Sin darnos cuenta, hemos entrado en el segundo acto. Tras casi cuarenta años de monarquía, hemos cambiado de rey en apenas quince días, sin previo aviso. Este hecho ha pillado con el pie cambiado a muchos ciudadanos y también a gran parte de nuestra clase política.
El relevo se ha materializado con un aire de normalidad sorprendente. Sin duda, ha sido una operación preparada con sumo cuidado, un ejemplo de organización sincronizada.
Esto no ha ocurrido para igual satisfacción de todos pero, qué duda cabe, se ha desarrollado con una agilidad y eficacia que ya nos gustaría imperara en el conjunto de la gestión de lo público.
El tema, claro está, ha sido tratado de manera profusa en los medios de comunicación, aunque en los mismos días estuviesen muy ocupados con lo que acontecía en el Mundial de Brasil. Así, todos aquellos que ostentan alguna responsabilidad pública y muchos agentes políticos y sociales se han sentido deseosos y casi obligados de posicionarse. Apoyo incondicional algunos, crítica republicana o escepticismo nacionalista otros, nada ha sido muy sorprendente.
La cuestión es que hemos entrado, sin darnos cuenta, en el segundo acto, sin apenas descanso, sin entreactos, en unos pocos días. Y será en este contexto en el que se vaya a desarrollar nuestra vida ciudadana durante las próximas décadas.
Entre los ciudadanos, de manera general, se extiende un consenso implícito de que probablemente ahora, así, estemos algo mejor que en un final del primer acto que se estaba haciendo un poco largo. Los tiempos no han cambiado en balde y la fuerte crisis económica que aún vivimos, entre muchos otros avatares, ha contribuido a que la sensación de final de ciclo calara y se acentuara. Ante esta coyuntura, el Estado ha reaccionado con agilidad para garantizar su continuidad, sin más sobresaltos. Al fin y al cabo la vocación primera de todo Estado, como de la humanidad misma, es la de perpetuarse. La inauguración del segundo acto es en sí un paso adelante en esa dirección y, con él, los sueños republicanos heredados de quienes perdieron la cruenta Guerra Civil y que aún persisten en parte de nuestra sociedad quedan aparcados sine die.
De hecho, son muchos los ciudadanos que se sienten cómodos así, sin tener que enfrentarse a una difícil nueva transición hacia un modelo republicano en el que la primera tarea sería la de elegir un presidente. La mayoría no está para sustos sino, más bien, para sacar adelante el día a día con sosiego y, a poder ser, con una seguridad que en los últimos tiempos se ha visto amenazada por una aguda crisis económica que ha propagado la epidemia del paro. Muchos piensan además que ya se eligen bastantes cargos entre un abanico y menú de candidatos que no siempre es todo lo variado y atractivo que cabría desear. Dicen que no tener que elegir tiene la ventaja de ser cómodo.
Cómodo o no, en esta ocasión no toca ni elegir ni votar. Está claro.
El tema, por su transcendencia, ha sido también objeto de interpretaciones en clave local vasca. Nuestros representantes gubernamentales se han posicionado en un difícil equilibrio, combinando la obligada cortesía, ciertas dosis de disciplina a la que obligan los cargos de representación y responsabilidad pública que emanan del propio Estado, y una pizca de distanciamiento, como guiño a esos ciudadanos que no están por la labor de la pleitesía.
Pero, pasado el trance, nos encontramos ya en plena interpretación del segundo acto en el que todos somos espectadores y también, en cierta medida, parte del plantel. En él se desarrollará nuestro proyecto colectivo durante unos años, ya sean buenos o menos buenos.
La primera reacción es la de tender a pensar que, consumado el tránsito, todo volverá a la senda habitual, a ser como antes, de modo que cada uno podrá seguir esgrimiendo sus reivindicaciones y aspiraciones y que estas serán atendidas, o no, de la misma manera, que se seguirá avanzando en pequeñas negociaciones, en el regate corto, con los mismos argumentos. Pero una segunda lectura de los acontecimientos, con la mirada puesta en un futuro en el que se contabilizarán unas cuantas décadas, más bien podría indicar que, posiblemente, hayamos iniciado un nuevo tiempo.
