Hacía tiempo que los echaba de menos sin haberme percatado de ello. De niños nos los encontrábamos con cierta frecuencia. Eran relativamente habituales en verano, más de noche que de día, en unos parajes que entonces eran más verdes y oscuros y en los que circulaban menos coches que ahora. El kakalardo, junto con las luciérnagas, los erizos y los murciélagos, eran bichos raros, en la medida que no eran animales de compañía ni tampoco los más frecuentados en nuestras asilvestradas andanzas de barrio.
Cada vez que estos escurridizos animales nos visitaban, su relativo exotismo nos pillaba por sorpresa. Pero, a pesar de lo inhabitual de su compañía, formaban parte de nuestro paisaje y no pasaba un verano sin que nos topáramos con ellos, de manera ocasional. Tenían la virtud de sorprendernos siempre y de inquietarnos, pero sólo un poco, sin hacernos daño ni llegar a producirnos miedo.
Un atardecer un enorme kakalardo macho se posó en la mesa de madera de un merendero descubierto. Negro y elegante, con sus desproporcionadas mandíbulas abiertas y atentas, todos los comensales lo entendieron amenazante. Alguno de los presentes incluso gritó atemorizado. Pero un señor de camisa blanca se levantó sereno y, como un héroe de Hollywood en versión local, lo cogió con su mano izquierda, como quien coge una inofensiva quisquilla en la playa, para posarlo sobre la hierba del jardín. Todos quedamos atónitos y entendimos que los kakalardos eran seres importantes y amables, dignos de ser cuidados y ser libres, y no merecedores de un escobazo. Aquél señor, por su parte, era sin duda un héroe zurdo.
Desde entonces la infrecuente aparición súbita de un kakalardo, cuando se da, siempre me ilusiona.
Pero hace tiempo que no veo ninguno. O, lo que es peor, últimamente los veo únicamente en los museos dedicados a la naturaleza, inertes.
Hace unos días creí que mi suerte había cambiado, esta vez para mejor, y que me había topado con un nuevo ejemplar vivo.
Caminando al atardecer escuché un zumbido denso, emitido sin duda por un ser volador, pequeño, pero compacto, a varios metros de altura sobre mi cabeza. Pensé, sin conseguir verlo, que sería un kakalardo. Pero no estaba seguro pues era esa fatídica hora en que los miopes no conseguimos ver ni con gafas, en la penumbra que deja atrás la luz del día sin permitir aún que se cierre la noche.
Para tranquilidad de mi amable acompañante, le expliqué que se trataba de un kakalardo que describí como un gran escarabajo cornudo y volador pero simpático e inofensivo.
Fue sólo a su tercer paso que lo pude ver. Para mi sorpresa no se trataba de un kakalardo sino de un objeto plástico, mecánico, de un tamaño semejante al de un kakalardo, sí, pero con inconfundibles colores plásticos, azul, amarillo y rojo. ¡No era un kakalardo, era un dron!
Desde el suceso me he interesado un poco más sobre la vida de los kakalardos. Un amigo biólogo me ha explicado que, en realidad, son una de las numerosas especies de escarabajos que están en vías de extinción, pues son codiciados por los coleccionistas y por tanto cazados sin piedad. Esta información me encajó con la creciente rareza de sus apariciones. En efecto, cada vez que vemos un kakalardo cuidadosamente disecado, expuesto en un museo o vendido en una tienda de souvenirs exóticos, junto con otros nobles representantes del gran reino de los insectos, se trata de un ejemplar que hemos robado irreversiblemente a la naturaleza. Bueno, no sólo uno, sino que al acabar con uno de ellos también lo hacemos con su abortada descendencia.
En internet entendí que los kakalardos que yo había visto, o al menos en los que había reparado, eran los machos, y que en castellano se llaman ciervos voladores, precisamente por la cornamenta que los caracteriza. Son además sólo los machos los que presentan esa forma jurásica, siendo el cuerpo de las hembras menos desproporcionado, más menudo y armonioso.
