“Tiene memoria de elefante” se suele decir de quien es capaz de recordar detalles que a los demás se nos escapan. Aunque a todos nos gustaría tener esa gran capacidad de recordar, la mayoría nos solemos tener que conformar con una memoria normalita y sobrevivir a los malos ratos que los involuntarios olvidos nos hacen pasar.
Hace poco, en el aeropuerto de Marrakech, vi un joven de origen asiático, postrado, atribulado, con su mochila como única compañía. Me explicó que era Malasio y que había viajado con su novia, por toda Europa. Su última etapa era Marrakech pero, habiéndose acostumbrado a cruzar fronteras europeas sin que nadie les pidiera más que el pasaporte, olvidó comprobar si Marruecos exigía visado. Para ellos no era evidente que las reglas de inmigración tuviesen que cambiar por atravesar un estrecho de Gibraltar casi invisible en el mapamundi. Para animarlo le di la razón diciéndole que, de hecho, si su destino hubiese sido Ceuta o Melilla, posiblemente, no habrían tenido ese problema, al tratarse de suelo europeo en continente africano. Su novia, con pasaporte de Hong Kong, sí que había podido pasar la frontera. Ahora les separaba una frontera casi invisible y una rígida legislación vigente, no siempre del todo comprensible.
Un pequeño olvido de consecuencias importantes, como ocurre con frecuencia.
Conviene pues recordar lo esencial, se tenga memoria de elefante o no. Recordar, memorizar, ayuda a poner un poco de orden en la vida, y viceversa, pues también el orden ayuda a recordar.
A pesar de que la expresión esté consolidada, no está claro, por paradójico que pueda resultar, que los elefantes tengan “memoria de elefante”.
Todavía hoy la memoria del elefante, su inteligencia y otros aspectos de su comportamiento social, son objeto de estudio y debate científico. Lo que sí tienen, seguro, es un cerebro enorme, de unos cinco kilos de peso.
La mayoría, que sabemos poco de este rey de los mamíferos herbívoros, nos conformamos con considerar que es merecedor de cariño y simpatía.
En efecto, al ser peguntados, casi todos los niños mencionan al elefante entre sus animales preferidos. La profusa presencia del paquidermo en películas y dibujos animados ayuda a ello. El famoso Dumbo, que vivió el ridículo de unas orejas excesivas hasta que se dio cuenta de que estas le permitían volar o “Tantor”, el elefante de Tarzán, son algunos de los más conocidos. La danza de los elefantes del “Libro de la Selva” resulta también inolvidable, como lo es el elefante que se comió la boa del Principito.
Tal es el éxito del noble y enorme animal que, cuando los grandes estudios de películas de animación han abordado la historia natural, como en “La edad de hielo”, han elegido también al ancestro del elefante, el mamut lanudo y desaliñado “Manny”, como uno de sus protagonistas.
Algunos de los ejemplares más singulares de carne y hueso han hecho también historia. “Jumbo”, por ejemplo, que sirve para denominar prácticamente cualquier cosa que sea grande, ya sea cama, bocadillo o avión, fue el nombre de un ejemplar enorme, cazado en 1869 en Etiopía y que vivió cierto tiempo en el Zoo de Londres donde alcanzó notoriedad.
Pero a pesar del afecto que inspira, el elefante vive tiempos difíciles. Tanto en África como en Asia su hábitat disminuye en favor de explotaciones agrarias intensivas, mientras que la caza furtiva continua. Cuesta creer que, a estas alturas, el sentido común, la humanidad, el instinto de preservar el planeta, no se haya impuesto.
Así y todo, a pesar de nuestro irrespetuoso comportamiento hacia la naturaleza, los humanos nos identificamos con el elefante por muchas razones. Aunque son mucho más grandes, tienen miedo a los ratones, igual que nosotros. Reconocen a los de su manada también como nosotros reconocemos a los nuestros. Ellos braman como nosotros gritamos, ya sea de alegría o de desesperación.
