No sé bien cuál es el origen de los txokos, de las sociedades, como decimos en Éibar, refiriéndonos a las tradicionales sociedades gastronómicas. Pero son una buena idea. Sin duda, aún han de evolucionar de manera sustancial hacia la igualdad de género plena. Pero la motivación de partida es excelente: compartir cocina, mesa y tertulia, y así socializar.
No soy socio de ninguno. No lo fueron en mi casa, de manera que no heredé ninguna participación, ni tampoco se ha dado una ocasión clara en mi entorno de entrar a formar parte de uno de ellos. Tal vez haya pasado demasiado poco tiempo en esta tierra, con frecuencia a mi pesar, para que la oportunidad se presentara.
Afortunadamente, una de las virtudes de los txokos es que, incluso los que no somos socios, tenemos la oportunidad de disfrutar de su encanto siempre que vayamos invitados por uno de sus miembros. De ese modo, como muchos, suelo tener la oportunidad de acudir un par de veces al año a una cena de cuadrilla en alguno de ellos. Eso ocurre, normalmente, coincidiendo con los solsticios de invierno y de verano. Alguna de esas veladas suele ser memorable.
Son ocasiones que invitan a la conversación y, tal vez, a un nivel de apertura mayor del que estamos acostumbrados habitualmente, en lo que es un cierto hermetismo social generalizado en lo referente a lo que realmente nos importa, muy típico en esta tierra.
La última cena dio lugar a una larga conversación entre seria y vacilona que, dado el momento que vivimos, viró pronto hacia la política. Decidí en esta ocasión deleitarme escuchando, observando.
Lo que allí oí me dio mucho que pensar. Tal vez, hasta cierto punto, sea bastante representativo de cómo piensa una generación de vascos que aún se siente joven aunque evidentemente ya no lo es.
Fue un placer observar uno a uno a esos entrañables amigos a los que conozco desde hace muchísimo tiempo. Cada uno conserva casi intacto los rasgos distintivos de su personalidad, que ya estaban presentes en su niñez y que, en gran medida, debían venir ya registrados en su genética, pues cuando los conocí no estaban aún plenamente educados y formados.
Hubo quien apenas dijo nada que pudiera desvelar y hacer intuir el sentido último de su inclinación política. Tal vez tampoco tengan opiniones muy firmes. Posiblemente no sea un tema que les interese y resuelvan la cuestión, sin darle mayor transcendencia, votando con espíritu pragmático, más que por pasión o ideología, cuando toca.
La mayoría sí que se expresó abiertamente, aunque alguno de manera muy escueta, y parecían firmes en sus convicciones. Creo que nada cambiará mucho en sus opiniones hasta la última cena. En gran medida es de celebrar que así sea pues el que cada uno preserve su personalidad de origen casi intacta es lo que nos hace sentirnos cercanos para siempre, aunque sea un espejismo.
Los que han sufrido más dificultades en forma de paro, o empleo precario, por ejemplo, fueron especialmente críticos con nuestra clase política. No es de extrañar. Estos se permitieron pocas digresiones sobre lo que fue el tema central de la conversación, el nacionalismo y su evolución, pues su vida en los últimos años ha estado muy condicionada por el día a día.
Uno de ellos, que apenas ha variado su posición desde la adolescencia, insistió en que el futuro de este país se jugará en el terreno de la lengua. Ya lo dijo cuando aún éramos adolescentes: “sin euskara no habrá más opción que la de ser una región próspera de la península ibérica”. En esta ocasión insistió en que es eso, ni más ni menos, lo que hemos sido siempre, al menos desde que tenemos uso de razón. Decoró su teoría recordando algunas de esas frases célebres de nuestros intelectuales y escritores de referencia que han hecho y hacen énfasis en la necesidad del uso de la lengua como único garante de una cultura, indispensable para todo tipo de construcción política.
