EUROPA, el fin de ETA, Catalunya y el devenir de nuestros propios indicadores socioeconómicos están haciendo emerger una nueva forma de nacionalismo, el naciorrealismo, que resulta de sustraer al nacionalismo tradicional las dosis excesivas de idealismo, un nacionalismo a la medida de nuestra realidad y al momento.
Esto ha venido ocurriendo desde hace ya algún tiempo, poco a poco, casi sin que nos diéramos cuenta, y hoy resulta un hecho visible.
Es difícil valorar si se trata de la meta final del movimiento nacionalista vasco, o de un trance temporal, en una dinámica que durará al menos, previsiblemente, hasta que la Unión Europea (UE), a lo largo de las próximas décadas, se convierta en un gran estado europeo, con una estructura federal aún por definir y en la que los estados y regiones actuales se redistribuyan responsabilidades, competencias y recursos.
Pero, por el momento, la UE, que no es toda Europa pero sí una parte importantísima del continente, tiene que gestionar el doloroso divorcio del Reino Unido, su secesión pactada en un acuerdo aún no alcanzado.
La Unión no está por tanto para inestabilidades, más allá de las que genera el traumático abandono de los británicos. Tal vez por eso, los intentos de Catalunya de emprender el camino de la independencia de forma pacífica han generado tan poco entusiasmo fuera de nuestras fronteras y han recabado tan escasos apoyos por parte de nuestros socios europeos. Es bien sabido que distintas inestabilidades pueden interactuar y resonar hasta la ruptura, por lo que no está el horno para experimentos.
La dura reacción del Estado ante el intento de secesión, tan apasionadamente aplaudida por unos como severamente criticada por otros, ha dejado claro a qué altura se sitúa el ochomil de la independencia de sus Comunidades Autónomas. El denominado “derecho a decidir” debe estar más a menos en la misma cota.
Sin duda, lo acontecido, y lo que aún ha de ocurrir, ha resultado un baño de fría realidad para los nacionalismos periféricos del Estado.
Mientras, en nuestro Parlamento de Gasteiz, se debate sobre el nuevo Estatuto. Si bien es cierto que parecía que el proceso se venía alargando demasiado, superando toda una legislatura y encarando ya el ecuador de la segunda, ahora se antoja deseable que se prolongue para dar tiempo a integrar toda la nueva fenomenología que estamos viviendo.
Estábamos acostumbrados a que el debate se contaminara con el ruido de las pistolas y eso nos había hecho pensar que, cuando callara el silbido de las balas, sería mucho más fácil hablar de todo. Pero era una visión ingenua. Como pasa con todas las crisis, es mucho más fácil interpretarla cuando ya ha acontecido que preverla antes y ahora ya son numerosos los análisis que nos hacen ver que podríamos y deberíamos haber sabido desde hace mucho que hay cuestiones que no se negocian ni con guante blanco ni con capucha negra, simplemente porque son innegociables.
En ese contexto es pues bueno que el tiempo transcurra, que nuestro Parlamento debata y estudie y que los ciudadanos vayamos atemperando nuestra ideología y expectativas a la realidad que, aunque no es nueva, acabamos de descubrirla al desnudo.
Y podría muy bien ser, en efecto, el momento del naciorrealismo.
En este contexto el debate del Parlamento será particularmente importante y los aspectos técnicos que se negocien especialmente relevantes. Muchos de ellos, a los ciudadanos de a pie, que vivimos la política más o menos como el futbol, con más afición que oficio, nos resultarán excesivamente técnicos, o incluso aburridos, relativos a competencias, financiación etc. Pero no por ello deberíamos de desdeñar su transcendencia.
Y, aunque se tratase de una mejora técnica del Estatuto de Gernika en vigor, nada hace pensar que vaya a ser fácil de conseguir, pues muy bien podría ocurrir que una abrumadora mayoría en Gasteiz resultase insuficiente en Madrid.
Por tanto, nuestros políticos deberán no solo hacer gala de astucia y cintura para negociar aquí un buen acuerdo, sino que además tendrán que desempeñar el papel de expertos realizadores de una película de acción para elegir de manera adecuada el momento en el que se dé el salto, haciendo pública y oficial la nueva propuesta.
