“Impasse” es una palabra que hemos tomado prestada del francés.
“Estar en un impasse” es estar a la espera de un acontecimiento relevante que no controlamos: el resultado de una decisión judicial, de la analítica, del postoperatorio de un familiar,…
Impasse es un punto muerto, un problema sin solución aparente, que no depende de nosotros, de nuestras acciones.
Tal vez por eso, en Francia, “impasse”, se emplea también para denominar un callejón sin salida. La “rue” es una calle normal con una entrada y una salida mientras que el “impasse” solo permite la media vuelta, es un mero un “cul-de-sac”, término este cuya traducción al español queda un poco fea (culo o fondo de saco o bolsa).
Los “impasses” salpican mapas y callejeros, y también nuestras vidas, que muy bien podrían interpretarse como una sucesión continua de pequeños impasses, de pequeñas esperas.
Viajar, por ejemplo, es la acumulación de un sinfín de pequeños impasses: la espera del autobús, la cola de la facturación, el control de seguridad, el de pasaportes, el acceso a bordo, el cierre de puertas, el despegue, el propio trayecto, el aterrizaje, el desembarco, y, de nuevo, pero a la inversa, el control de pasaportes, las maletas, el control de aduanas y el transporte terrestre. En cada uno de esos pasos se produce un impasse, un tiempo cuyo único sentido es que concluya, dando paso al impasse siguiente.
Estos pequeños impasses, cotidianos, casi irrelevantes, y su incesante concatenación, tienen como resultado final que nos sintamos vivos, libres, en movimiento.
A veces sin embargo, la lotería de la vida nos obsequia con otros impasses mucho más trágicos. Es, por ejemplo, el que viven la familia y amigos de Hodei que hace meses desapareció en Amberes sin que hasta hoy se conozca su paradero. O los de Iñigo Cabacas que persiguen sin éxito un mínimo de escurridiza justicia por una vida que fue sesgada hace ya más de dos años por una bola de goma que nunca debió ser disparada.
Estos impasses dramáticos, que afectan a terceros, hacen que la mayoría de nosotros nos sintamos, al menos temporalmente, al abrigo de la fatalidad, afortunados. Pero nos recuerdan también la fragilidad de nuestra suerte de débiles humanos.
Los impasses afectan, sí, a las personas, y a veces se amplifican en las relaciones interpersonales, dando lugar a tétricos atolladeros resonantes. “Cul-de-sac”, en 1966, fue el título de un thriller psicológico rodado en inglés del genial y controvertido Roman Polanski, que reprodujo con precisión un guión en el que sus protagonistas se encuentran en un escenario sin salida, en un ambiente claustrofóbico y cuya grabación resultó azarosa y siniestra, tanto casi como la propia historia que narra.
Pero el principio del impasse sirve no sólo en el ámbito de los mapas, de la suerte humana y de sus relaciones, sino que es de aplicación en muchos otros contextos y con muy diversos fines. Así, una botella posada en el lecho de un río, orientada con su boca río-arriba, de modo que la corriente haga que el agua entre en ella, es una excelente trampa a la que los pececillos pueden entrar fácilmente para no poder escapar.
Los impasses que condicionan la vida de los individuos y los peces, también son determinantes en el devenir de los pueblos.
Gabriel García Márquez, recientemente fallecido, autor de una inmensa obra literaria inmortal, lo explicó en su discurso de recepción del Nobel de Literatura en 1982, en el que aludió a la azarosa historia de America Latina. “Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos…” decía sobre los expertos observadores exteriores de la cultura latinoamericana que la juzgaban y evaluaban desde sus propias atalayas, con sus propios valores y criterios. “…los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos… “ seguía diciendo, reivindicando así un espacio y un tiempo propios para el impasse de Latino-América del que los europeos, por ejemplo, gozamos durante siglos, antes de convertirnos hoy en un aparente ejemplo de sociedad pacífica, solidaria y próspera.
Hoy el impasse de América Latina continua, como nos recuerda la crítica situación que se vive en Venezuela. Pero, a pesar de todos los avatares, la flecha del tiempo no puede más que favorecer a la civilización latinoamericana del futuro. Tienen a su favor una lengua vigorosa y universal y una joven y fecunda demografía.
Los impasses socio-políticos se reparten sobre toda la superficie del planeta. Es el caso de Ukrania que vive insegura, temerosa, su propio callejón sin salida, bajo la presión del renacer del orgullo ruso y de la añoranza de las fronteras de la antigua Unión Soviética.
Lo es también el de una Argelia en la que, tal y como ha quedado de manifiesto en las últimas elecciones, el viejo régimen ya no consigue engatusar a las nuevas generaciones, sin ofrecer ni proyecto ni futuro, habiendo registrado una fuerte abstención en la poco novedosa reelección mayoritaria de su presidente. El gigante magrebí se debate pues entre la necesidad de dar pasos claros hacia la democratización del país, y el riesgo de verse envuelto en su propia versión de la primavera árabe, que ya en diciembre de 1991 condujo a una cruenta guerra civil, al suspenderse unas elecciones en las que los islamistas habían resultado vencedores claros en primera vuelta. Argelia vive así su propio impasse con una población ansiosa de mayor libertad, pero temerosa de tener que volver a pagar nuevamente un precio tan alto por ella.
Los vascos también vivimos nuestro propio impasse. Artificial y arcaico para unos, inevitable, irrenunciable y actual para otros, desde hace décadas condiciona nuestra agenda política y social.
En la arena política, las cuatro espadas de siempre siguen en alto. La ciudadanía, entre hastiada e incrédula, se cuestiona sobre la verdadera naturaleza de este impasse. ¿Será uno de esos tiempos muertos transitorios que finalmente encontrará un aliviadero o un “cul-de-sac” definitivo, sin salida alguna?
Es aun demasiado pronto para saberlo pero, mientras, cala en la sensación de que, con las mismas herramientas, se podría hacer mucho más si las administraciones públicas y quienes las dirigen enfocaran un poco mejor prioridades y objetivos, y pusieran en marcha políticas inequívocas para alcanzarlos, desde una perspectiva más ambiciosa y global.
“La soledad de América Latina” se tituló el vibrante discurso de García Márquez en la recepción del Nobel. Modesto y valiente supo explicar por qué, en sus propias palabras, “La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia”. Sobre la suerte del ser humano y la suya propia al recibir tan importante distinción dijo “…nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido…”.
Su discurso, aunando el devenir de los individuos y los pueblos, fue y es aún hoy apasionadamente optimista y actual.
El futuro de los pueblos se juega en el terreno de nuestros dos talones de Aquiles: la lengua y la demografía. El resto lo hace el tiempo y la conocida tendencia estadística de “regresión a la media”, que hace igualmente difíciles las excepciones al alza y a la baja. En su día descubierto en el ámbito de la Genética, es un principio aplicable hoy de manera sistemática y universal. Y en ese viaje de regresar a la media vamos todos.
Hay impasses apacibles. Otros son sin embargo mucho más turbulentos. Pero es siempre igualmente difícil ver la salida desde el fondo del callejón. García Márquez supo hacerlo y nos la mostró de manera magistral con la única arma que supo empuñar: la palabra, la poesía.
Jonh Lennon lo dijo de otra manera: “La vida es aquello que te va sucediendo mientras estás ocupado haciendo otros planes”.