Vivimos un apasionante tiempo de transformaciones, no solo de tuneo. Tunear, del inglés “tuning”, es ajustar, rediseñar y se refiere a la afición por adaptar la estética de los coches y motos, rectificándolos para mejorar su rendimiento. La práctica del tuneo, originada de manera simultánea en Estados Unidos y Europa tras la Segunda Guerra Mundial, no ha tenido excesivo eco entre nosotros, tal vez por el rigor con el que se vigila nuestro parque móvil en aras a la seguridad.
En cualquier caso, el tuneo es solo una de las múltiples manifestaciones de la afición humana por colorear y maquillar la realidad, de la que las pinturas rupestres son sus primeras expresiones. Tal vez en ellas esté también el origen de los grafitis propios de la cultura urbana que ocupan fachadas, puentes y otros espacios públicos, unas veces con más fortuna que en otras.
El deseo del humano de pintar y colorear su entorno le llevó a hacerlo también consigo mismo, dando lugar a la tradición milenaria de los tatuajes, en la que la propia epidermis hace de lienzo de dibujos indelebles de los que más de uno se ha arrepentido con el tiempo. Hoy de moda, decorando con frecuencia cuerpos curtidos en el gimnasio, hasta hace un par de décadas eran raros entre nosotros.
Los carnavales y sus disfraces, rozando a veces el travestismo, son otra manifestación de esa costumbre tan humana como socialmente aceptada de alterar la imagen para escapar a los estrechos límites de lo cotidiano desde el anonimato.
Pero antes de que el humano se dedicara a pintar su entorno y su propio cuerpo, la naturaleza, a través del largo proceso de la evolución, había desarrollado ya su capacidad de auto-tunearse. Así, las especies animales cambian color y textura de pieles y plumajes para camuflarse, cortejar a la pareja, atraer a sus presas o ahuyentar a los depredadores. Y como la naturaleza es siempre nuestra mejor fuente de inspiración, de su observación extraemos los patrones e impresiones de las fantasías del carnaval.
El tuneo, sin embargo, no entraña una verdadera transformación, que implica un cambio esencial.
Nuestra sociedad se trasforma a un ritmo acelerado y global, casi sin darnos cuenta, como fruto de la acumulación de los micro-cambios que cada uno de nosotros experimenta en interacción con el medio.
En algunos casos, nuestra inclinación al cambio adquiere tintes caricaturales como en la célebre comedia Zelig (1983) de Woody Allen, siempre interesado en la psicopatología y las peripecias de nosotros los urbanitas. La película recoge la historia del singular personaje que el propio Allen interpreta, a quien su inseguridad extrema le llevaba a camuflarse entre las personas, adaptando su apariencia para poder ser aceptado. “Donde fueres haz lo que vieres” dice el refrán y Zelig lo aplicaba al pie de la letra.
Fruto de todos esos impulsos y procesos individuales, convertidos en colectivos a través de la comunicación e interacción, ahora ya constante, incesante, nuestra sociedad evoluciona, mutando no solo en el color y las formas sino también en valores, y hoy ofrece una realidad tan compleja que a veces es difícil distinguir lo esencial de lo que es puro tuneo.
Y es que la realidad no es una superficie plana, lisa, homogénea y clara, como una pantalla de plasma de alta resolución, sino que presenta un aspecto rugoso, lleno de pliegues, como los hermosos flysch que decoran los acantilados de nuestras costas.
Es por eso que al contemplar esa realidad, la misma en principio para los que compartimos un entorno, no todos vemos lo mismo. Son frecuentes las discusiones sobre colores o efectos ópticos que nos confunden y de ahí el sabio dicho: “Para gustos, los colores”.
Esa divergencia en la percepción, con frecuencia, no suele quedarse en anécdota, pues ver distinto conduce a opinar y comportarse de diferente manera, también en los momentos y temas transcendentales.
