Durante las negociaciones y debate de investidura, infructuosas por el momento, hemos escuchado por parte de algunos políticos repetidas llamadas a la responsabilidad de los otros. El argumento esencial era y es el principio de las tres P’s, del P3 = PPP = Patria + Partido + Persona, que establece el orden de prioridades, anteponiendo el interés general al particular.
Pero el término patria todavía se esquiva en el discurso político español, aunque cada vez menos. Ahora que hay ya partidos con representación parlamentaria que se proclaman orgullosos defensores de una Patria, con P mayúscula, sin complejos, los demás, poco a poco, se van deslizando en el resbaladizo plano de la semántica.
Son diversas las razones para haber huido tradicionalmente del concepto y término de patria.
Hasta ahora era una palabra propia de los nacionalismos periféricos, del punible separatismo, y un término evitado en los ámbitos más progresistas pues, consciente o inconscientemente, venía asociado al simbolismo del viejo régimen. Ahora se habla ya de patriotismo, con naturalidad, pero con la apostilla de constitucional, para distinguirlo del que podría tener la sospecha de ser pre o pos-constitucional.
Se trata, además, de un concepto ambiguo pues puede referirse a la tierra natal o adoptiva, a la que se puede estar ligado de muy diversas maneras, por lazos familiares, afectivos o culturales, sin que eso presuponga una realidad geopolítica.
Por todo ello, en la más reciente cultura política española, al patriotismo se le ha venido denominando “sentido de estado”, un concepto mucho más preciso, pues presupone lealtad y compromiso hacia el estado, en su integridad, incluyendo su orden legal y constitucional, sus fronteras y sus estructuras de poder.
El sentido de estado se considera loable, en la medida en que es prueba de lealtad a un bien común, superior, mientras que el patriotismo es sospechoso, por su asimilación con los movimientos nacionalistas periféricos. El sentido de estado tiene la ventaja de no precisar de ser explícitamente patriótico pues responde a una realidad geográfica, cultural, sociológica, geopolítica y jurídica plenamente consolidada y reconocida internacionalmente.
Las palabras y términos, sin embargo, destilan un aroma que no necesariamente coincide con el significado del diccionario. Y en cada cerebro dejan una huella distinta, dependiendo de los contextos y los momentos en los que han sido escuchadas. Por ello para muchos el término de “sentido de estado” proyecta una sospechosa sombra de predisposición a y/o exigencia para asumir los aspectos menos confesables de dicho estado. Si, como se insinúa implícitamente, el auténtico sentido de estado ha de ser incondicional, resulta ser poco compatible con los espíritus libres y las mentes pensadoras.
Han sido décadas en que quienes tenían sentido de estado pretendían no ser nacionalistas o patriotas. Mientras, los nacionalistas, tenían, supuestamente, el defecto de ser obtusos, de mirar al suelo, y un espíritu empequeñecido que les impedía otear el horizonte superior del estado común, y se empeñaban en utilizar lenguas pequeñas, cuando todos compartimos una de las más grandes del planeta.
Ahora ya todos somos patriotas, de una Patria, la de la P grande, o de la otras. Es un avance, pues aunque la política no es una ciencia exacta -se suele aludir a ella, incluso, como “arte”-, una terminología más precisa ayuda.
Hoy ya todo el mundo es patriota, involutivo, reformista, progresista, federalista o regionalista. Y si alguno no cabe en estas categorías de patriotismo, también es patriota, pero de otra patria.
Pero el plano del patriotismo es inclinado y siempre hay quien, desde arriba, valora el de los otros, menores, subordinados. Y a los más flexibles a la hora de interpretar el concepto de sentido de estado se les suele reprochar su disposición a discutir o negociar sus pilares principales, sus esencias, y el no aceptar no ver la cara más oscura de la realidad. A esos se les considera poco susceptibles de merecer las más altas responsabilidades.
