Evasión es fuga, huida.

Todos recordamos las películas y series televisivas de las evasiones más célebres, a veces basadas en hechos reales, otras en la pura ficción. “Papillon”, protagonizada por Steve McQueen y Dustin Hoffman en 1973, inspirada en la novela autobiográfica de Henri Charrière, es una inolvidable denuncia de un sistema penitenciario inhumano, al servicio de una justicia no exenta del riesgo de error, de condenar al inocente. “El fugitivo”, en sus múltiples versiones, es otra de ellas; la historia del hombre que tiene que hacer frente a su destino sometido a una permanente, injusta y asfixiante persecución.

Eran épocas en las que escapar de las cárceles era todavía posible. Hoy lo es cada vez menos. Las nuevas tecnologías, los diseños estructurales de las prisiones y la profesionalización de los vigilantes, hacen que cada vez sea más difícil lo que siempre ha sido el anhelo del presidiario: ¡Fugarse!

Y es que, por instintivo que resulte, la fuga constituye un delito, lo mismo que la evasión fiscal, sólo al alcance a unos pocos guantes muy blancos.

Pero, nuestro cerebro, sin necesidad de aventuras de película, combina incesantemente la actitud consciente y atenta, con el despiste y la evasión, sin que nos demos cuenta. “Estar en Babia” se dice de esos momentos en los que la mente nos saca del presente y de la realidad.

Más allá de esa tendencia automática del cerebro a desviar nuestra atención, también ejercitamos nuestra necesidad de evasión de múltiples formas, de modo proactivo y consciente, pero no sin contradicciones, sin peajes.

Viajar es una de ellas. Actividad hasta hace pocas décadas inaccesible para la mayoría, es hoy habitual y frecuente. También podemos, de manera segura y confortable, viajar sin límites desde el sofá en el universo digital. A cambio, estamos crecientemente controlados por agencias opacas, que siguen las trazas que vamos dejando en la red, que hasta hace poco creíamos invisibles.

Pero en ocasiones la necesidad de evasión se hace apremiante; desearíamos ser invisibles para liberarnos de la presión que supone una vida social en la que compartir es una de las actividades más reconfortantes pero, a la vez, una obligación que en ocasiones asfixia…

Sin embargo, estar encerrados en un cuerpo de humano que, aunque en su mayoría es agua, tiene consistencia y apariencia sólida, nos delata, haciendo imposible nuestra invisibilidad.

Diluirnos en lo social es entonces una alternativa que siempre está a nuestro alcance para disipar y dispersar la presión, el estrés, el hastío que produce el día a día. Las fiestas patronales, el ritual del txikiteo o la cena en cuadrilla, siempre fueron parte de nuestra tradición socio-cultural y esos hábitos perduran sin que sean cuestionados.

Sin embargo, todo, incluso en el ámbito más común de los encuentros sociales, va camino de una mayor regulación. Los espacios de ocio nocturno se van acotando y lejos quedan los años en los que los vecinos compartíamos, más con resignación que con comodidad, nuestro espacio de descanso con la actividad sin límites de los garitos nocturnos.

Vamos aprendiendo a ser tolerantes con quienes son distintos, pero a la vez somos más exigentes con nuestro propio espacio y su función.

Hubo sin embargo años, los de la movida, en los que la evasión, en forma de fiesta frecuente, casi continua, era un modo de vida en sí. Pero aquellos tiempos, tardíos herederos de un movimiento hippie en el que las drogas psicodélicas corrían de mano en mano, de vena en vena, de boca en boca, de nariz en nariz, como si de elixires mágicos inofensivos se tratase, han quedado atrás.

El Woodstock del 69, el que denunciaba la guerra de Vietman y el de la guitarra eléctrica de Jimi Hendrix, queda ya muy lejos.

Las secuelas de esa época de excesos llegaron en los ochenta. El SIDA fue la gota que colmó el vaso, obligando a un rápido cambio de hábitos, que para muchos llegó demasiado tarde, no sólo en el consumo de drogas, sino también en algunas prácticas heredadas de la revolución sexual de los setenta.

