París, 1986. Charles Pasqua, hombre de negocios y político Gaullista, es nombrado Ministro del Interior en el Gobierno de cohabitación del conservador Jacques Chirac, durante el mandato del socialista François Mitterrand como Presidente de la República.
Pasqua, nacido en Grasse en 1927, en los Alpes-Marítimos, en la capital mundial del perfume, a punto de cumplir los sesenta años, es un hombre sin complejos que rápidamente comienza a aplicar políticas que hoy serían la envidia de la nueva derecha más radical.
Por aquel entonces los españoles que estudiábamos en Francia aún necesitábamos renovar la tarjeta de residencia (“Carte de séjour”) anualmente. Era un trámite fácil que cumplimentábamos en las oficinas de barrio del Ayuntamiento de Paris. Pero Pasqua, dispuesto a combatir la delincuencia y a apretar las tuercas a los inmigrantes, que para él eran apenas dos caras de la misma moneda, decide centralizar esa gestión en un solo lugar en las afueras de Paris. Una sola fila para todo el mundo. Ahora los españoles somos ya europeos de verdad, pero en la época no lo éramos aun del todo, de modo que había que pasar por el aro de las nuevas normas del aguerrido y todopoderoso Pasqua.
Tomé el metro a una hora razonable. ¿Tal vez poco antes de las ocho de la mañana? De todos modos, el centro de emisión de las tarjetas no abría hasta las 9… Al llegar la cola eran tan inmensa que resultaba evidente que no tendría éxito en mi empeño. Me acerqué a la delantera de la fila y allí un joven músico de Costa de Marfil, que intentaba, como yo, renovar su permiso, me explicó: Había que llegar mucho antes pues la mayoría de los que a esa hora hacían fila ni siquiera conseguirían entrar en el edificio antes de que cerraran a cal y canto la puerta, poco más tarde del mediodía. Y no daban número para el día siguiente, me advirtió.
Al volver pensé en volver a intentarlo tomando el primer metro, a eso de las 5:30. Así llegaría a las oficinas a las 6 aproximadamente y de ese modo, tras esperar 3 horas, sería uno de los primeros en hacer la gestión. Era un esfuerzo que merecía la pena. Y así procedí al día siguiente, con sueño, fiel al plan. Al llegar al edificio oficial, antes de las seis y media de la mañana, aun de noche, comprobé que la cola, aun siendo mucho menor que la del día anterior, seguía siendo inmensa. Ya había más gente de la que podría conseguirlo ese día. Obviamente muchos habían tenido la misma idea y otras estaciones de arrancada del metro en la periferia de Paris permitían llegar antes al destino de lo que yo lo pude hacer. ¡Segunda intentona fallida!
Volví pues a la Residencia. A eso de las siete, aún de noche, llegué a mi cuarto. Es entonces cuando fragüé el plan que resultaría finalmente exitoso. Al día siguiente iría en bici, en mi vieja Orbea. Miré el mapa, eran unos diez kilómetros, no siempre por las calles y carreteras más seguras para que un ciclista circulase de noche. Pero era una misión de un riesgo asumible para mi Orbea y yo, curtido en un Éibar en el que, como un parque temático de talleres y acción, nos habíamos preparado para todo.
Por supuesto nunca se me pasó por la cabeza tomar un taxi. De hecho, ahora que lo pienso, creo que descubrí la existencia de los taxis y los aviones más adelante, al acabar la Tesis Doctoral. En los años de becario, el camino de Éibar a París consistía en una combinación de un determinado número de trenes y autobuses. Por supuesto, las maletas en aquella época no tenían ruedas, ¿para qué? De hecho, más que maletas, más propias de los trabajadores inmigrantes, llevábamos unos enormes bolsones flexibles de deporte llenos de ropa, libros, y algún bocadillo.
