“Hasta el infinito y más allá” suele decir el valiente, fortachón y simpático Buzz Lightyear, uno de los protagonistas de la película de animación Toy Story.
Es una frase que uno sólo puede pronunciar con convencimiento cuando es niño, personaje de cómic o, de adulto, en algún momento puntual de euforia pasajera, pues pronto aprendemos que en la vida hay pocas cosas infinitas o tal vez ninguna.
De niños descubrimos que la vida es finita ya sea por la muerte de una mascota, de un miembro de la familia o de algún personaje famoso que no conocemos pero importante en nuestro pequeño universo. Recuerdo la preocupación que me produjo la muerte de Walt Disney en 1966. “No habrá más dibujos animados ni tebeos con sus personajes” pensé.
Y en realidad todo tiene necesariamente un horizonte finito pues nuestra propia vida tiene los días contados, pocos o muchos. A pesar de ello, tenemos una clara intuición del infinito con el que convivimos en diversos ámbitos.
Hay un infinito filosófico y místico. En la tradición cristiana, por ejemplo, después de esta vida hay otra que es eterna, infinita y en la que debemos creer, tener fe. Debemos así intentar ser buenos para que lleguemos a la nueva vida sin fin del más allá con pocas cuentas pendientes, pues cada una de ellas habrá de ser purgada y, a poco que el castigo o penitencia sea doloroso, al durar toda la eternidad, su peso se nos hará insoportable.
El infinito puede tener distintos colores; rojo como el infierno, azul como el cielo, o gris como el purgatorio, pero siempre es ilimitado.
El Dios de nuestra tradición cristiana es también una representación de ese infinito. Diríamos que es una encarnación del infinito si no fuese porque es incorpóreo. Dios tiene infinitos poderes y bondad y vela por el orden dentro del caos en el que nos vemos envueltos, pues el Planeta Tierra no deja de ser un enorme y desorganizado hormiguero.
La necesidad de transcendencia, de dar a la vida humana una perspectiva de duración infinita, más allá de lo que conocemos en nuestra experiencia sobre este planeta, es un elemento recurrente en todas las civilizaciones. Ya nuestros clásicos filósofos griegos, Aristóteles, Platón, Pitágoras, concibieron la necesidad del infinito y analizaron sus posibles formas y las consecuencias que tendría y contradicciones que generaría la aceptación de su existencia. Pasaron más de dos mil años más hasta que tan profunda cuestión quedó bien cimentada.
Pero hay también infinitos más cotidianos que se nos presentan en el día a día. Por ejemplo, la línea del horizonte en la que se encuentran el cielo y el mar nos parece que está en el infinito. Por mucho que nademos o volemos hacia ella nunca la alcanzaremos, siempre estará más allá. Y esa es precisamente otra de la características principales del infinito, es inalcanzable.
Infinito puede también ser el amor que una persona experimente hacia otra, hasta el punto de preferir sacrificar su propia vida a experimentar la pérdida de la de la otra.
Puede que el universo sea también infinito, pues vivimos en la Tierra, en el sistema solar, dentro de la galaxia de la Vía Láctea, que no es más que una entre otras muchas. Pero, ¿de dónde cuelga toda esa construcción? ¿dónde está clavada la chincheta que lo sujeta? Todo sería más fácil si el espacio fuese infinito pues entonces no tendríamos que preocuparnos de donde colocamos su principio ni su final.
El infinito es también uno de los conceptos centrales de las Matemáticas y en ellas hay numerosas paradojas que lo evocan, alguna incluso no exenta de moraleja.
Es el caso de la famosa tortuga perezosa que experimentó su propio infinito. Tenía que visitar a su familia que vivía a una distancia de un kilómetro. Pero era tan perezosa que el primer día sólo hizo la mitad del camino, medio kilómetro, el segundo día la mitad del recorrido que le faltaba por hacer, es decir un cuarto del camino total, el tercero un octavo pues era la mitad del cuarto que le quedaba por recorrer. Y así siguió un día tras otro hasta que se dio cuenta de que con ese plan de viaje nunca llegaría a su destino, pues siempre le faltaría por andar la mitad del día anterior y el doble del siguiente. Había conseguido que una distancia finita se convirtiera en infinita, imposible de alcanzar, como consecuencia de su infinita pereza.
El infinito es obligado y ubicuo en Matemáticas, en efecto.
El ser humano inventó los números para contar y medir: baga, biga, higa, … (uno, dos, tres,…), lo cual era indispensable para el comercio, para construir y organizar ciudades,… Y al hacerlo abrió la caja de Pandora, y del mismo modo que Pandora liberó al hacerlo todos los males conservando dentro sólo la esperanza, los números acarrearon un sinfín de preguntas, algunas diabólicamente complicadas.
Hace apenas 20 años que pudimos dar con la prueba del Teorema de Fermat. Pierre de Fermat (1601 – 1665) escribió en el margen de un libro “…es imposible encontrar la forma de convertir cualquier potencia más alta que el cuadrado, en la suma de dos potencias de la misma clase…” y mantuvo ocupada a la comunidad matemática hasta que Andrew Wiles dio con la prueba en 1995. Otras cuestiones básicas sobre las propiedades de los números aún siguen pendientes de ser dilucidadas. Por ejemplo, la conjetura de Golbach (Christian Golbach (1690 – 1764)) permanece aún abierta a pesar de la simplicidad de su enunciado: “Todo número par mayor que 2 es suma de dos números primos”, del mismo modo que 8 = 3+5. Lo mismo ocurre con la conjetura de Beal de la que los periódicos se hacían eco hace poco pues el Sr. Andrew Beal, rico banquero tejano, ofrece por su resolución un millón de dólares. El problema que él mismo formuló en 1997 se resiste y el Sr. Beal se empieza a impacientar.
El infinito matemático tuvo como misión cerrar la caja de Pandora de los números pues, no importa como de grande sea el número, siempre hay uno mayor. Sólo el infinito puede superar y dominar a todos los números.
Hoy, tras los trabajos desarrollados en el siglo XIX para formalizar una teoría de conjuntos completa, que diese fundamento definitivo a las Matemáticas, sabemos que hay muchos infinitos, y que unos son más grandes que otros. Buzz Lightyear tenía razón: Hay siempre un más allá después del infinito, otro infinito más grande.
Ciencia, Mística y vida cotidiana se encuentran en el punto común del infinito que se representa con un símbolo que se parece a un ocho tumbado que se abraza a sí mismo, cubriéndolo todo, empleado por primera vez por John Wallis (1616-1703), inspirándose en la forma de la curva “lemniscata” introducida por Jacob Bernoulli (1655-1705), del latín lemniscus, que significa “cinta colgante”.
El infinito es ubicuo, está en todas partes. Milan Kundera lo evocó de manera infinitamente simple y bella: “Quien busque el infinito que cierre los ojos”.