Al morir la dictadura, en su cama y en su paz, como lo hizo, España optó por el Estado de las Autonomías ante la imperiosa necesidad de satisfacer las demandas del nacionalismo catalán y vasco, en aras del consenso, pero también para dar respuesta a la evidente urgencia de vertebrar y desarrollar el país globalmente, para hacer frente al abandono y retraso eterno de algunas de sus regiones.
El progreso sostenible que pasa por la disminución de las desigualdades y la difusión y descentralización de los centros de poder tuvo también esa función más social que política.
No fue una construcción fácil, ni exenta de singularidades, como son las comunidades uniprovinciales, los territorios en el norte de África continental, la división entre Euskadi y Navarra, o la asimetría competencial.
Los frutos, cuarenta años después, son evidentes. Basta visitar cualquier región para observar el desarrollo que el nuevo modelo ha permitido y su contribución a la ostensible amortiguación de los desequilibrios.
No fue ni es una construcción perfecta, ninguna lo es. Pero muchos de los errores que se han cometido en la implementación del modelo no son siempre achacables a su naturaleza, sino a la gestión que de él se ha hecho.
Casi siempre es así. En la mayoría de los procesos los errores más graves que se cometen son los de origen humano, desde la política hasta la conducción cotidiana del vehículo utilitario o la bicicleta. Nuestra falta de formación, de reflejos, los errores de cálculo (mental y en tiempo real en la mayoría de los casos), la falta de planificación o la simple torpeza a la hora de implementar las acciones preconcebidas están en la base de casi todo desastre, pequeño o grande.
Es por ello por lo que el humano ha creado máquinas, no solo para que lo liberen de las tareas más ingratas, sino para que reduzcan los frecuentes errores a los que nuestro tembloroso pulso nos aboca. Y, precisamente, una de las mayores paradojas de la moderna sociedad en que vivimos reside en que las máquinas que el hombre ha creado han conseguido superarlo con creces en casi todos los ámbitos. Es el caso del ajedrez, por ejemplo. No así en el fútbol. Y tal vez por eso ese deporte levante tantas pasiones, al ser más genuinamente humano, en la medida en que los robots son incapaces de jugar mejor que algunos de nosotros.
Poco a poco las ciencias cuantitativas se han ido adueñando también de la política, cada vez más atenta a las estadísticas de las redes sociales, y menos al cultivo del pensamiento. Pero eso no ha alejado la sombra del error, no por la falta de precisión de los números, sino por la torpe lectura que hacemos de ellos, siempre dispuestos mirar el dedo y no la Luna.
Mirando atrás, es innegable que estos cuarenta años han estado teñidos de un creciente color europeo, han sido vertiginosos y, globalmente, sumamente provechosos.
Estas cuatro décadas, como herencia, nos han dejado también nuevas expresiones sociopolíticas. En España una de las más visibles es la del periferismo, los partidos y movimientos que, en las diferentes regiones que definen los contornos del país, casi siempre bordeando el mar, impulsan políticas propias, y aspiran a mayores cotas de poder. Y no es difícil de entender que sea así. El nivel de progreso y bienestar que han traído las autonomías a las regiones más alejadas del tradicional centro geográfico y de decisión han hecho que sus ciudadanos acentúen su sentimiento de pertenencia.
El periferismo incluye diversas manifestaciones y diferentes formas de expresión que van desde el regionalismo leal y respetuoso con el estado, incluida su unidad y realidad constitucional, hasta el independentismo, pasando por un neonacionalismo que ya no aspira a la independencia en el corto plazo, que no es rupturista, en paralelo al republicanismo que hace tiempo aceptó la monarquía.
La prensa más oficial se empeña en diferenciar las diversas variantes del periferismo. Y no le falta razón pues no todas desempeñan el mismo papel en relación con los intereses de estado, no del todo bien definidos, pero con contornos más o menos identificables.
La época de las ideologías densas ha ido quedando atrás. Las acciones políticas se debaten y explican poco. Hacerlo sería complejo y posiblemente incluso contraproducente electoralmente. Sería además un ejercicio difícil y conflictivo para los propios partidos, pues en su seno conviven, ciertamente, visiones y sensibilidades diferentes, que se coordinan en la acción pero que tendrían dificultades de ponerse de acuerdo en los principios.
Si los partidos han aprendido algo en estos cuarenta años de praxis es que es mejor alejarse del debate de las cuestiones fundamentales que dividen y centrarse, en cohesión, en asegurar los mejores resultados electorales posibles. Tal vez por eso también el Parlamento Vasco ha dejado la ponencia de nuevo estatuto en manos de un equipo de juristas, para que pongan un buen número de banderillas a un toro particularmente bravo: el del consenso en materia de autogobierno.
El periferismo ha evolucionado a niveles tales que ahora la formación del nuevo gobierno del estado depende de él. No se trata de una paradoja sino de la consecuencia última, previsible, del propio desarrollo del modelo autonómico.
Hasta ahí nada chirría en Europa, acostumbrada a la diversidad y complejidad en su seno, a los gobiernos de coalición, a los estados federales. Sin embargo, sorprende y mucho, que sean los políticos encarcelados los que estén en posesión de la última y más preciosa llave de la Moncloa y que su libertad no preceda al diálogo. Aun se está a tiempo.
Pero ha quedado claro también que en la nueva Europa vale todo modelo que no cuestione la integridad y las fronteras de los Estados que hoy conforman la Unión. Europa se construye y afirma de cara al futuro como un continente de naciones cultural y históricamente diversas, pero siempre subordinada a la interlocución de los estados que la conforman.
Por ello, uno de los retos fundamentales del periferismo a largo plazo en sus expresiones independentistas sea si Europa, en algún momento, evolucionará a un modelo en que las fronteras actuales entre los estados se diluyan por completo, de modo que puedan emerger nuevos estados, en una versión necesariamente más blanda que la tradicional, como fruto de la permeabilidad que impone la propia realidad europea.
Hoy por hoy no parece que eso vaya a ser así por un buen tiempo y tal vez por eso las versiones más pragmáticas del nacionalismo vayan tomando forma, intuyendo un horizonte en el que Europa se estructure en capas de cebolla, en el que las naciones y regiones tendrán cada vez más relevancia, pero sin que se cuestionen los estados actuales.
Por ello, paradójicamente, el reto más importante del nacionalismo hoy y al que tal vez no se presta atención suficiente, dada su enorme dificultad, no sea hasta dónde llegará el nivel de autonomía alcanzable o el cuándo se logrará, sino, el “cómo”, es decir, en qué niveles de identidad cultural se llegará hasta allí.
La singularidad cultural y en particular el distintivo que constituye la lengua, el idioma, será el elemento esencial que en el largo plazo permitirá preservar personalidad propia en una Europa cada vez más fluida. Tal vez por eso los españoles no sean oficialmente nacionalistas, ni tampoco los franceses, italianos, alemanes, polacos, checos o ingleses, a la vez que cada uno se cuida muy mucho de poner su idioma como primera prioridad a la hora de definir su identidad.
El siglo XXI es y será el de la ciudadanía. Cada vez será más difícil que las mismas personas ostenten a la vez el poder y el liderazgo social. La responsabilidad de definir los contornos de cada nación quedará por tanto en manos de los ciudadanos, que serán cada vez más europeos, y que encontrarán dificultades crecientes para justificar sus aspiraciones periféricas si descuidan sus culturas y lenguas.
El artículo original fue publicado en el Semanario 7K el 15 de diciembre de 2019 y puede descargarse en PDF desde este enlace.