El sacacorchos gira en el plano perpendicular a la dirección de avance de su eje y perfora el corcho, como la tuneladora excava la montaña. El macizo y pesado rodillo de la apisonadora gira en la dirección de avance de su tractor, allanando el suelo a su paso.
En cada uno de estos movimientos circulares el giro se polariza y orienta de distinto modo: Transversal el sacacorchos, longitudinal la apisonadora.
La mayoría de las ondas invisibles (pero relevantes) que nos rodean se polarizan. Las electromagnéticas lo hacen y al excitar nuestra retina hacen que nuestro cerebro reconstruya el mundo que nos rodea, realizando el milagro de la visión. La fricción entre las fallas tectónicas del subsuelo, una explosión subterránea, un volcán, o la colisión de un asteroide, generan ondas sísmicas polarizadas que se propagan hasta llegar a la superficie con su mortífero efecto destructor. Las transversales retuercen el terreno como en un torniquete, mientras que las longitudinales lo levantan o engullen.
En todos estos fenómenos las ondas, diferentemente polarizadas, se ignoran mutuamente, no se ven, no interactúan entre ellas.
Las ondas libres, como las personas, siguen su curso inalteradas, con su polarización innata y sus circunstancias, salvo que algo se interponga. Y lo hacen durante largos horizontes temporales. Se dispersan, del mismo modo que los humanos avanzamos hacia el final de nuestras vidas.
Sólo cuando el medio en que las ondas vagan es abrupto, irregular, lleno de obstáculos, se tropiezan y mezclan, comienzan a perder su polarización, cambian de naturaleza y se hibridan.
Vivimos rodeados de fenómenos y pequeños seres polarizados. Al mezclarse generan ese todo aparentemente coherente, el planeta y la sociedad. Desde la distancia, se perciben armoniosos, pero son el cúmulo de infinitos objetos, eventos y seres, cada uno con su caprichosa polarización propia.
No ha sido fácil llegar hasta aquí y el camino ha sido largo. Nos hemos ido autoimponiendo, no siempre de buen grado, un sinfín de reglas y principios para convivir, dando forma a lo que llamamos civilización contemporánea.
Las fronteras, el derecho internacional que rige el maltrecho orden global, y las constituciones de cada país son, en esa larga lista de normas vigentes, las más relevantes.
Al cruzar una frontera, en ese pequeño gesto, lúdico para el turista, pero vital para el refugiado, nos adentramos, sin a veces darnos cuenta, en una sociedad donde cambian las normas y el idioma, su polarización.
El foráneo tarda años en distinguir los dialectos de cada comarca, signos obvios para el nativo, pues la polarización es fractal, se matiza, se agudiza, a medida que vamos afinando en la escala.
Cuando una sociedad se tensa ante un gran reto, cuando los partisanos de uno y otro bando se organizan, se dice que está polarizada. España se polarizó en la Guerra Civil, en la Dictadura, en la Transición,…
Hoy se dice que Cataluña está polarizada, que antes lo estuvo Euskadi que ahora, afirman, ya no lo está, y que esto es fruto de los intereses antagónicos de diferentes sectores sociales.
Al expresarse así, implícitamente, sugieren que el estado de polarización es negativo, lo cual sorprende pues el universo se construyó, aunque no en seis días, bajo el principio de la polarización, como la moneda, con su cara y su cruz, o la jornada, con el día y la noche.
Tal vez, al fin y al cabo, la polarización sea síntoma de diversidad y de riqueza. Y puede que sea también fuente de energía y de creatividad.
Más que combatirla, ¿no será cuestión de encauzarla?
Hay quien, para acabar con la polarización, pone una gran puerta en el campo, con el fin de encauzar el pensamiento y acción de esas masas polarizadas. Otros denuncian que eso de nada sirve, pues las ondas rebotan perseverando en su naturaleza pero intensificando su amplitud, resonando.
Algunos subrayan la conveniencia de diluir las corrientes polarizadas en nuevas dinámicas híbridas y sugieren para ello concatenar micro-cambios que precisan de estímulos, como el pulso eléctrico que excita el músculo.