Ser estudiante vasco en Paris en la época nos hacía merecedores de un estatus especial. Por una parte, trabajando el francés y cuidando la dicción, podíamos pasar por franceses del suroeste. Por otra, al atravesar la frontera en Hendaya, asistíamos atónitos a los registros “aleatorios” de la policía aduanera española que siempre nos tocaban a nosotros. Estábamos ya suficientemente educados en política para saber que los algoritmos de selección estaban basados en criterios fáciles de identificar: joven, pelo más o menos largo, barba (no en mi caso, pues nunca conseguí tener una decente), vaqueros, zapatillas de deporte, chubasquero, bolsón o mochila al hombro…
Pero mi Orbea azul oscuro, con manillar de corredor, cuadro de acero y sillín de piedra, vivía conmigo en Paris y aquello era un carro de combate imbatible, siempre preparado para la acción.
La cosa funcionó. Llegué a la cola del dichoso permiso de residencia antes de que abrieran el metro. Apenas había unas cincuenta personas esperando. Eran las cinco de la mañana y disfruté de una velada irrepetible que fue coronada con la renovación de la preciada tarjeta.
Volví a eso de las diez, radiante y mojado, pues llovía, pensando en aquellos que dicen que el perro es el mejor amigo del hombre. ¡Que equivocados están! ¡No es el perro, es la Orbea!
Una larga cola nunca se olvida. Y lo peor nunca es la espera, sino los colones, que hacen que uno no pueda disfrutar distraídamente de la espera y que tenga que estar en alerta todo el rato. Los hay de varios tipos. Los que vienen en grupo, se colocan detrás pero poco a poco te van envolviendo por los lados, para acabar delante, formado una bola que desvía la línea de la original de la fila hasta dejarte un poco fuera… como en la conocida práctica del “punto gordo”, que en Dibujo Técnico siempre garantizaba la tangencia. O el que, descaradamente, llegando desde atrás, se planta entre los primeros, dispuesto a la bronca, sabiendo que en el peor de los casos acabará retrocediendo algunas posiciones, pero encontrando acomodo mucho más delante de lo que le correspondería, pues siempre hay algún flojo que le hace sitio por no discutir…
Muchos animales también tienen cola y no solo con funciones ornamentales. A los peces les sirven en su locomoción, a los gatos para mantener el equilibrio…
La similitud entre una y otra cola es obvia.
Estos días que tanto se habla del virus me preguntaba: ¿Los virus tienen cola?
Otra cuestión, más transcendente aún, es la cola que traerá todo lo que estábamos viviendo, ¿qué surco dejará en nuestras vidas?
Hay quien piensa que cambiarán los estilos de vida, y que en un futuro nos abrazaremos y besaremos menos, como ya pasa en muchos otros países, dejando esos gestos de afecto para el círculo familiar más cercano. Pero hay también quien piensa que se nos acabará olvidando. Algunos dicen que incluso cambiarán algunos hábitos sociales como las terrazas desbordadas de gente en las que la gracia reside en el mogollón.
Yo soy de la opinión de que alguno de los cambios que hemos vivido se nos quedará. Al fin y al cabo, cuando uno descubre que el tiempo tiene unos usos que hasta ahora no habíamos descubierto, y que uno puede entretenerse también sin estar rodeado de una muchedumbre, es luego difícil olvidarlo, como una larga cola.
Otra cuestión es qué conclusiones colectivas sacaremos de todo esto. ¿Cómo de larga será la cola del impacto en nuestra economía? ¿Habrá tal vez negocios que ya nunca más abran, pues varios meses de parón han supuesto un tiro de gracia para un negocio que empezaba a caducar? Y a nivel de gobernanza de nuestro sistema de salud, ¿sacaremos alguna conclusión o simplemente nos conformaremos con defender, como siempre, que lo hemos hecho mejor que nadie? Y, después de entrevistar a todos los científicos del entorno sobre lo sucedido en los medios, ¿nos olvidaremos de ellos nuevamente?
La memoria individual es menos volátil que la colectiva. Cuando uno descubre lo que es una cola brutal esperando horas, ya nunca lo olvida. Al igual que muchas otras experiencias, queda en nuestra memoria. Hay quien dice que la vida, de hecho, no es más que un conjunto de vivencias. Sea como fuere, la memoria individual, aun también fugaz, condiciona nuestro futuro.
Ojalá saquemos algo positivo de todo esto, que ha sido más largo que la cola más larga que nunca habíamos experimentado hasta la fecha.
El artículo original fue publicado en el diario DEIA el 2 de junio de 2020 y puede descargarse desde este enlace, o en PDF desde aquí.