hace cincuenta años ni el más optimista lo habría predicho.
En un planeta en el que cada día son más las lenguas originarias, también denominadas indígenas, en peligro de extinción, en el que la creciente presión de las grandes culturas arrincona cada vez más a las más pequeñas, somos un ejemplo envidiable, a exportar, de un pueblo que reaccionó a tiempo para salvar su lengua, al menos por el momento, de una muerte anunciada.
Y es que la transformación que se ha producido en nuestro panorama lingüístico es espectacular. La emergencia de una literatura vigorosa y unos medios de comunicación modernos en euskera, la euskaldunización de la administración pública, el resurgimiento del bertsolarismo, las manifestaciones de adhesión popular como la Korrika, son apenas unas pocas caras del prisma de una mutación lingüística que es hoy referente mundial.
Pero la primera recomendación de los manuales de felicidad suele ser mirar poco al pasado e invertir las energías en el presente y en el futuro.
Sería pues inútil contentarnos con contemplar lo que globalmente ha sido la favorable evolución que ha experimentado nuestra minorada lengua en estas décadas. De hacerlo, sería también de justicia reparar en los inevitables errores cometidos, al haber sido demasiado exigentes en algunos ámbitos y laxos en otros.
Es hora de analizar el presente y escudriñar el futuro desde el mirador de todo lo hecho.
Y, como no podía ser de otro modo, descubrimos claves que entonces eran imprevisibles, pues los procesos casi nunca son lineales.
Posiblemente por eso, en aquella época, tras décadas de declive, fruto de un contexto político y legal desfavorable, y un abandono más o menos consciente de generaciones de adultos que, en pos de una malentendida modernidad, creyeron que era mejor no condicionar el futuro de sus hijos con el peso de su lengua materna, compleja, minoritaria y desprestigiada, nadie podía imaginar que el proceso de recuperación, una vez puesto en marcha con éxito, pudiese llegar a un umbral o punto de saturación.
Sin embargo esa es una de las señales que emite el presente con nitidez. Y es que, a pesar de todo lo avanzado, los signos de fatiga son también visibles. Así, si hoy las opciones para aprender euskera son numerosas, y el sistema educativo público ofrece una inmejorable plataforma para hacerlo, es bien sabido que muchos jóvenes, con independencia del modelo educativo elegido, acaban sus estudios sin sentirse cómodos en esa lengua.
Un mínimo realismo empuja pues, cuando menos, a una reflexión exigente. ¿Qué queda por hacer? ¿Qué herramientas se precisan?
No son preguntas fáciles y es posible que haga falta una nueva generación de visionarios que expliquen lo que está pasando para que una lengua que se enseña no se aprenda y se use poco, y cuál la actitud a adoptar de cara a las próximas décadas.
Pero, mientras aquí nos planteamos estas cuestiones, nuestra experiencia de recuperación lingüística en muchos otros lugares se considera ejemplar. Vamos por delante, sí, y eso supone también ser los primeros en conocer dificultades y obstáculos inesperados que exigen de nuevas estrategias.
Y, en este contexto, la situación del euskera en el ámbito académico-científico conduce a varias reflexiones.
Apenas hace una década, en vista de que los números vascos de productividad científica no eran lo bastante competitivos (publicaciones internacionales, patentes, doctorandos,…), con el objeto de paliar esta situación, se pusieron en marcha iniciativas públicas para atraer investigadores de todo el mundo, a desarrollar su labor aquí, afiliados a nuestras instituciones, mejorando nuestro posicionamiento internacional. Y esto se hizo sin condicionamiento lingüístico alguno, echando mano de un mercado internacional en el que el inglés es la lengua franca. Hoy ya se empiezan a recoger los frutos de aquella inversión, en un plazo relativamente corto, gracias a las facilidades que ofrece un gigantesco mercado global de recursos humanos.
Al emprender ese camino nuestras administraciones comenzaron a desarrollar una estrategia dual, manteniendo el rigor en la exigencia del euskera a la hora de optar a plazas universitarias, pero obviando el criterio cuando de la investigación se trataba.
En este último ámbito, el aprendizaje parcial del castellano por parte de quienes se incorporan a nuestro sistema se considera prueba de integración social, pues lo es.
Mientras esto ocurre, nuestros jóvenes mejor formados, multilingües desde la cuna y/o escuela, una vez concluido el periplo postdoctoral internacional que la carrera académica-científica conlleva hoy casi inevitablemente, se encuentran con dificultades de retorno pues, con frecuencia, compiten mal con investigadores más consagrados en concursos en los que se valora, sobre todo, el peso de las realizaciones acumuladas.
Y todo esto acontece cuando, en lo que respecta a la investigación, las Universidades poco pueden hacer y ofrecer, limitadas por y en un escenario de recortes presupuestarios y una curva demográfica en declive.
Este complejo panorama invita a la reflexión pues de nuestro sistema académico-científico cabe esperar coherencia y armonía global, para que sea rentable, durable y sostenible, de país.
Este escenario exige de soluciones imaginativas, que movilicen la inteligencia y el compromiso colectivo.
Y en este contexto emergen, de nuevo de manera espontánea, desde el voluntariado, iniciativas como “Ikergazte”, un encuentro auspiciado por la Udako Euskal Unibertistatea (UEU), que en Mayo en Durango reunió un nutrido grupo de jóvenes investigadores, en todos los ámbitos del saber, con el denominador común de compartir su trabajo en euskera.
La capacidad de anticipación es sin duda la mejor muestra de salud social y en esta ocasión estamos de suerte pues los jóvenes protagonistas de nuestro sistema nos han marcado el camino.
Interesante iniciativa que tendremos que saber integrar y transformar en políticas concretas de promoción del euskera y de la ciencia, armoniosas e integrales. El marco de las competencias que en estos ámbitos son nuestras es un buen escenario para hacerlo, pues el euskera y la ciencia están destinados a convivir en ese desconocido paraje que llamamos futuro
El contenido multimedia de esta entrada ha sido añadido al texto original “Euskera, ciencia, futuro” publicado en 7K el 7 de junio de 2015.