La terca realidad no deja de sorprendernos.
Trump es elegido frente a Clinton, los británicos votan Brexit, los colombianos contra el plan de paz, la presidenta Dilma de Brasil es destituida tras un proceso más que dudoso.
Y esto no es todo.
Sin ir más lejos, el Presidente francés, el socialista Hollande, está en sus horas más bajas. Todo indica que ningún candidato socialista llegará a la segunda vuelta de las presidenciales francesas y que los ciudadanos tendrán que elegir entre el candidato conservador François Fillon y Marine Le Pen. Muchos creen, confían, que en la votación final primará el sentido común, y que quienes habrían votado por el candidato socialista lo harán por el conservador, por convicción republicana, cortando así el paso a una candidata considerada de extrema derecha.
¿Y si no fuera así? ¿Y si también los ciudadanos franceses se sumaran a esa nueva ola euro-americana de rebeldía contra lo que venía siendo políticamente correcto?
Casi nadie cree que esto vaya acontecer en esta ocasión. Pero nadie se atreve a excluir ese escenario en futuras citas electorales.
Hay numerosos indicadores que señalan que la luz roja pueda estar a punto de encenderse en muchos otros lugares.
Se constata que los ciudadanos están desarrollando cierta tendencia a votar lo hasta ahora considerado imposible. Y a este fenómeno se le añade un segundo elemento, novedoso sociológicamente: Los sondeos de opinión previos a las votaciones no están captando bien la verdadera intención del voto.
Ante lo que parece ser una ola invisible que cuestiona aquí y allí la serena y saludable tendencia a una alternancia previsible y sin sobresaltos, las lecturas son múltiples.
¿Por qué los sondeos no aciertan?
No es que la Estadística sea una ciencia menos evolucionada ahora que antes, ni mucho menos. Todo lo contrario. Pero la gente se resiste cada vez más a desvelar su verdadera opinión y el sentido de su voto. Al fin y al cabo, muchos pensarán, ¿por qué debo confiar mi intención de voto a un encuestador ya sea humano o cibernético? ¿No es acaso el voto secreto y el del día de las elecciones el único que cuenta?
Sea como fuere, parece que, sorprendentemente, las técnicas de prospección del voto, basadas en una ciencia más perfecta ahora que antes, aciertan hoy menos. Y eso es debido a que se trabaja con datos menos fiables, porque nuestras sociedades ganan en complejidad y los ciudadanos son hoy más reacios que antaño a desvelar su verdadera intención.
La última batalla electoral estadounidense, que ha mostrado su cara más tosca ante las cámaras, se ha desarrollado en gran medida también, en el menos visible campo de los datos. De ahí que Trump manifestara más de una vez en campaña que las encuestas que se empeñaban en darle por perdedor no reflejaban la realidad. Él disponía de sus propias estadísticas, obtenidas por los laboratorios más avanzados en la ciencia de los datos, que extraían su valiosa materia prima, a través de las herramientas más sofisticadas de analítica y minerda fue en la industria pesada. Día de datos, de las redes sociales en las que, a su vez, es más fácil influir de manera masiva e instantánea con mensajes de diseño.
Y es que, hoy en día, en efecto, la gente muestra su verdadera intención, opinión y personalidad de manera más transparente ante la pantalla de plasma del teléfono móvil, en foros sociales más o menos indiscretos, que frente a un encuestador de quien desconfía simplemente por el hecho de que le pregunten.
Dando por buena esta explicación, sin duda simplista, de por qué los sondeos últimamente no acaban de acertar, cabe preguntarse por el movimiento telúrico, de fondo.
¿Tal vez se trate de manifestaciones epidérmicas de algo mucho más profundo que agita los cimientos de nuestra civilización? ¿Por qué la gente elige precisamente lo contrario de lo que creíamos más previsible o razonable?
