Poner orden, estructurar el caos, ha sido uno de los motores que ha impulsado el Pensamiento y la Ciencia en nuestra civilización. En ese empeño, mientras cada uno de nosotros cultiva su propio jardín interior, buscando equilibrio y sosiego, la Ciencia camina con el ambicioso objetivo de una mejor comprensión del cerebro humano.
Europa ya ha identificado este tema como prioritario en su agenda de las grandes apuestas de la Ciencia a través del “HBP: The Human Brain Project”. Estados Unidos lo ha hecho también a través del proyecto “BRAIN”. El empeño es noble y oportuno. Nos ayudará a entender mejor los cimientos de nuestra condición humana y también a tratar enfermedades cerebrales que cada vez nos afectan más. Se trata, en ambos casos, de ámbitos llenos de incógnitas, a pesar de los continuos avances que las Neurociencias proporcionan.
La exploración del cerebro y el análisis de su funcionamiento sólo puede llevarse a cabo de la mano de la Informática, ciencia surgida de las Matemáticas para apoyar al humano en las tareas de cómputo que le exceden. En esta ocasión la tarea es más ambiciosa aún que la descodificación del genoma humano, histórico proyecto completado con éxito en 2001. Como ya ocurrió entonces, es más que probable que, llegados al final del proyecto, nos demos cuenta de que tras la primera cortina del cerebro que consigamos atravesar habrá otras muchas, más opacas aún, que hasta entonces nos habían resultado invisibles. Desvelar los misterios de nuestro cerebro necesitará del esfuerzo científico durante varias generaciones: No podría ser de otro modo pues en él están las claves de nuestra condición de humanos.
Basta reparar en nuestra propia experiencia vital, observar nuestro funcionamiento, sereno y coherente unas veces, y menos otras, para tomar conciencia de la enorme complejidad de la tarea.
Nacemos con una fuerte carga genética que condicionará nuestro temperamento, estética, salud o esperanza de vida. Pero, afortunadamente, como nos enseña la Epigenética, no somos del todo esclavos de esa herencia genética, pues a través de la educación, del estilo de vida, podemos incidir en la activación o desactivación de los interruptores que determinarán el modo último en que se despliegue ese ejército de genes.
Para desarrollar el irreemplazable proyecto de vivir, con nuestro mapa genético, pero también con la posibilidad de crecer más allá de lo que una lectura simplista del mismo permitiría predecir, nacemos dotados de un cerebro capaz de absorber y almacenar la información, las imágenes y sensaciones que iremos percibiendo a lo largo de nuestras vidas; un cerebro plástico, que aprende, que podemos también educar.
Las señales recibidas, fiel reflejo de las experiencias vividas, y el modo en que éstas se fijan en nuestro cerebro van conformando nuestra personalidad y constituyendo el bagaje de recursos con los que afrontamos los retos que la vida nos va presentando hasta que llega el momento de la última reflexión que Bernardo Atxaga sintetiza de manera hermosa en el poema “Adan eta bizitza” (La vida según Adan). En él, Adan, que se siente ya anciano y cansado se dirige a Eva para decirle que todos los sinsabores de la vida merecieron la pena pues: “…bizi izan duguna izan da, zentzurik nobleenean esanda, bizitza” (…hemos conocido lo único que, noblemente hablando, puede llamarse vida.)
Desde que la información fruto de la experiencia de vida y de nuestra imaginación empieza a llegar a nuestro cerebro, éste emprende la ingente tarea de clasificar todos esos estímulos de manera coherente, tratando de completar un mapa en el que cada pieza ocupe su lugar para que el todo cobre sentido. La regla que nos guía es simple, la del puzzle: Cada pieza ha de tener su lugar y uno sólo, siendo el inconsciente el destino natural de las que puedan sobrar.
Realizamos esta inmensa tarea permanente e inconscientemente, bajo la hipótesis que subyace de manera innata en nuestro instinto humano de que el mundo en el que hemos nacido es consistente, coherente consigo mismo, armonioso. Esta creencia nos resulta cómoda, incluso necesaria, para sobrevivir, pues sólo en un entorno ordenado podemos encontrar un rincón cómodo, en el que nos sintamos seguros y así alejar el miedo, el dolor y el desasosiego, donde podamos reproducirnos y compartir con los seres queridos.
Pero pronto aprendemos, con frecuencia de manera traumática, que esa armonía perfecta es imposible. El dolor intenso, el miedo a un perro que nos ladra, un velatorio en el salón de casa, un incendio,… nos enseñan rápido, de niños, que la vida, lejos de ser una historia apacible que puede ordenarse en un álbum, al sumergirse en el caos, se parece más a un collage no exento de agujeros, rotos y tachones.
Así cada uno va pintando su propio Gernika interior. Tal vez esa sea una de las razones de la universalidad de esa obra de Picasso.
Pero a pesar de la tragedia que la obra pictórica representa, pocas vidas caben en un sólo Gernika. A poco que se prolongue, a medida que crecemos y maduramos, precisaremos coleccionar no uno sino varios álbumes, de modo que cada experiencia, cada imagen, cada voz, encaje adecuadamente en el que más le corresponde.
El cerebro en su versatilidad aprende y aprendemos con él. Por eso, a medida que crecemos, maduramos, envejecemos, no construimos los álbumes ni los usamos de la misma manera. Hay quien se hace mayor contando historietas de cuando era niño como si aquellas que fueron coleccionadas en los primeros años hubiesen quedado mejor guardadas y catalogadas, como si los fuegos de los sucesivos Gernikas vividos en primera persona no los hubieran dañado. Hay otros que, sin embargo, olvidan todo lo que no forma parte del pasado más inmediato como si se les hubiera quedado abierto el grifo de la memoria. Con el transcurso del tiempo nuestro cerebro cambia y también nuestra manera de ponerlo en valor, de utilizarlo.
Por si fuera poco, sea cual sea nuestro método en la tarea de coleccionar y ordenar experiencias en el almacén del cerebro, gran parte del proceso permanece fuera de nuestro control. Es en el sueño cuando el cerebro celebra su akelarre, y liberado de las ataduras internas y externas de la vigilia, actúa por cuenta propia quemando, transformando, maquillando y reordenando recuerdos a su antojo. A veces lo hace en hermosos sueños, en otras mediante tormentosas pesadillas no exentas de significado.
Hoy en día las técnicas de diagnóstico por imagen permiten observar la actividad del cerebro, y el modo en que éste va fijando contenidos en su memoria. Así sabemos que cuando el individuo adquiere el dominio de varias lenguas de niño, éstas se fijan en la misma zona del cerebro, mezcladas, mientras que las lenguas aprendidas en edades adultas ocupan nuevos espacios, compartimentos separados. Tal vez esto explique la diferente relación de muchos de nosotros con el euskera, en función del momento en que fuimos expuestos a esta lengua, primera para algunos, segunda para la mayoría, aún completamente ignorada por otros.
El cerebro es sin duda alguna nuestro mejor aliado y también, a pesar de todos estos avances tecnológicos y científicos, un gran desconocido. Desvelar sus misterios o, simplemente, contemplar el espontáneo funcionamiento del nuestro propio, es un ejercicio de contemplación que merece la pena ahora que, por fin, llega nuestro verano.
Una cosa es segura, como dijo Sigmund Freud (1856-1939), “Cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños sería tomado por loco”.