Es muy difícil competir para permanecer en segunda división y conseguirlo. Lo que procede es apuntar más arriba y que, después, sea eventualmente el propio destino el que reajuste la dimensión del logro, posiblemente algún peldaño más abajo del inicialmente ansiado.

Así, por ejemplo, lo más recomendable es aspirar a ganar el Tour para conseguir acabar en el podio o, si no, intentar estar en el podio para procurar quedar entre los diez primeros. Y así sucesivamente.

En el fútbol pasa lo mismo; hay que esforzarse por estar en la primera división y jugar bien para mantenerse en ella y, en caso de mala temporada, acabar en segunda. Pero quien apueste por estar siempre en segunda corre el riesgo de bajar a la categoría inferior.

Todo esto es muy difícil para casi todos menos para el Eibar, claro, que desde que tengo uso de razón, está en segunda, con algunos años menos buenos en segunda B.

Nada de esto es acientífico sino todo lo contrario puesto que está basado en un claro principio físico según el cual debemos apuntar un poco más alto que el objetivo deseado para compensar las posibles perdidas derivadas de la gravedad, de  la fricción con el medio a lo largo de la trayectoria y las imprecisiones causadas por nuestro inestable pulso de humanos en el momento del lanzamiento.

Esto último me lo contó mi primo que, habiendo hecho la mili hace ya unos cuantos años, mucho antes de que dejase de ser obligatoria, y al haber detectado su capitán su destreza con los números,  puso al soldado raso Iriondo a explicar lo de las trayectorias  balísticas a la tropa que las consideraba un misterio inescrutable.

Pero estos, que son principios naturales bien asumidos en el ámbito del deporte, los ignoramos con demasiada frecuencia en nuestro desempeño profesional y aunque la prensa se hace a menudo eco de ello suele pasar desapercibido.

Estos días se ha hablaba, se habla y se seguirá hablando, de Fagor. No seré yo quien opine en un tema que me excede por mucho. Me limitaré a expresar mi admiración por el movimiento cooperativista que tanto hizo y hace por el entorno donde nací y crecí, lamentar los efectos que todo esto tendrá en los afectados y sus familias y confiar, ingenuamente, en que las cosas se vayan abordando de la mejor manera posible.

Entre los artículos que he visto pasar sobre este tema hay uno de Xabier Aja en el diario Deia del 4 de noviembre que ha llamado poderosamente mi atención ya en su subtítulo: Fagor no puede competir con los precios bajos asiáticos ni con la inversión en I+D de los alemanes. Y ha iluminado, en un fogonazo de comprensión, la realidad que vivimos en nuestro sistema científico.

Hace veinticinco años, cuando los de mi quinta acabábamos nuestros doctorados, muchas veces fuera, este era un país en el que casi todo estaba por hacer en Ciencia. Por entonces, además de constatar las múltiples carencias de nuestro sistema, creíamos también que casi todo se podría hacer y conseguir. Pensábamos en efecto que con talento, trabajo, un poco de apoyo institucional y algo de dinero, conseguiríamos en una generación, la que estaba en nuestra mano, que nuestras instituciones se pareciesen o incluso alcanzaran y compitieran con aquéllas que habíamos conocido en nuestro periplo extranjero. Lo creíamos y sobre esa base hemos trabajado todo este tiempo. Por fortuna, como muy bien me señaló una excelente amiga y buena conocedora del sistema vasco de I+D+i: “Lo hicimos porque no sabíamos que era imposible”.

Ahora que ya va avanzando el siglo XXI y que apunta claramente maneras irreversibles, esta frase relativa a Fagor me ha despertado como un fuego de artificio pues expresa exactamente lo que nos está pasando en Ciencia, tal vez inadvertidamente.

Al leer la frase me ha ocurrido como en ese chiste infantil en el que dos vacas se encuentran en el campo pastando y una dice “muuuu” y la otra le responde: ¡me lo has quitado de la punta de la lengua! Pues eso “muuuu”, es decir, no puedo estar más de acuerdo en que, más allá de las consideraciones relativas a Fagor, dicha frase sintetiza muy bien la encrucijada que actualmente vivimos los científicos.

Lo hemos dicho ya en varias ocasiones aunque con poco eco. Países como China están desplegando un esfuerzo tan grande y tan jerárquicamente organizado y orientado, cuentan con tal cantidad de recursos humanos, preparados durante generaciones, unos en el propio territorio y muchos en la diáspora más elitista, y disponen de recursos financieros tan abundantes con capacidad de generar nuevas infraestructuras y oportunidades, que no sólo es imposible competir con ellos en la Ciencia de baja gama, sino que cada vez los grupos más punteros se asientan allí y son atraídos a su entorno. China en una o dos décadas ha pasado de ser un país al que uno iba con espíritu de ONG, de cooperante, a ser un gran atractor de talento extranjero, cada vez más seductor.

Por otra parte, en el otro extremo del arco iris, está Alemania, como ejemplo de las cosas bien hechas en Europa, de concepción, diseño y despliegue integral de un sistema I+D+i, de desarrollo de las herramientas y convocatorias necesarias, de evaluación por pares independiente, de política científica con mayúsculas, de códigos éticos claros, que dice que no cuando ha de decir que no aunque se enfade un Premio Nobel o un alcalde y que sabe decir que sí tantas veces como haga falta a los proyectos, grupos y personas que lo merecen, poniendo las condiciones para que deseen trabajar en el país, quedarse, aportar, incluso a veces al precio de tener que aprender una lengua que a la mayoría nos resulta ajena, por mucho que haya quien reclame modos de inversión más distribuidos, más “para los de casa”,  que conviven mal con la excelencia científica.

Los dos modelos avanzan como cohetes y, lo que es aún más sorprendente, o no, los dos se parecen cada vez más, pues ambos representan el modelo del éxito.

¿Alguien se ha dado cuenta que los coches de todas las marcas cada vez son más parecidos? En efecto, es así y nada tiene de raro pues todos están calculados con las mismas herramientas de computación científica, para ser óptimos desde el punto de vista aerodinámico: más ligeros, más estables, menor consumo, más silenciosos,…

En Ciencia pasa lo mismo, los modelos del éxito cada vez se parecen más. En los países del sur de Europa no podemos ni competir con China en tamaño y poderío, ni hemos sabido hacerlo con Alemania en calidad, visión y organización. Y nos queda una sola opción, una última bala: Nos acoplamos a la velocidad de ese tándem y nos metemos en él para constituir un trío o quedamos fuera de la carrera.

Aquí, aunque pequeños, somos tierra tradicional de ciclistas de élite, de industria,  que ha sabido apostar por el I+D+i. Pero tal vez hayamos confiado excesivamente en el efecto de las apuestas,  término que va asociado al azar, a la suerte, como en las loterías, pasajero. La Ciencia necesita, en efecto, inicialmente, de apuestas, pero posteriormente y sobre todo, de compromiso para mantenerlas, de confianza, de apoyo, para que fructifiquen.

Intentemos pues meternos en la escapada ganadora de ese tándem. No renunciemos al Tour pues la papeleta de la apuesta por la segunda división sólo puede conducir a segunda B.

Artículo publicado en Deia