Hay quien se empeña en contraponer mestizaje y polarización, como confundiendo la película con uno solo de sus fotogramas.
“Yo soy un moro judío, que vive con los cristianos, no sé qué Dios es el mío, ni cuáles son mis hermanos” dicen los versos del difunto cantautor Chicho Sánchez Ferlosio.
Es cierto, y cada vez lo será más. Pero a pesar de ello, o tal vez precisamente por eso, las sociedades seguirán polarizadas en busca de una identidad, en forma de idioma y de principios básicos de funcionamiento.
Es difícil de creer que unos estén en lo cierto por completo y otros totalmente equivocados. Y sorprende más aún que se pretenda una cosa o su contraria con una convicción absoluta, y una argumentación de erudito, apelando incluso a las palabras del cantautor, que muy bien podrían significar lo contrario.
Tal vez sea todo más fácil y baste aceptar que la polarización es intrínseca al universo y a las sociedades organizadas y hacer que los intereses antagónicos sean simplemente distintos pero compatibles.
Rara vez los muros resolvieron las disputas y pocas veces la represión ahogó las reivindicaciones. Los desterrados suelen volver y a veces lo hacen reforzados, con una familia entera, dispuestos a construir una nueva morada, o ciudades enteras. Los encarcelados suelen finalmente quedar libres, pulidos por las rejas, más sabios. Los ejecutados suelen convertirse en mártires, en símbolos, como Víctor Jara, que también cantó las letras de Chicho.
El tiempo por sí sólo dispersará la polarización, la diluirá. Pero no podemos esperar tanto. Sería como aguardar a la primavera para hacer frente al gélido invierno. Tampoco precipitarse ayuda, a riesgo de errar y alimentar más aún el frío con el aire acondicionado, confundiendo el modo de “invierno” (0) con el de “verano” (1) de la bomba de aire.
Europa está constituida por estados muy diversos. Algunos forjaron una unidad, una uniformidad cultural casi absoluta. Lo hicieron siglos atrás y casi siempre a base de represión, hogueras y guillotinas. En otros no fue así y hoy presentan una diversidad cultural y lingüística envidiable. Algunos no hace ni treinta años que alcanzaron su estatus actual de repúblicas independientes.
El tiempo sigue pasando, algunas fronteras se diluyen y otras aparecen y, afortunadamente, son casi siempre cada vez menos sólidas. Cada vez es más cierto lo que dicen los versos. Pero la polarización es un trance que periódicamente toda sociedad ha de vivir.
Y no es cuestión de denunciarla, ni de combatirla, pues eso equivale a alimentarla, sino de entenderla para diluirla. Debe ser difícil pues a la vista estosmilizan en los aeropuertos”. Cá el desacierto de nuestros representantes para hacer frente al trance. ¿No será por la ingenua pretensión de que los problemas se volatilizan sin que nada cambie?
Una azafata en el aeropuerto tranquilizaba a un viajero ansioso que había perdido la maleta diciéndole: “Tranquilo, las maletas no se volatilizan en los aeropuertos”. Es cierto, y los problemas sociopolíticos tampoco, ni siquiera en los tribunales.
Ya hemos vivido bastante el destierro y hemos visto a demasiados perder la vida, o pudrirla entre rejas. Tal vez por eso nos sorprendemos que quienes más abanderan el diálogo, menos lo practiquen, y que los más sabios sean los más obstinados.
Tal vez los uniformes de rayas de los prisioneros sean, como en la vieja carta de ajustes de la tele, señal de una interferencia pasajera. Pero abundan los Quijotes, los luchadores anti-polarización, como si de molinos de viento se tratara…
Los hijos de un tiempo de polarización extrema recordamos que las crisis son grandes oportunidades y que conviene gestionarlas bien. Hemos visto ya demasiados molinos inútilmente destruidos, que ahora echamos de menos en el irreversible catálogo de nuestro patrimonio inmaterial, cuya ausencia empobrece nuestro pueblo.
Dicen que somos de arrepentirnos pero de no enmendar. Confío que no sea el caso.
El texto original fue publicado en el diario DEIA el 26/01/2018 y puede descargarse en PDF desde este enlace.