Y es que cada vez que el humano encuentra nuevas vías para la evasión, la naturaleza y la sociedad reaccionan de manera espontánea para acotarlas y regularlas. Es el toma por el daca pues, en el fondo, la condición de ser social es un compromiso entre ser libre protagonista de una historia colectiva y prisionero de ella.

En este contexto, la opción del ermitaño, ajeno a una sociedad asfixiante, atrae pocos adeptos, pero la búsqueda de la soledad, del espacio de introspección, es una necesidad para todos.

De ese modo pasamos buena parte de nuestra vida procurando la evasión, aún a sabiendas de que tenemos una cita final a la que no podremos escapar. E ideamos múltiples formas de, si no eludir la muerte, sí esquivar el olvido. “Lo he intentado” dice el epitafio de Willy Brandt, canciller alemán (Alemania Occidental) de 1969 a 1974. No es mal resumen para una vida dedicada intensamente a la política, en el bando socialdemócrata.

En estos últimos años en que el ambiente social se ha deteriorado, fruto de una crisis económica que nos hemos ganado a pulso y de una gobernanza de ética y eficacia dudosa, nuestra ansia de evasión se ha amplificado.

Muchos han tenido que optar por la evasión impuesta, obligatoria, denominada emigración o exilio, buscando un futuro mejor y también más libre.

Hay quien, como alternativa a un mundo dirigido por los grandes intereses económicos, ha elegido la colaboración social, a través de ONGs que irrigan el mundo en la noble tradición de los misioneros, paliando una realidad cicatera a través de la entrega, no sin afrontar nuevas formas de intransigencia, teniendo incluso a veces que poner en riesgo la vida.

Pero en la mayoría de los casos el proceso de evasión es más sutil y gradual, es compatible con la rutina del día a día, invisible.

Y eso se hace particularmente palpable ahora que afrontamos un período de elecciones que muchos contemplan con escepticismo.

Son ya varias décadas de una democracia imperfecta que nos ha permitido votar y avanzar, dejando también a la vista algunas notables carencias. Son muchas las elecciones en las que los ciudadanos hemos elegido variadas fórmulas. Pero hoy, más que nunca, sobrevuela el riesgo de que el voto se evada, refugiándose en la abstención.

Ante la evidencia de este hecho, constatada la existencia de espacios de inquietudes sin cobertura y amplias masas de voto a conquistar, surgen nuevos partidos, nuevas candidaturas, con frescura y fuerza, que cubren, como gases expansivos, el hueco que los partidos tradicionales han ido dejando.

Es difícil e inútil anticipar resultados. Lo que sí es seguro es que necesitamos campañas limpias, constructivas, llenas de visión, de nuevos proyectos, de honestidad, para que el voto no tenga que exiliarse en la abstención. Es imprescindible que se generen de nuevo las condiciones para que el ansia de evasión se atenúe, en favor de una perspectiva de evolución de nuestra realidad más constructiva, proactiva, armoniosa, prometedora y consensuada.

Joseba Sarrionaindia, uno de nuestros más brillantes escritores, conocido por muchos, más que por su impresionante obra, por su evasión de la prisión de Martutene hace ya treinta años, en uno de los altavoces del malogrado Imanol, al ser preguntado sobre su visión acerca de nuestra realidad en una entrevista telefónica concedida desde su desconocido destino al programa “Sautrela” de nuestra televisión, decía, en euskera, que, si bien los vascos somos realistas y pragmáticos, dispuestos a la colaboración en la vida cotidiana, nos convertimos en perezosos e irrealistas, siempre preparados para la disputa en la arena política.

Sería conveniente poder evadirnos, escapar de esa realidad que el escritor tan acertadamente describe, e inaugurar un nuevo tiempo, en el que la disputa de paso a la colaboración visionaria, generosa y honrada. Tal vez sea también urgente hacerlo.

 

Artículo publicado en la columna “Matemanías” de Deia el 27 de Marzo del 2015