Vivimos rodeados de artilugios e inventos fantásticos que hacen posible el modo en que vivimos, pasando desapercibidos. El espejo es uno de ellos, proporcionando imágenes planas de las figuras tridimensionales de nuestro mundo.
Pero no hay espejo capaz de proyectar con fidelidad la compleja realidad social en que nos insertamos. Las numerosas aproximaciones y opiniones sobre las cuestiones que nos incumben hacen imposible que un único y mágico espejo emita una imagen nítida global. Y en ausencia de él, los datos y la estadística se alían para capturar reflejos fiables de las diferentes facetas de nuestra sociedad.
De ese modo, hoy en día, casi todo está cuantificado y ordenado en listados y rankings. Los países están clasificados según su número de habitantes, renta per cápita o medallero olímpico o, incluso, a través de la medición de conceptos más intangibles como el progreso, la innovación o el bienestar.
También existen herramientas que miden el grado de salud de cada sistema educativo. Cada año conocemos los resultados de la encuesta PISA, que siempre nos deja en el comprometido lugar de las regiones y países que no están mal pero que han de mejorar. Algo parecido ocurre con las universidades, que se ordenan según diversos rankings, entre los cuales el denominado “de Shanghái” es el más popular y de mayor impacto mediático.
La novedad de los resultados de 2017, publicados en el pasado mes de agosto, es que, contrariamente a lo que venía ocurriendo en los últimos años, ninguna universidad española aparece entre las 200 mejores del mundo.
Fijarse en las doscientas mejores no deja de ser una elección arbitraria y, de hecho, toda clasificación lo es. ¿Por qué mirar las doscientas mejores y no fijarse solo en las diez o en las cien primeras, por ejemplo?
Una primera razón es que formar parte del club de los top-10 o incluso de las top-100 se antoja hoy imposible para nuestras universidades.
Si nos quedáramos solo con las 10 primeras no habría espacio más que para las mejores instituciones estadounidenses y del Reino Unido. Al ampliar la lista a veinte, se incorpora Suiza. Al extenderla a las 100 primeras, ya vemos un total de 19 países; y 26 entre las 200 de cabeza.
Pero en la más reciente clasificación España no forma parte de esa selección de 26 países con una universidad entre las 200 mejores, en la que sí entra Portugal, gracias a la Universidad de Lisboa. Y ese dato ha sido objeto de apasionados comentarios en prensa, pues ya sabe que las comparaciones son casi siempre odiosas.
¿Qué le está pasando a la universidad española?
Hace cuarenta años, cuando, con la democracia, la universidad española emprendió el camino de la normalización, la autonomía y la modernidad, la mayoría pensábamos que era solo cuestión de trabajo y tiempo y que, a nuestro ritmo, de acuerdo a nuestras propias costumbres y modelo, nuestras instituciones irían subiendo para ocupar lugares destacados. No ha llegado a ser así y las estadísticas indican que en los últimos años la tendencia se ha invertido y ha emprendido el camino del descenso.
Ante esta realidad se constatan varias reacciones, actitudes y respuestas. Hay quien piensa que España nunca ha sido líder en universidades y que nunca lo será y que eso no es relevante pues, a pesar de todo, aquí se vive fantásticamente. Otros opinan que la culpa de todo ello es de algún gobierno presente o pretérito, estatal o autonómico, de un color o de otro, de algún ministro, consejero, presidente o rector con falta de visión. Están quienes dicen que es por falta de inversión, de recursos. Unos aluden a problemas estructurales, sin concretar, como si el hormigón de los edificios de nuestros campus fuese el lastre. Otros apuntan a que hace falta más tiempo, sin precisar cuánto. Desde algunos sectores se afirma que en realidad hay que mirar las 500 primeras, y no quedarse solo con 200. De hecho, en esas 500 hay 11 instituciones españolas, una menos que en 2016. Pero ni siquiera llegan al 20% del número total de nuestras universidades y el posicionamiento medio en ese segmento tiende a decrecer. El listado de Shanghái este año se ha ampliado a 800, en clara señal del éxito del ranking y clara prueba de que a todo el mundo le gusta salir en la foto, aunque sea atrás y de puntillas. Eso aumenta las opciones de que las universidades españolas entren en el ranking, pero con pocas posibilidades de escalar hacia la cumbre.