Al escuchar esos reproches, que tienen como objeto dejar fuera del poder a ciertos colectivos que han alcanzado representación parlamentaria, recuerdo siempre al profesor de primaria, aún en la época de la preconstitucional, a quien se le atascaba la explicación de las relaciones de equivalencia de la Lógica Matemática y que, cuando alguno de nosotros preguntaba por no entender, respondía, en tono severo, “¡Se calle!”, en una expresión que en mis doce anteriores años de vida nunca había escuchado y que aún no he olvidado, por lo visto.
El principio del P3, lejos pues de identificar espacios y senderos comunes, ya de entrada, en el vértice del árbol del que penden las diferentes sensibilidades políticas, resulta ser un laberíntico fractal.
En el segundo nivel, la copa del árbol está habitada por un importante y creciente número de partidos políticos, los de la segunda P, de Partido, proyecciones de las múltiples interpretaciones de la primera P, la de Patria. En el seno de la mayoría de ellos, además, conviven concepciones claramente diferenciadas, cuando no enfrentadas.
El pie del árbol, en su base, bajo su sombra, está ocupado por el conjunto de las Personas, las de la tercera P, siendo, como es bien sabido, cada una distinta e irrepetible.
De este modo, la tripleta del P3, que supuestamente debería ser el faro que habría de conducirnos al consenso, es, en realidad, la expresión de la enorme complejidad y volatilidad política en la que vivimos. Se trata por tanto más bien del enunciado del problema más que de su solución o vía de resolución.
Un amigo me sugirió la necesidad de añadir la cuarta P, la de la Pasta. Y juntos recordamos del célebre físico Richard Feynman, padre de la Nanociencia, que acuñó aquella famosa frase: “Hay mucho espacio ahí abajo”. Con ella sugería que si contemplásemos el mundo en la escala nano, veríamos universos muy distintos a los que experimentamos en nuestra escala macroscópica. Hoy, cincuenta años más tarde, sabemos que Feynman tenía razón.
Tal vez, en efecto, el principio del P3 debería ser el del P4, pero me temo que en el sótano de la planta -4 hay espacio para universos inimaginables.
El P3 se esgrime para apelar al consenso, a la necesidad de que el interlocutor ceda, a flexibilizar posturas, a renunciar en definitiva, parcialmente, a los propios principios e intereses. Se trata de una lectura “top-down”, de arriba abajo, que arranca de la superestructura común que constituye la Patria-Estado, para ir descendiendo al nivel del ciudadano, el átomo que constituye la materia social.
Pero una lectura “bottom-up”, de abajo arriba, es también posible. El ciudadano que contempla al político que apela a la honorable triada del P3, suele ver, sin embargo, con frecuencia, a personas, con P, que se han afiliado a partidos, con P; para hacer carrera profesional, con P, siendo la P de Patria poco más que una excusa, aunque en el pasado fuera el motor que impulsó dichos partidos. Y los partidos acumulan a veces tal poder que en su praxis sustituyen a la propia patria, llevándonos al borde sectarismo, sobre todo en las naciones sin estado en las que, por tanto, el “sentido de estado” carece de significado.
Lo cierto es que desde la P del Pueblo, de las Personas, se observan mutaciones dudosas en el grafo ordenado que el P3 debería sustentar.
Es difícil entender lo que nos está pasando. Da la impresión de que, tal como vamos, todas las P’s, las de todas las Patrias, pierden.
Es admirable que aún haya gente con energía para buscar la pajita del consenso en el granero político actual. A la vez, sorprende la permanente certitud de quienes, con profesionalidad teatral, están siempre en posesión de la verdad, pues vivimos enredados en un gran ovillo que no sabemos lo que encierra.
Fue el propio Feynman quien dijo que prefería vivir en la incertidumbre del no saber que en posesión de una respuesta errónea.
El artículo original fue publicado el 30 de agosto de 2019 y puede descargarse en PDF desde este enlace del Diario de Noticias de Gipuzkoa o leerse en la web desde este enlace al diario Deia.