Tal vez por eso la sociedad de hoy se caracterice más por la pluralidad, cuando no por la divergencia y la falta de acuerdo, que por la sintonía y el consenso. No faltan quienes, acertadamente, llaman a la concordia, con frecuencia con escaso éxito, en un universo cultural que ha dado por igual espacio a la sabiduría y a la necedad.
Ante esa compleja realidad, acudimos con creciente frecuencia a los números, confiando en que nos desvelen verdades indiscutibles, no sometidas al vaivén de lo subjetivo. Lo hacemos de manera particularmente profusa en este año de elecciones.
La última cascada numérica nos llegó la noche del pasado domingo, 24 de mayo, y nos dejó un mosaico de resultados que tardaremos en digerir y armonizar. Pero, en esta ocasión, más incluso que el resultado final, tal vez haya sido el proceso lo más relevante, durante las semanas de campaña y los meses previos en los que la política se debatía entre lo tradicional y lo innovador.
Son varios los elementos novedosos que en esta ocasión han llegado para quedarse. El primero, cómo no, lo hacía de la mano de Internet. Los partidos políticos y candidaturas han publicado sus programas en la red en documentos de claridad y concisión diversa. Unos lo han hecho antes de que se iniciara la campaña y otros a ultimísima hora, pero todos se han visto en la obligación de retratarse, explicándonos qué es lo que proponen hacer.
Hay quien dirá que esto ya se hacía antes a través de folletos de propaganda tan costosos como poco útiles, pues acababan casi siempre en el contenedor azul. Pero los nuevos programas quedarán para siempre en la red y serán el temario sobre el que tendrán que examinarse dentro de cuatro años quienes opten a la reelección.
Mirando atrás o incluso a lo cotidiano, sería fácil criticar a quienes gobiernan aquí y allí por lo que prometieron y no cumplieron. Pero no merece la pena. Hemos entrado en una nueva era en la que “la nube” va a albergar nuestra memoria electoral colectiva. Y eso nos permitirá en cualquier momento futuro escrutar el grado de cumplimiento de esos programas que no amarillearán como el papel.
El segundo elemento novedoso también irrumpía a través de Internet y demás medios de comunicación, cómo no. Y es que los partidos y plataformas electorales se han visto en la necesidad de renovar carteles. Aquí lo hemos percibido doblemente.
Por una parte casi han desaparecido los candidatos monolingües a cargos de relevancia. El bilingüismo, casi tan asimétrico como en el pasado, es ya un hecho que nadie puede ignorar de cara a las elecciones. Por otra, la nueva generación de candidatos ha querido presentarse ante la ciudadanía como las personas que son, y no tanto como políticos profesionales.
Cierto es que las elecciones locales y forales se prestan más ello, pero no es menos veraz que se percibe claramente un mayor nivel de exigencia ética por parte del votante.
Todo ha sumado. Los numerosos escándalos de corrupción sin duda lo han hecho pero, sobre todo, ha pesado el escepticismo ciudadano ante quienes hacen lo contrario de lo que prometen. Y es por eso que la mayoría de los candidatos se han presentado ante nosotros como personas de palabra.
Esta campaña se ha caracterizado, pues, por ese esfuerzo de transparencia de unos y otros por explicarnos quiénes son los que proponen hacer exactamente qué.
No podían faltar, claro, las grandes excepciones, a las que los medios de comunicación han regalado excesivos minutos de máxima audiencia. Sin esos candidatos patanegra que piden el voto sin necesidad de programa, esgrimiendo como mejor argumento su propio genio y figura, la campaña habría sido más aburrida, sí. Pero es cada vez más difícil sortear con plumas y disfraces el escepticismo ciudadano.
Tal vez hayamos llegado a ese punto de madurez colectiva que nos permite exigir un claro compromiso con la transformación de la realidad, para adecuarla más y mejor a las necesidades de un futuro que llega al galope, y a la vez dar la espalda a las promesas de mero tuneo.
Artículo publicado en Deia, 24 de Abril de 2015
El contenido multimedia de esta entrada no aparece en el texto original publicado en DEIA que puede leerse íntegramente en este enlace: Transformar o tunear la realidad