Fue rápidamente contestado por quien siempre se mostró más crítico con el nacionalismo, declarándose firme internacionalista. Nos recordó lo dicho en la reciente tertulia que compartieron Fernando Savater y Jon Juaristi en el Instituto Cervantes de Madrid, con ocasión de la entrega del Premio Antonio Sancha de los libreros madrileños al primero, en el que sostuvieron la necesidad de que el concepto de ciudadanía articule la sociedad, dejando de un lado a entelequias tales como pueblo o nación, siendo la lengua compartida, en aquel caso la española, la que habrá de determinar los contornos de la comunidad ciudadana.
Me pareció que en el fondo ambos estaban plenamente de acuerdo, habiendo identificado la lengua como elemento clave de la definición de la nación de ciudadanos a la que cada uno se siente pertenecer.
Poco a poco emergió la idea de que existen tres aproximaciones al nacionalismo: la económica, la política, y la cultural.
El nacionalismo cultural es precisamente aquel que se articula en torno a la lengua.
El nacionalismo político articula su acción en torno a la acumulación de poder y derechos.
El nacionalismo económico, por último, fue identificado como protagonista del reciente debate actual sobre el Concierto Económico y el Cupo. Esa última variante fue la más discutida pues, como alguno señaló, hoy se aglutinan en torno a la defensa de esas singularidades económicas y fiscales también quienes no se identifican de modo alguno con ninguna forma de movimiento nacionalista, pretendiendo simplemente vivir aquí, hacerlo mejor y con más recursos. Pero nadie dio con un mejor término para ese concepto. Alguno apuntó al regionalismo económico, pero pronto fue acallado, con varios gin tonics en alto, pues esa terminología fue considerada peyorativa.
Eso último es algo que me sorprende pues, desde la transición, el regionalismo ha sido posiblemente uno de los motores más importantes del desarrollo y, a pesar de ello, casi nadie quiere identificarse con ese label.
Llegados a ese punto de cierto agotamiento de la conversación, una vez identificados los tres valles que recogen las aguas visibles en superficie del nacionalismo vasco actual, el tema quedó visto para sentencia hasta la próxima cena que debería celebrarse la víspera de San Juan.
Me fui a casa sintiéndome afortunado de tener una cuadrilla así, aunque supongo que todas son parecidas. Sin que nadie nunca estableciera ni guión ni reglas, hemos conseguido mantenernos juntos durante más de cuatro décadas, acoplando las personalidades individuales para esculpir la colectiva.
Pensé que deberíamos hacer un referéndum en la cuadrilla, pues lo que en él surgiera sería posiblemente reflejo de lo que sería el voto imposible del conjunto de la sociedad vasca.
Pensé también que la distancia entre lo que fue nuestra conversación de txoko y la política profesional debe ser tan grande como la que existe entre las discusiones de fútbol del bar y la competición en la élite profesional.
Volviendo a casa me acordé de que cincuenta años atrás, en la ikastola, cuando aún no ocupaba más que unos bajos más propios de un garaje que de una escuela, siempre sentí que las maestras nos trataban con un cariño especial. Ya con una cierta edad entendí que estaba revestido de la esperanza de que, nuestra generación de entonces niños, tuviera tal vez capacidad de cambiar el rumbo del País. Era aún la época en que en el proceso de formación dual de maestra en la ikastola se alternaban períodos de docencia y cárcel. Y las clases, además de los tradicionales contenidos docentes, estaban llenas de pasión. Contrariamente a lo que debían pensar quienes de vez en cuando venían a invitarlas a que visitaran la comisaría, lo más revolucionario que nunca nos dijeron fue que habláramos en euskara en el patio.
Ciertamente estas cenas tiene también la capacidad de despertar las capas más profundas de la memoria.
El artículo fue originalmente publicado el 04/02/2018 en la revista dominical del Diario GARA, 7K y puede encontrarse en este enlace o descargarse desde aquí en PDF.