Los kakalardos no son más que una entre los miles de especies de escarabajos, pero son sin duda singulares. Hay otros igualmente curiosos, pero tan distintos que no dejan duda de la riqueza y diversidad del reino de lo minúsculo de los insectos. Las mariquitas por ejemplo son mucho más frecuentes y de aspecto más dulce y alegre, a la vez que enanas si se las compara con los gigantescos kakalardos.
Las alas delanteras de los kakalardos están atrofiadas, no sirven pues para volar, sino de corazas. Es por eso que el kakalardo ha de volar pesada y ruidosamente como un helicóptero de carga, propulsado sólo por las alas traseras.
La ilusión de haber encontrado un nuevo ejemplar de la noble especie de los kakalardos silvestres en su medio natural se desvaneció al descubrir que se trataba de un dron.
La verdad que estos artilugios han llegado a nuestras vidas con muy malas referencias y prensa. Los hemos conocido por su uso bélico, por su capacidad de llegar, sin piloto, volando a gran velocidad, a lugares a los que los aviones convencionales no pueden alcanzar o sería muy difícil y peligroso hacerlo con tripulación. Los drones, pilotados remotamente o bien a través de sus propios ordenadores de a bordo previamente programados mediante los algoritmos propios de la automática dinámica, pueden realizar su tarea de espionaje o ataque y regresar a su base sin haber puesto en riesgo vida alguna salvo la del desafortunado objetivo de la misión.
Estos aparatos, obras maestras de la Cibernética y la Aeronáutica, creados con fines bélicos, comienzan ahora a invadir nuestras vidas en todo tipo de versiones y distintos fines, un poco más amables. El que yo me topé tenía como objeto grabar la representación teatral que en la playa adyacente se iba a desarrollar minutos más tarde.
Este inesperado encuentro con un dron que, finalmente, tras conocer su fin último, me resultó menos antipático, fue una clara prueba del innegable paso del tiempo y del avance tecnológico. En unas pocas décadas las campas en las que antes nos visitaban los kakalardos eran ahora pistas de ensayo para drones domésticos.
También fue síntoma de que nuestro espacio de intimidad se ha reducido drásticamente. Un dron puede ahora entrar por la ventana de nuestra cocina y grabarnos mientras freímos las patatas o ponemos la lavadora. Cierto es que, antes, un kakalardo podía también invadir nuestro espacio de manera inesperada pero entonces sabíamos que lo hacía inadvertidamente, sin estar movido por la curiosidad.
Como contrapartida, gracias a los drones, ahora podemos, por ejemplo, contemplar grabaciones de fuegos artificiales realizados desde una perspectiva completamente distinta, pues no es lo mismo hacerlo pasivamente en la distancia, con la boca abierta, que penetrar y moverse en el espacio que delimitan, como lo hace un dron, cual surfista que se desliza sobre el tubo de una ola.
Los drones tendrán sin duda un creciente uso civil que hará nuestras vidas algo más fáciles en muchos aspectos. Serán ellos los que se encarguen de la difíciles tareas de vigilancia y exploración allí donde se producen las catástrofes y el ser humano no puede llegar. Pero será también difícil evitar que tengan comportamientos y efectos colaterales algo molestos. Lo mismo que una moto de agua puede romper impunemente la paz de cualquier cala costera, el dron podrá a partir de ahora irrumpir en el paraje más remoto y resguardado.
Ya se ha legislado sobre el tema, pero mucho me temo que regular el uso de los drones va a ser tan difícil poner puertas al campo.
Dron viene del inglés “drone” que significa zángano. Me sorprende la elección de esta denominación pues el zángano, la abeja macho, muere tras la fecundación mientras que el dron puede volver una y otra vez a su base una y otra vez tras haber ejecutado su misión. Se dice también zángano al que no le gusta trabajar. El dron sí que lo hace, trabaja y mucho, pero lo hace para y por nosotros los humanos y es tal vez por eso que haya sido bautizado no con su propio nombre sino con el de sus progenitores, los humanos zánganos.
Sigo a la expectativa de encontrarme con el siguiente kakalardo pero me temo que, mientras, me toparé con varios drones, sin poder elegir ni cómo ni cuando.
Si me dejasen, escogería, sin duda alguna, kakalardo.
Artículo publicado en la revista Zazpika, el 5 de Octubre de 2014