Tenemos la fortuna de vivir en un rincón del planeta en el que la naturaleza es generosa y serena. Son escasas las catástrofes naturales a las que hemos tenido que hacer frente y éstas son más parte de un anecdotario para contar que una realidad acuciante que nos deba preocupar. Huracanes, tornados, tsunamis y terremotos son fenómenos naturales de los que hemos aprendido por lo acontecido en territorios remotos, en libros y en películas.
Lo mismo ocurre con los voraces tiburones, los feroces leones o las serpientes venenosas. No son de aquí.
Pero, a pesar de que pocos de nosotros hemos tenido ocasión de ser testigos presenciales de esas manifestaciones de la fiereza de la naturaleza, esas referencias lejanas nos han bastado para adquirir conciencia de nuestra pequeñez y fragilidad en un planeta de dimensiones de gigante.
El gran proyecto denominado Ciencia que emprendimos desde que somos humanos tenía y tiene precisamente el objetivo principal de explicar y comprender el mundo natural que nos rodea y, en ese empeño, uno de sus capítulos más importantes está dedicado a esos momentos en los que naturaleza muestra su cólera, cuando “Dios decide jugar a los bolos”.
Y entre los diferentes escenarios posibles, los terremotos constituyen, sin duda, una de las expresiones naturales con mayor poder destructivo. Pero nosotros vivimos en tierra segura también desde ese punto de vista pues, aunque nuestros sismógrafos registren periódicamente pequeños temblores, pocos han pasado de ser pura anécdota.
Basta sin embargo mirar a Lorca (11 de mayo del 2011) o a L’Aquila (6 de abril del 2009) para darse cuenta de lo frágiles que son nuestras urbes y civilización cuando la tierra tiembla. Grandes edificios y construcciones históricas cayeron como castillos infantiles de arena a pesar de que estos episodios no alcanzaron niveles máximos en la escala de Richter (en honor del sismólogo Charles Richter (1900-1985)) que mide la cantidad de energía que libera un terremoto.
De experiencias previas vividas en primera persona o por lo recogido en libros y documentales, hemos aprendido que tras el primer temblor, llegado directamente del epicentro del sismo, suelen producirse reiteradas réplicas que, algo más tardías, suelen muchas veces portar mayor poder destructivo.
Las réplicas no son copias caprichosas ni fruto del azar sino que se explican a través de las ondas de superficie que Lord Rayleigh, Premio Nobel de Física en 1904, predijo. El primer temblor, surgido de las entrañas de la tierra, envía ondas en todas direcciones, que llegan a la superficie terrestre en diferentes puntos produciendo así los primeros latigazos. Pero, a la vez que embisten por primera vez, se adhieren a la superficie para sobrevivir viajando en ella como los delfines se deslizan sobre el mar, sinuosamente. Estas réplicas, hijas tardías del primer azote del temblor, se mueven más lentamente, como jinetes rezagados, pero con las proporciones justas para que su energía destructiva se acople a la perfección a las dimensiones de nuestras ciudades. Es por ello que los resultados de las réplicas suelen ser con frecuencia más devastadores aún que los del primer frente.
Por todo ello los terremotos generan pánico en las poblaciones afectadas. Y no lo hacen, sólo, por la destrucción y desolación que generan en su primer paso sino por la amenaza y advertencia que suponen sobre las posibles posteriores réplicas, sin saber cuando ni dónde actuarán, ni cuántas veces lo harán.
Los humanos estamos dotados de gran memoria innata y nuestro cerebro es capaz de asociar inmediatamente los recuerdos de eventos y experiencias pasadas con los nuevos indicios. Así, quien ha vivido un terremoto sabe que cuando uno nuevo se manifiesta, la mayor amenaza reside en las réplicas de las que tendrá que intentar protegerse. Entonces la inyección de adrenalina se dispara automáticamente.
Pero, afortunadamente, vivimos en una tierra lejos de las fallas tectónicas que al desplazarse y crujir pueden hacer temblar la tierra. Podemos estar tranquilos y hasta olvidarnos de este asunto salvo que viajemos, por ejemplo, a México, Japón o California. Allí, posiblemente, nos encontremos con carteles explicativos de cómo actuar en caso de terremoto, a los que casi seguro prestaremos demasiada poca atención, como hacemos con las instrucciones de seguridad de los asistentes de vuelo que se suelen afanar, con palabras y gestos de aprendiz de teatro, en explicarnos cómo actuar en caso de emergencia aérea cada vez que tomamos un avión.
En lo social, hasta hace poco, creíamos también estar viviendo épocas de sosiego. Y es que, a pesar de la crisis y de manifestaciones más o menos esporádicas de descontento, ya sea por parte de los que han salido peor parados en el derrumbe económico o las que se producen en naciones y regiones periféricas, como la nuestra, que siguen sin encontrarse del todo cómodas en la configuración actual de la Europa de los estados, vivimos una época de estabilidad socio-política.
De hecho, nuestro sistema político parecía también haber convergido a un sereno bipartidismo alternante sólo perturbado por unos pocos partidos nacionalistas. Alguno hasta temía que pudiéramos llegar a una situación semejante a la de los Estados Unidos donde las diferencias entre las dos posibles únicas alternativas son, por débiles en exceso, decepcionantes.
Pero, mira por dónde, en las pasadas elecciones europeas llegó el primer frente de ondas que ha hecho temblar los frágiles cimientos de nuestra estabilidad política. Y es que, lo que parecía consolidado, estable y duradero, ha tardado apenas dos noches en verse resquebrajado.
La izquierda ha sido la primera en haber reconocido la amplitud del sismo, dando la bienvenida a los nuevos tiempos, aunque sea al precio de tener que atravesar otro desierto en busca de un nuevo oasis. No es habitual que desde la política se aborde el indispensable ejercicio de autocrítica de cara a un futuro que todos queremos sea distinto y mejor. Bienvenida sea esta prueba de inteligencia y sensibilidad.
Pero aparte de la crisis abierta y televisada del centro-izquierda estatal, todos los demás han entendido que, siendo esta tierra a salvo de terremotos, raro será que los temblores puedan manifestarse nuevamente y acabar afectándonos.
Algunas actitudes recuerdan al mal chiste, cargado de humor negro, de quien porta un explosivo al avión para asegurarse de que ninguno más lo hace, ante la bajísima probabilidad de que dos pasajeros distintos lo hagan simultáneamente en la misma aeronave. Es por tanto opinión extendida que, si hacer temblar los cimientos del sistema una primera vez era ya difícil, hacerlo en ocasiones debería ser casi imposible.
La mayoría sigue por tanto apostando a que el efecto del este primer frente de ondas, de este primer telúrico temblor, sea el mismo que el de la piedra que cae en el apacible lago, dispersándose en ondas concéntricas, hasta desaparecer.
¿Y si, quienes así piensan, se estuvieran olvidando de las réplicas?