Algunos consideran también que el ranking de Shanghái se fija en exceso en la investigación, en Premios Nobel o en Medallas Fields, que no tenemos, y que, por tanto, no está bien adaptado a nuestra idiosincrasia y que eso no debe cuestionar la calidad de nuestra enseñanza. Y hay quien, sin más, presume con sano patriotismo de que nuestras universidades son las mejores. ¡Ya vale de agoreros!
Casi nadie menciona ya lo que buena parte de los que han dedicado su vida a la universidad perciben como característica más indiscutible de las nuestras y una de las causas principales de que, por mucho que chapoteemos, tengamos serias dificultades en flotar: los mecanismos de selección y contratación del profesorado.
Simplificando, podría decirse que hay dos tipos de universidades en el mundo. Las que intentan atraer a los mejores profesionales y las que, todo lo contrario, publican sus vacantes con perfiles muy cerrados, en algún boletín que casi nadie lee, con unos plazos imposibles y unos requerimientos y tribunales que casi siempre dejan entrever el ADN del destinatario final del puesto.
Pues bien, siguiendo con la simplificación, podría decirse que las primeras suelen tener tendencia a subir en los rankings, mientras que las segundas, en el medio y largo plazo, a duras penas mantienen posiciones o descienden. Es lo que se ha venido llamando “endogamia” en el argot universitario español, empleando un concepto que en biología se refiere al cruce de individuos de la misma especie, aunque en nuestro caso más que de “cruce” se debería hablar de “inoculación”.
El tema empieza a no pintar bien. Ninguna de las reformas que se han intentado ha surtido efecto. Y empieza ya a imperar la opinión de que tenemos las universidades que nuestra sociología demanda y que el que quiera o pretenda otra cosa puede muy bien emigrar para irse a una de esas universidades de las 200 mejores o, si puede, a la número 1, lugar que siempre ocupa la Universidad de Harvard, en EE.UU., y en la que no falta alguno de los nuestros.
De hecho, el espejo dice que la realidad de nuestras universidades es bastante uniforme y que resiste perfectamente los hechos diferenciales regionalistas y nacionalistas. Eso sí, lejos del pódium.
Algunos dicen que el problema global no tiene remedio y es por eso que se proponen soluciones autonómicas. Pero, desafortunadamente, se constata que con más recursos y normativas más flexibles se acaba incidiendo en las mismas dinámicas, solo que con más desparpajo, acentuándolas.
Una cosa es segura, el espejo de Shanghái dice que, en conjunto, no vamos bien. Al contrario que las hormigas rojas “de fuego” que en las recientes inundaciones de Houston se unían y abrazaban en grandes conglomerados para flotar y sobrevivir, parece que aquí jugamos al deporte estival de las aguadillas.
Una generación de profesores pioneros que ahora alcanzan la jubilación ha dedicado a esta apasionante profesión cuarenta años largos de su vida y carrera con la noble ambición de la homologación internacional de nuestras instituciones. Se ha avanzado mucho, sí, pero no en la medida del ingente esfuerzo realizado y es difícil de aceptar, tras tanto esfuerzo, que emprendamos el descenso.
Otros cuarenta años no cambiarán sustancialmente la tendencia si los marcos normativos no se modifican y se destierran las dinámicas que empujan al exilio, voluntario o no, a los que buscan la excelencia.
Al final, el espejo, esa fina placa de vidrio revestida de una leve capa de aluminio en su dorso, siempre devuelve una imagen fiel de lo que somos.
El texto original fue publicado en el diario DEIA el Viernes, 27 de octubre de 2017 y puede leerse en este enlace o descargarse desde aquí en PDF.