Es en efecto más que probable, además de deseable, que los tiempos sean nuevos. Lo que no está tan claro es cómo irán cambiando sutil pero continuada e ininterrumpidamente las reglas del juego y cuáles serán los efectos últimos de la previsiblemente lenta pero perceptible metamorfosis.
En nuestro parlamento está en estudio la revisión del Estatuto de Autonomía. Y, como no podía ser de otra manera, esta rápida transición al nuevo acto obligará a todos los agentes presentes en la ponencia a recalibrar su posición. Interesante momento en esta compleja partida de ajedrez política.
Posiblemente, quien ahora ostenta la Jefatura del Estado, labor para la que se ha preparado durante toda su vida, tenga su propia perspectiva sobre esta cuestión, más panorámica, alejada de las prisas.
Europa avanza con paso lento pero de manera irreversible en medio de la tempestad de la crisis que ha puesto de manifiesto las fragilidades de una unión en la que interactúan visiones muy distintas y realidades sociales y económicas que, con frecuencia, distan décadas de desarrollo unas de otras. Es poco probable que este segundo acto no se desarrolle plenamente en el contexto de ese ámbito europeo y eso contribuirá tal vez a que las situaciones que se dan en naciones pequeñas como la nuestra, con sus viejas cuentas pendientes, pierdan prioridad y urgencia.
Corresponderá, sí, al nuevo monarca, atender las demandas sociales aunque sea sólo a través de la escucha e invitando a los que ostentan el poder ejecutivo a dar justa respuesta. Pero es poco probable que eso ocurra si las demandas no emanan de claras mayorías, del consenso, lejos del bullicio partidista.
El inicio del segundo acto no significa que se pueda ni se deba hacer borrón y cuenta nueva, pero sí que obliga a que el futuro se aborde desde una perspectiva menos anclada en el pasado y en sus usos. No está pues claro que los modos de negociación de antes, desde la bilateralidad, se perpetúen. Un Estado más moderno, probablemente, busque cimentarse en el consenso y el acuerdo, para hacerse más liviano y ágil, mejor articulado, más transparente y riguroso, para responder a la demanda ciudadana de vivir con más garantías, con menos improvisación y con más confianza, no ya en el día a día sino también, y sobre todo, en el futuro que heredarán los que ahora son niños y jóvenes. Para ello es posible que el tipo de argumentos que adquieran validez en el debate de las grandes cuestiones pendientes tengan que ser más elaborados y sofisticados.
En ese contexto, es posible que la apelación a derechos históricos, a los ámbitos de decisión, a la territorialidad, per se, tengan en este nuevo tiempo menos recorrido. Pero es también de esperar que los proyectos mejor armados, que gocen de un amplio y rotundo apoyo popular, con potencial para construir un futuro que aún está por definir, sean más escuchados e incluso, tal vez, atendidos.
El segundo acto, guste o no, ha empezado. Corresponde a cada uno de nosotros, como ciudadanos individuales y también como parte de los agentes colectivos sociales, ajustar nuestro papel, a sabiendas de que los niveles de exigencia serán más altos, como corresponde a toda organización que evoluciona y madura.
Si todo va bien, como en toda construcción inteligente, las mejores propuestas serán las que tengan más posibilidades de prosperar, pero para ello tendrán que venir avaladas por una gestión previa que demuestre de manera fehaciente los avances conseguidos hasta la fecha.
La semántica será también más exigente y se distinguirá entre gastar e invertir, entre crear y replicar, entre innovar y repetir, entre querer y poder, entre pasado y futuro.
Tengo la impresión de que los vascos tenemos trabajo, aunque muchos sean aún víctimas del azote del desempleo.