Los universitarios vivimos este período en doble contradicción. Nuestro trabajo de investigación desarrollado durante décadas, siguiendo el puro instinto científico, ha permitido generar nuevas herramientas, combinando Matemáticas, Estadística, Informática y Ciencias Sociales, más fiables a la hora de tomar el pulso social. Pero si nos hubiesen preguntado sobre el resultado electoral previsible, habríamos respondido casi de manera unánime y sistemática lo contrario de lo que ha ocurrido, errando, habiéndonos inclinado por la opción “más razonable”, que no hace más que reflejar nuestra propia preferencia. Es por eso que las herramientas de prospectiva han de basarse en datos fiables, algoritmos avanzados, y en las predicciones del ordenador, y no tanto de las personas, que corren el riesgo de “contaminar” los resultados con su propia opinión.
Una de las conclusiones que se ha propagado en EEUU a la hora de explicar el triunfo de Trump es que hay un sector mayoritario de la sociedad con formación más bien escasa y que cada vez desconfas.ts e se tas dosis de tent avía más de las élites socio-económicas que se van pasando el testigo del poder elección tras elección. Tal vez por eso los foros académicos, minoritarios siempre, sean muestras poco representativas de la auténtica tendencia electoral.
Todo esto cuestiona el modo tradicional de desempeñar el oficio de la política y podría incluso suponer el abandono de esta profesión de algunos de los más sobresalientes exponentes. De hecho, si mirásemos atrás a nuestro alrededor, veríamos que esto ha venido ocurriendo ya durante un tiempo en que nuestra política ha perdido a algunas de las mentes más lúcidas.
Lo mismo ha ocurrido en el ámbito académico en lo que ha venido llamándose la fuga de talento.
Tal vez haya llegado el momento de la reconversión también en el ámbito de la política, como en su día lo fue en la industria pesada. Resulta difícil olvidar aquella época gris en que los trabajadores defendían sus puestos de trabajo en batallas callejeras, en un cuerpo a cuerpo desesperado y casi inútil. Hoy los lances son mucho más sutiles pero no menos cruentos e invaden otros campos, como el académico o el político.
Los tiempos han cambiado. Los ciudadanos ya no expresan tan abiertamente como antes lo que realmente anhelan, los proyectos políticos son menos firmes, a la vez que más adaptativos, ante una realidad social más elástica, y la línea del horizonte parece alejarse cada vez más, empujada por un sutil viento, invisible pero poderoso. Todo eso deja espacio para que nuevos proyectos construidos sólo para ganar tengan más opciones de prosperar.
Cuando llega el momento de las urnas los ciudadanos se dividen entre los que votan mayormente en función de lo que poseen en términos de bienestar, empleo, seguridad, etc. para preservarlo, y quienes lo hacen pensando en todo lo que pudo ser y no fue, de lo que podría hacerse y no se ambiciona. Hay pues espacio para las propuestas más conservadoras y para las más idealistas, pero también para las más oportunistas.
La política del futuro habrá de realizar una síntesis de ambas aproximaciones para ofrecer propuestas que aseguren un progreso neto, visible y sostenible. Se trata en definitiva de abrazar el futuro desde una posición firme, afincada en un presente objetivo y con una visión sólidamente inspirada en lo heredado del pasado, para así avanzar, alejando propuestas que pueden acabar resultando involutivas.
No es un ejercicio sencillo, sin duda. Pero el recurso fácil a la descalificación (populismo, demagogia, falta de realismo,…) resulta insuficiente. El mundo está cambiando. El juego ha dejado de regirse por lo convencional. Lo que hasta ahora era políticamente incorrecto ha conquistado ya algunas de las más altas cumbres del poder y los meros calificativos no ahuyentan los fantasmas, que van tomando cuerpo y forma.
En esta era de la rebelión de los datos, sólo cabe un ejercicio de la política renovado, más cuidadoso y responsable, que acierte a contribuir a que la sociedad camine hacia el futuro, con realismo y sin despistes.
El artículo original fue publicado en el Semanario 7K el 5 de febrero de 2017, y puede descargarse en PDF desde este enlace.