Se trata efectivamente de pasar de un tren que discurre con normalidad a otro de mayor velocidad, y de hacerlo en marcha. Habrá pues que elegir bien el momento en que ambos estén en fase de saltar para asegurarnos de no caer en el vacío ni ser arrollados. Tendremos asimismo que garantizar energía y agilidad suficiente para caer bien, no sea que un mal contacto con la arena del foso nos haga perder los metros ganados a la gravedad, como a veces ocurre al saltador de longitud.
El Parlamento deberá realizar una auténtica labor de minería política para buscar, en las cavidades del pensamiento y posición de los diferentes grupos, suficientes galerías que permitan conectar y armar los cimientos de un nuevo consenso más amplio.
Cabe esperar que el naciorrealismo actual facilite que las olas de los partidos de ámbito estatal desemboquen en la orilla de un nuevo pacto, empujados por la volatilidad política de la escena española.
El proceso de redacción del nuevo Estatuto es además participativo y los ciudadanos podemos hacer nuestras aportaciones a través de la web. Sospecho sin embargo que a estas alturas la mayoría piensa, pensamos, que casi todo está dicho, y que solo falta pasar a la fase del hacer.
Mientras, en esta nueva era del naciorrealismo, el día a día, el trabajo sostenido en las diferentes áreas, adquiere especial relevancia.
Hay ámbitos en los que podemos ser optimistas: vivimos en paz, en una economía sin duda más próspera que la de nuestros vecinos del sur, nuestra imagen internacional es buena, etc. Hay, sin embargo, otros indicadores, en educación y en ciencia en particular, en los que los asteriscos nos interpelan.
El euskera sigue viviendo en una situación paradójica, más aprendido que usado. Cabe, a pesar de ello, hacer una lectura positiva del hecho de que las nuevas generaciones, aunque no hayan adquirido un nivel de competencia suficiente para un uso cotidiano fluido de la lengua, sí dispongan de conocimientos básicos para la comunicación coloquial y para acompañar a sus hijos en los estudios. Sin duda, estamos mejor que décadas atrás.
Por otra parte, una vez más, el prestigioso ranking QS World University Rankings, de la compañía británica Quacquarelli Symonds, acerca de las universidades de todo el mundo, da la espalda a nuestras instituciones de enseñanza superior, salvo a la Universidad de Navarra. Y la rotundidad de los resultados hace que sea difícil relativizar.
Algo nos debe estar pasando a los vascos para que, con una inversión muy superior al resto del Estado, y una gran autonomía para el desarrollo de nuestras políticas universitarias y de investigación, nos veamos, un año más, hundidos en la cola de las clasificaciones.
Hay quien ya ha hecho su diagnóstico. El experto Xavier Marcet, por ejemplo, en un artículo reciente con título Universidad y autoexigencia, dice así: “La mediocridad en la universidad es una decisión colectiva cómoda. Por el contrario, afrontar la nueva complejidad es emprender una ruta de gran autoexigencia colectiva. Sin autoexigencia no hay adaptación”.
En nuestra mano está, con Estatuto viejo o con el nuevo. La acción autoexigente colectiva podría muy bien ser una prioridad para el emergente movimiento naciorrealista.
Pero, ciertamente, es difícil ser autoexigente cuando el sol anuncia una inminente primavera en nuestras costas, laderas y cuidadas ciudades. Hay quien piensa que esas guerras, como la del QS, son para los pueblos que tienen aún algo que demostrar.
Fue el filósofo y ensayista francés Michel de Montaigne (1533-1592), descendiente de judeoconversos aragoneses, quien dijo: “Sé muy bien de qué estoy escapando, pero no qué es lo que estoy buscando”.
No cabe duda, sabemos de lo que escapamos. Ahora basta que identifiquemos lo que buscamos.
El artículo original fue publicado en el diario DEIA el 23 de marzo de 2018 y puede descargarse en PDF desde este enlace.