Vivimos en la época del “big data”, de los grandes datos, de un continuo flujo de una abrumadora masa de los mismos. Hemos pasado en pocos años de la sociedad de la información a la del auténtico empacho informativo. Es tanto lo que se nos cuenta, la cantidad de información que está a nuestra disposición sobre los temas candentes, que enseguida olvidamos los de antesdeayer, si no los de ayer o los de hace unos minutos.

El mundo se ha convertido en una gran sala de cine 3d, en un planetario donde vemos transcurrir eventos transcendentales a una gran velocidad, para luego olvidarlos casi de inmediato. Un día emiten en directo la caída y sumaria ejecución de Gadafi en Libia para luego, durante varios años, no decirnos nada de la evolución de ese país. Se nos informa de terremotos, huracanes o inundaciones con profusión de imágenes en vivo, y, al de un día o dos, la noticia desaparece. Las noticias relevantes de la política, de las finanzas, del deporte o de las artes mundiales, se entrelazan y suceden sin cesar,…

Al final es imposible evitar una cierta sensación de paradójico vacío habiendo pasado de saber razonablemente de unas cuantas cosas, a ser unos meros acumuladores de anécdotas sobre casi todo.

Pero las paradojas forman parte de nuestra cultura y constituyen de hecho uno de los motores que nos hacen reflexionar, revisar nuestros postulados, métodos y acción. Son las que cuestionan esas verdades a la vez rotundas y efímeras de las que se ha llenado nuestra cotidianidad, haciendo igualmente posible una cosa y la contraria.

Una revisión crítica de la realidad que vivimos es posible y esas paradojas y contradicciones aparentes son una buen punto de partida para hacerlo.
Algunas de esas paradojas, históricamente, han dado de lleno al ilustrar las contradicciones más notorias de nuestra sociedad. Jevons (William Stanley Jevons, Reino Unido, 1835-1882) descubrió y apuntó, en el ámbito de la Economía, que si bien, en un principio, era de esperar que un aumento de la eficiencia energética de los equipamientos que empleamos redundara en una disminución en el consumo de energía, en la práctica ocurre lo contrario.

Y nuestras costumbres dan buena cuenta de ello pues la mejora en el rendimiento, por ejemplo, ha hecho que aumentemos la utilización de los artilugios electrónicos de los que se han llenado nuestras vidas y que, hasta hace poco, eran inexistentes, aumentando así nuestras necesidades energéticas. Basta observar la maleta de cualquier viajero repleta de cachivaches en forma de ordenador portátil, teléfono celular, tableta, todos ellos sedientos de electricidad y adaptadores para recuperarla en cualquier enchufe disponible ya sea en bar, aeropuerto, peluquería, casa de amigos, o sala de espera del hospital. El que las baterías de los dispositivos portátiles hayan aumentado su autonomía hace que los utilicemos más horas al día, y que al final acabemos consumiendo más energía.

Son los vampiros del siglo XXI. Es lo que se denomina el efecto rebote.

Lo mismo ocurrió en la revolución industrial. El consumo de carbón aumentó significativamente cuando el escocés Watt (James Watt, 1736-1819) introdujo la máquina de vapor.

Estas aparentes contradicciones, ubicuas en la práctica diaria, no van a desaparecer del panorama. Siempre tendremos que convivir con ellas. Conviene pues saber sacar provecho de las mismas.

El mundo de la información es un buen ejemplo. Hemos pasado en un par de generaciones de aquella situación en la que, sobre todo, interesaban las noticias locales del pueblo y la comarca, en las que las páginas más relevantes eran las de las esquelas y las que recogían efemérides del lugar, a otra en la que se nos informa permanentemente y en directo de todo lo que ocurre en el mundo. Entre tanto ha habido un par de décadas dulces, que a veces ya añoramos, en que la prensa proporcionaba material de calidad, con una periodicidad suficientemente pausada como para que pudiéramos disfrutar de la lectura y de la cultura. Ahora el lector ha de empeñarse a fondo en seleccionar a diario el material que contribuirá, tal vez, a formarse una opinión crítica de nuestra realidad.