Pero ellos tienen también capacidades de las que carecemos. Con sus patas perciben las vibraciones que, a baja frecuencia, se propagan por el suelo pudiendo así “oír” lo que ocurre a diez kilómetros de distancia. Y su ágil trompa, que sirve también de tobogán a los niños que se puedan atrever a montar en el gigantesco animal, es uno de sus distintivos, junto con los colmillos, vestigios de eras remotas.
Pero a pesar de las ostensibles diferencias, hay comportamientos que nos asemejan. Ver cómo un elefante zarandea con su trompa a la cría muerta en un último intento de retornarle vida, antes de resignarse, renunciar, y volver atrás en el camino, es lo más parecido a la desesperación que percibimos en televisión cuando una madre corre con su hijo ensangrentado en brazos, víctima de un bombardeo injusto.
Lo que realmente resulta difícil de explicar y no dice nada a favor de nosotros los humanos, es por qué el dolor del elefante nos conmueve a veces más que el de otro miembro de nuestra propia especie.
La memoria del elefante es aún una incógnita y la nuestra, gran pero traviesa aliada, lo es también. En ella se ceban nuevas enfermedades como el Alzheimer, cada vez presente a más temprana edad. El diagnóstico precoz es la mejor arma para combatirlo pero no siempre fácil: ¿cuándo esos pequeños olvidos cotidianos han de ser considerados síntomas de una posible patología neurológica?
La memoria individual, grande o pequeña, adquiere forma en la colectiva y ésta se conforma como unión de todas ellas.
Los vascos somos de memoria furtiva. Nuestra lengua, el euskera, se pierde siempre en primera o segunda generación fuera de nuestro territorio y, aunque parte de nuestra diáspora se mantiene cohesionada, la mayoría de los descendientes de vascos viven dispersos, con un recuerdo remoto y vago de sus orígenes.
En estos años, los que aún vivimos aquí, estamos ocupados en conformar una memoria clara del violento pasado que hemos protagonizado y vivido. El tema es objeto de debate, lejos del consenso. Ni siquiera hay unanimidad a la hora de definir la fecha de inicio de estas andanzas bélicas, que muchos identifican con la de la Guerra Civil y que otros datan mucho más tarde, cuando los hijos de algunos de los que la perdieron decidieron empuñar de nuevo las armas.
Tal es la divergencia de puntos de vista que podría incluso parecer que el sufrimiento pudiese ser muy distinto aquí o allí, para unos y para otros cuando, posiblemente, lo que más nos une como humanos es precisamente el modo tan análogo en el que la pérdida de los nuestros nos desgarra, igual que al elefante.
Una sociedad debilitada tras tantos años de enfrentamientos, con un futuro incierto, con una demografía a la baja, y una economía fatigada, precisa acordar un espacio de memoria compartida, que habrá de ser grande, demasiado grande tal vez, para un pueblo tan pequeño.
La dificultad reside en que el sufrimiento, aunque sea reconocido, compartido, no es un sentimiento plano que se distribuye por igual en toda la población. Ser víctima es una experiencia individual, intransferible, que difícilmente se cura, que sólo puede compartirse realmente con los más cercanos, pues necesita del contacto físico, del abrazo, del olor del salitre de las lágrimas.
Es por eso que es tan difícil, casi imposible, buscar una expresión abstracta y simbolizar la memoria del sufrimiento.
La foto del sufrimiento no es el de una escultura de formas armoniosas, sino la de una multitud apavorada. Tal vez por eso el Gernika de Picasso se haya convertido en símbolo universal del horror de la guerra. Ese gran lienzo lo representa en una superposición de apariencia desordenada de rostros desencajados..
Tal vez el Gernika siga siendo el mejor templo y símbolo para albergar la memoria vasca, que necesitaría de un cerebro de elefante que no cabría en nuestro diminuto cuerpo de libélula.
¿Estará algún día entre nosotros?
El artículo original publicado en Zazpika el 5 de Abril de 2015 puede leerse en este enlace: Memoria de elefante en cuerpo de libélula