Sofía Kovalévskaya (Moscú, 1850 – Estocolmo, 1891) nació un siglo antes de su tiempo.
A pesar de ello y de su corta vida hizo aportaciones seminales en Matemáticas. Entre ellas la más conocida es el Teorema de Cauchy – Kovalévskaya. Fue discípula del gran Karl Weierstrass (1815-1897) de cuya mano trabajó en las investigaciones del matemático francés Augustin L. Cauchy (1789 – 1857) que completó sorprendente y brillantemente. El Teorema que lleva el nombre de ambos explica que las ecuaciones que describen los fenómenos más importantes de la naturaleza, las de los materiales y los fluidos, tienen soluciones suaves que pueden calcularse, aunque en la mayoría de las veces no sin ayuda de los ordenadores. Así se explica el fluir ordenado de un río con poco caudal o el acompasado movimiento de las nubes en condiciones atmosféricas benévolas.
Más tarde, fue Hans Lewy (1904 – 1988) quien construyó modelos matemáticos en los que todo es singular, explosivo, como un territorio fractal repleto de minas. Así se explica que la naturaleza no siempre sea armoniosa y que nos sorprenda con terremotos, huracanes o tsunamis. La construcción de Lewy, además, no tenía en cuenta el perverso efecto del ser humano en los desequilibrios de nuestro planeta (cambio climático, polución, aniquilación de recursos no renovables,…) que hace aún más creíbles sus turbulentos modelos.
Desde entonces los matemáticos nos afanamos en discernir aquellos escenarios en los que es previsible un comportamiento suave y regular de aquellos en los que es de esperar la catástrofe. Y aún queda mucha labor para completar el programa.
La actualidad persistente de los trabajos de Sofía hacen que forme parte indiscutible del más selecto grupo de mujeres científicas de toda la historia. Fue la primera mujer que accedía a una cátedra en Europa, en la entonces recién creada Universidad de Estocolmo. Ya en aquella época los países nórdicos eran ejemplo de modelo social. Hoy lo son también en el ámbito de la innovación tecnológica.
Al llegar a Estocolmo cambió su nombre por el de Sonia. Buscaba, como muchos, empezar de cero, para ser ella misma, ganando parcelas de libertad que por entonces solo eran accesibles a los hombres. Hizo, como dice Edith Piaf en su inolvidable “Non, je ne regrette rien””: “Con mis recuerdos, he encendido el fuego”.
Sofía, Sonia, se dedicó también exitosamente a la literatura. Muchas personas de su entorno se sentían desconcertadas por su doble actividad creativa como matemática y literata. A ellos les solía decir: “El poeta ha de ver lo que otros no ven, mirar más hondo que los demás. Y el matemático ha de hacer lo mismo”.
Los matemáticos intentamos por tanto seguir su estela y mirar más hondo, más profundo, aunque casi siempre con menos acierto que ella. De ahí que tengamos cierta fama de taciturnos. Muchas veces nos dicen que estamos sordos aunque los otorrinos no encuentren patología alguna.
De vez en cuando sacamos el periscopio para ver qué ocurre en nuestra sociedad, en nuestras calles. Yo lo hacía estos días y es cuando recordé el “rien de rien”, el “nada de nada” de Edith Piaff. O tal vez, en vista del momento que vivimos, sería más apropiado aludir al “100 por ciento de nada” de la canción del argentino Andrés Calamaro pues en pocas décadas hemos pasado de ser una sociedad ilusionada en proyectos compartidos a otra en la que cada uno va a lo suyo en busca de su cien por ciento de nada. Todos podemos ganar si estamos dispuestos a perder algo, pero sólo podemos perderlo todo si todos lo queremos ganarlo todo. El cien por ciento de nada….
En el momento actual, tras unos cuantos años de crisis, ya nadie habla de brotes verdes. Tal vez nos hayamos dado cuenta de que los mismos árboles no volverán a florecer y que nuestra sociedad y economía necesitan fórmulas distintas para forjar el futuro.
Sin ir más lejos, hace poco nos decían que el año pasado diez mil jóvenes dejaron Euskadi. ¿Puede un país tan pequeño permitirse esta sangría?
Ante la alarma, aún sin brotes verdes, sí que empiezan a iluminarnos algunas luciérnagas y a tomar forma nuevas y esperanzadoras iniciativas para que los jóvenes puedan crear sus propias empresas financiadas por inversores dispuestos a arriesgar para impulsar nuevas ideas, a condición de recoger su parte del beneficio en caso de que las empresas alcancen el éxito. Se abre así un interesante camino.
Ya Sofía tuvo que transgredir las normas de su momento, como muchas otras jóvenes nihilistas, que no dudaban en contraer matrimonios de conveniencia con varones de la misma ideología, para ganar su libertad, emanciparse de sus familias y así poder desarrollar sus estudios y vida profesional.
También hoy los jóvenes necesitan del nihilismo, una vez que se ha roto la cadena que hacía que las generaciones anteriores asegurasen el futuro de las siguientes.
Sofía, Sonia, “la princesa de la ciencia”, como la llegaron a llamar en Estocolmo, en 1888 ganó el Premio Bordin de la Academia de Ciencias de Paris por su trabajo: “Sobre el problema de la rotación de un cuerpo alrededor de un punto fijo”. Una peonza en movimiento era sin duda un objeto que merecía la atención de su honda mirada de matemática y literata.
La peonza vasca hace mucho que da vueltas, pero fija siempre en el mismo punto. Hay quien dice que las épocas de crisis no son propicias para saltos cualitativos pero son muchos los que opinan que ha de ser al revés. Es este el momento en el que hemos de dar con nuevas fórmulas.
Una de las claves del nihilismo era la reivindicación de la importancia de la Educación y de la Ciencia. Aquí andamos, como casi siempre, redebatiendo el enésimo cambio de legislación educativa o nuestros modelos lingüísticos. Sin duda es importante hacerlo pero tal vez debamos plantearnos, sobre todo, qué debemos hacer para que nuestros jóvenes no se sientan indefensos ante un mercado de oportunidades profesionales casi inexistente. Todo parece pasar por un radical fomento del empredinzaje, enterrando definitivamente la inadvertida búsqueda del cien por ciento de nada.
Sofía, Sonia, de pequeña, harta ya de que sólo una de las paredes de su cuarto estuviese empapelada, cubrió las demás con hojas litográficas de las lecciones de Mikhail Ostrogradsky (1801 – 1862) del cálculo diferencial e integral que había adquirido su padre. Durante muchos años las contempló, creyendo que no las entendía, para después deslumbrarnos con su profunda comprensión.
Tal vez sea hora, como nos enseñó Sofía, Sonia, de mirar más hondo. De la atenta observación de nuestra realidad actual de paredes sin papel deberían surgir respuestas espontáneas e innovadoras.