El optimismo y la ilusión se esconden estos días al ver el goteo de políticos catalanes, con todo un futuro por delante, tomar el camino del exilio. Una fuga que tiñe esta primavera del color opaco del invierno, que no puede ser más que el de final de una época, pues nada nuevo halagüeño puede alumbrarse de este modo.
La fuga es a veces música, pero en este caso se produce en el silencio de la noche, construyendo vacíos duraderos, al cerrar una puerta, con sigilo.
Digno de un guion dramático, es el relato de una historia tan real y cercana como cruel.
No debe ser fácil, no, salir de madrugada, disimuladamente, a escondidas, con una maleta como única pertenencia, y dejarlo todo atrás en el último abrazo a la pareja, a los niños.
Muchos no solo no lo lamentan, sino que aplauden y vitorean la escena pues, en el fondo, está muy extendida la opinión de que quien discrepa o ansía transformaciones, está invitado a irse.
Ciertamente, toda acción tiene en esta vida sus consecuencias, un precio, pero en esta ocasión el coste se antoja demasiado alto, incluso como pago por una gran osadía, por una mala estimación de la furia y poder del adversario.
La letra de la célebre canción Don’t give up de Peter Gabriel parece estar escrita para la ocasión: “I was taught to fight, taught to win / I never thought I could fail” (Me enseñaron a luchar, me enseñaron a ganar, /nunca pensé que pudiera fallar).
John Milton, ensayista y poeta inglés del siglo XVII escribió que “en un mundo de fugitivos el que transita el justo camino, parece huir” y a los que nos quedamos nos interpela la duda de si los que huyen no nos dejan a los demás, pasivamente silenciosos, en la evidencia de transitar por el camino errado.
¿Son ellos los que se fugan, o somos nosotros los que hemos dejado escapar la oportunidad de que el país dé un paso adelante para que no fuera necesario que lo hicieran?
Uno no elige donde nace, ni puede asumir la responsabilidad de haberlo hecho en un país y un tiempo donde historias tan tristes son aún posibles, pero sí que, al menos, resulta inevitable reflexionar sobre lo que está ocurriendo. ¿No hay acaso margen para acuerdos de país que eviten esta sangría de hombres y mujeres pacíficos?
Creíamos vivir en una Europa sin fronteras, siendo este el mayor argumento para disuadir a quienes pretenden construir nuevos estados. Y descubrimos sin embargo que, aún hoy, las lindes son necesarias para proteger el preciado bien de la libertad. Creíamos que los límites separaban a estados europeos simétricos, pero vemos que no es así, pues nada se le reprocha en otro país de nuestro entorno a quien aquí es perseguido.
Volvemos a ser, erre que erre, orgullosos, un país productor neto de exiliados, más que tierra de acogida. Y esto nos harta, pero, sobre todo, nos entristece.
Impulsados por el vértigo, sentimos la tentación de saltar e ir también nosotros a vivir a otros lugares, donde estas historias no se produzcan, dejando atrás un ambiente asfixiante que empuja a nuestros iguales a la traumática fuga, una constante en nuestra historia reciente.
Pero, mientras sigamos aquí, intentaremos seguir reflexionando y expresando, en el tono adecuado, sin algaradas, lo que creemos y sentimos, pues solo así nuestra voz llegará diáfana a destino.
Nos perdemos en los tecnicismos del árido territorio de la justicia oficial, pero intuimos una clara intención punitiva y ejemplarizante que hace que, una vez más, nos sintamos incómodos en un país más propenso a la castración intelectual que al estímulo de la creatividad y el diálogo.
El pasado no se puede alterar, pero la historia sí que se puede reescribir, y también el relato de un macro caso judicial. Cada versión supera a la anterior, las posibles penas aumentan a medida que la exhaustiva investigación avanza, como mancha de aceite, extendiendo no solo las sospechas sino las crecientes denuncias sobre un conjunto de políticos cada vez más amplio, a medida que rastrean las trazas dejadas por la organización de una revolución que quiso ser amable.
Siempre me sorprendió esa gente que al saludar es incapaz de esbozar una sonrisa, una palabra de afecto, posiblemente porque alguien debió hacerles daño en el pasado y quemar sus neuronas de la empatía. Pero los hay. Ese cabreo resulta contagioso, resuena, se amplifica y propaga, generando grandes colectivos que proyectan un odio cauterizante. Hoy parecen ser ellos los que escriben el guion de la venganza, en nombre de la justicia, y lo hacen sin sonrisas, dando a elegir fríamente en un menú con solo tres opciones: cárcel, fuga o abandono de ideales.
Pero como en el juego del “papel-tijera-piedra” ninguna opción es buena, ni siquiera mejor que las otras.
¡Maldita libertad de elección cuando ninguna de las opciones es satisfactoria…!
Pero nada es nuevo. No debió ser fácil el trance para los judíos que en el 1492 de los Reyes Católicos tuvieron que elegir entre exilio, conversión al cristianismo u hoguera. Más de quinientos años más tarde Zapatero estableció una ley para que los descendientes de los sefarditas expulsados pudieran hacerse con la nacionalidad española.
La presión de optar ante el apremio de una cita judicial es enorme. Pero abandonar los ideales es una opción imposible para quien ha dedicado su vida a un proyecto por convicción.
Queda pues la cárcel o la fuga.
La fuga supone amputar de la vida cotidiana la red afectiva, prescindir de ese ambiente intangible propio, irrepetible, cuya pérdida es irreparable. Frente a la opción de la cárcel, tiene la ventaja de dar la oportunidad de reconstruir una vida, pues en todos los rincones del planeta hay un lugar para descansar en paz, aún rodeado de ese halo de ausencia que entristece a todos los fugitivos. La fuga, sin embargo, hoy sabemos, tiene los días contados. El planeta es demasiado pequeño, y está lo bastante controlado y conectado como para que nadie pueda eludir indefinidamente a la justicia de los países que, en red, se apoyan mutuamente en el intercambio de los fugados.
La profecía anunció acertadamente que los judíos no permanecerían más de setenta años en el exilio de Babilonia antes de poder regresar a Jerusalén. Hoy no hace falta profecías, y apenas bastan unas semanas.
La cárcel es una opción que considerar. Supone permanecer dentro del sistema, aun arrinconados, carentes de libertad, pero en su seno, teniendo la expectativa de volver a retomar una vida de las denominadas normales, una vez saldada la deuda. La imprevisibilidad de la condena última genera sin embargo inseguridad.
No es pues de sorprender que algunos de los protagonistas elijan la fuga de entre las tres malas opciones.
En el diálogo de la película “Tristana” de Luis Buñuel, de 1970, se recoge la frase, “Aunque solo sean pesadillas, son buenos los sueños. Los muertos no sueñan”, que sirve para esta tesitura en la que el único aspecto positivo del trance que viven los encarcelados, fugados y sus familiares y amigos es que la pesadilla es también síntoma de vida.
Mientras hay vida hay esperanza, aunque en esta ocasión un oscuro y duradero eclipse haya frustrado la incipiente primavera.
Nada es gratis y habrá un gran precio que pagar en términos del prestigio de la calidad de nuestro sistema democrático y estado de derecho. Eso sí, la hipoteca quedará para que sea abonada por las siguientes generaciones en incómodos y prolongados plazos.
Ojala no haya que esperar otros 500 años para que otro presidente de España revise la historia de manera amable y generosa y restablezca el honor de quienes pusieron a prueba los límites de nuestro sistema de manera pacífica.
El artículo original fue publicado en el diario DEIA el 27/04/2018 y puede descargarse en PDF desde este enlace.