En estos días los vascos vivimos también en un contexto paradójico.

El calendario indica que en breve volverá la primavera pero, al mirar por la ventana, vemos más bien un tiempo otoñal, húmedo y lluvioso. El mar tampoco parece darse por enterado de que la estación está a punto de cambiar.

La nueva primavera viene con olor a otoño. O, ¿tal vez no? El milagro, la paradoja de la primavera, consiste precisamente en eso, en abrirse paso allí donde no parecía posible y, repentinamente, llenar de luz y azul lo que hasta hace poco parecía un gris sombrío interminable, secando instantáneamente el moho.

Pero nuestras paradojas no quedan ahí.

Vivimos en un clima de paz social creciente pero, paradójicamente, parece que eso no basta para acercar posturas, para que caigan las invisibles barreras ideológicas que impiden forjar proyectos comunes. Tal vez esas sinergias, como la primavera, necesiten su 21 de marzo.
Nuestro gobierno se afana en facilitar la mediación, la verificación, mientras que un poco más allá ven esos movimientos con escepticismo o incluso con cierta hostilidad. Ambas partes acusan a la otra de falta de visión, cuando en realidad cada uno ve dos caras de la misma moneda, fiel reflejo de importantes sectores de nuestra sociedad. Tal vez debamos aceptar que vivimos en la paradoja y que, más que empeñarnos en evaporarla, sea conveniente aprovechar la oportunidad que proporciona para entender un poco mejor cuál ha de ser esa configuración socio-política en la que todos nos sintamos menos incómodos.

El matemático y lógico inglés Jourdain (Philip Edward Bertrand Jourdain, 1879 –1919) diseñó una famosa paradoja para mostrar hasta qué extremo la realidad puede ser interpelada. Y lo ilustró inventando una tarjeta de dos caras absurda : en una decía “La frase escrita en la otra cara de esta tarjeta es verdadera” y en la otra “La frase escrita en la otra cara de esta tarjeta es falsa”.

En unos momentos en que tanto preocupa el crecimiento económico, vivimos inmersos en la paradoja también en ese ámbito. Los grandes números, los de la macroeconomía, nos hablan de recuperación, pero los ciudadanos no la percibimos. Tal vez sea que el mundo funciona de arriba-abajo y no, como antaño, de abajo-arriba. Antes eran las personas las que forjaban los proyectos y sacaban adelante las iniciativas, generando riqueza y crecimiento económico. Ahora las grandes instituciones financieras internacionales parecen empeñadas en que sea al revés.

Pero hay siempre entre ellas quien, como estos días en Bilbao, apela a los seres humanos y a su cerebro. Era Ángel Gurría, Secretario General de la OCDE, quien decía que lo que hace falta es pasar “del ladrillo a la neurona”. Nos lo decía paradójicamente en Bilbao alguien que porta uno de esos numerosos apellidos que los vascos exportamos a América Latina.

Pasar del ladrillo a la neurona es en efecto uno de nuestros retos pero lo es aún más pasar de la neurona al bienestar, a la riqueza social, al progreso de País.

Invertir en neurona, en cultura, en ciencia, en educación es indispensable, es condición necesaria, pero no siempre suficiente pues la verdadera riqueza surge del liderazgo de las regiones, de las naciones, en ámbitos concretos de la actividad económica, científica y cultural, de un modo competitivo internacionalmente.

En Euskadi hemos hecho un importante esfuerzo para pasar de la cultura del tornillo, más que de la del ladrillo, a la de la neurona. Pero esta nueva cultura de la neurona aún debe demostrar que es capaz de aportar al País lo que en su día nos trajeron aquél sinfín de pequeñas empresas de buzos y chimeneas que forjaron un bienestar que nos hizo singulares.

Un gran reto para esta primavera, para comprobar si es otoñal o genuinamente primaveral: Transformar la neurona en progreso.

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