Se cumplen cuarenta años de acontecimientos importantes y esto nos ocurre, como corresponde, en crisis, la de los cuarenta, en pleno proceso de metamorfosis.
Se nos acumulan síntomas y tareas: una crisis económica que no acaba de remitir, otra gubernamental en Madrid, la corrupción, el retroceso de nuestro sistema educativo, etc.
Pero solo cabe una lectura positiva. Estamos mucho mejor que cuarenta años atrás, en una de las mejores edades, a los cuarenta, jóvenes aún pero con una experiencia nada desdeñable: cuatro décadas de práctica democrática, imperfecta sin duda, pero efectiva.
Debemos pues sentirnos afortunados de que esta gran crisis que, como todas, es sobre todo una fantástica oportunidad, nos llegue ahora, preparados para afrontarla. Este trance nos servirá además de reválida para poder encarar los próximos cuarenta años en mejores condiciones.
Eso no quita para que la lista de temas pendientes no pare de crecer.
Por si fuera poco, los nuevos y profusos modelos informativos, “en tiempo real”, con frecuencia redundantes, llenos de indicadores económicos, de prospectiva electoral, de casos de corrupción, locales e internacionales, hacen que seamos presa de un incesante carrusel de acontecimientos pasados o inminentes, que hacen difícil mirar el presente con serenidad.
Es por ello que, entre las prisas y la confusión, emergen quienes llaman la atención sobre las verdaderas dimensiones del problema: Las personas y la cultura.
¡Estamos mirando el dedo en lugar de contemplar la Luna!, nos dicen las voces más autorizadas.
Pero no es fácil percibirlo, admitirlo y asumir las consecuencias, cambiando de actitud. Es inevitable que nuestros asuntos, tanto personales como colectivos, nos parezcan transcendentales y que sólo percibamos que son los otros los que se entretienen inútilmente en detalles insignificantes, mientras nosotros nos creemos atentos a cuestiones nucleares.
Hace unas semanas fallecía Umberto Eco, el sabio italiano, máximo exponente de la cultura europea, que combinando humanismo y conocimiento supo hacer una crítica constructiva de nuestra sociedad, mirando al futuro.
Pero, a pesar de las reflexiones de mentes lúcidas como Eco, la batalla no está ganada: el dedo es cada vez más gordo y es más difícil vislumbrar la Luna tras él.
Los discursos de alguno de los candidatos a la presidencia de los EEUU, por ejemplo, nos dejan atónitos. Tampoco en Europa falta quien cuestiona los principios de universalidad y solidaridad sobre los que ha de forjarse la sociedad del futuro.
Pero el dinero, los media y el marketing son tan poderosos que, a pesar de siglos de desarrollo y cultura, resulta aún factible arrastrar a la sociedad a la herejía: racismo, anti-evolucionismo, supremacía de unas religiones frente a otras, etc.
No estamos pues solos. Son momentos convulsos en buena parte del Planeta y nos ocurre a los cuarenta, cuando ya hemos perdido la ingenuidad colectiva de antaño.
Hoy disponemos de una valiosa y exhaustiva información que entonces no era accesible. Lo que antes se escuchaba a escondidas, por la noche, a través de las ondas que se emitían desde algún lugar de Francia, hoy nos llega en tiempo real por internet.
A pesar de ello, sigue siendo intrínsecamente difícil extraer una imagen nítida del aquí y ahora. Lo que sí hemos aprendido con la experiencia es que no todo es ilimitadamente posible y menos en el corto plazo.
Hace ya mucho tiempo, un dentista de Iparralde en su consulta del “treizième arrondissement” (el distrito trece) de Paris me solía decir: Nunca olvides que España lleva cuarenta años de retraso.
¡Cuántas veces me he acordado de esa acertada observación!
Hemos conseguido recortar mucho ese desfase: Nuestras infraestructuras son cada vez más homologables a las de los demás países europeos y, al fin y al cabo, el revuelo en el que vivimos tampoco es exclusivamente nuestro.
Esa rápida y exitosa transformación epidérmica es evidente, pero también nos ha dejado una gran enseñanza: Es muy difícil realizar transformaciones profundas, incluso en los ámbitos más locales y sectoriales.
Empezamos pues a sospechar que nuestros sueños no consumados hasta hoy, tal vez no se vayan a materializar tampoco en los cuarenta años venideros. Y comenzamos a asumir que las revoluciones, los cambios, habrán de forjarse en gran medida en el ámbito privado y local y que, tal vez, solo a través de la fusión, del solape de muchos micro-cambios, se forje un cambio social de más calado, que no se espera vaya a ser decretado en ningún Parlamento.
Hay temas viejos aún pendientes como la relación de Euskadi-Estado. Y hay también nuevas miradas y aproximaciones al mismo en una sociedad que ya no conoce fronteras. El debate es ahora más sosegado y presta atención a la semántica. La “autodeterminación” ahora es “derecho a decidir”, que se formula como el derecho a expresar libremente la voluntad popular, sin que eso implique necesariamente su inmediata puesta en práctica.
Es un debate abierto que durará décadas aún, salvo que nuestros hábiles representantes parlamentarios y políticos aprovechen una ventana de oportunidad improbable en la que la cuenta de los escaños acabe saliendo.
A los cuarenta nos sigue gustando soñar, sí, pero distinguiendo entre realidad y ficción.
Vamos tomando conciencia de que el mero hecho de que las viejas reivindicaciones no hayan sido satisfechas, aunque permita mantenerlas vivas, no garantiza su viabilidad y actualidad. De hecho, el futuro del proyecto vasco en el medio-largo plazo dependerá sobre todo del vigor de nuestra sociedad, que debe fundamentarse en los cimientos de las personas y la cultura, dos frentes que deberíamos priorizar y en los que algunos indicadores son mejorables.
Por un lado, el constante goteo de profesionales que nos dejan en busca de proyectos de mayor escala, o que exportamos para que dejen el hueco que aquí queremos para otros y, por otro, la creciente necesidad de los jóvenes de emigrar en busca de empleo, nos restan un capital humano que puede ser decisivo para un proyecto de País que no puede esperar al cambio de la coyuntura política.
Lo mismo ocurre en el ámbito de la cultura.
Hace unas semanas celebrábamos el “Día Internacional de la Lengua Madre”, y supimos que de las seis mil lenguas vivas en el Planeta la mitad desaparecerá antes de que acabe este siglo. La nuestra, el euskera, es una lengua vulnerable para la UNESCO y a la vista está.
Atentos como estamos al día a día, ¿prestamos atención suficiente a esos dos pilares?
Mikel Laboa en su mítica y eterna canción “Txoria txori” dice así: “Hegoak ebaki banizkio nerea izango zen, ez zuen aldegingo. Bainan honela ez zen gehiago txoria izango”. ( “Si le hubiera cortado las alas habría sido mío, no habría escapado. Pero así habría dejado de ser pájaro.”)
La letra permite infinitas interpretaciones. Puede que también sea una llamada de atención para cuidar las dos alas, personas y cultura, para que nuestra ave pueda seguir volando con estabilidad, con independencia de las condiciones meteorológicas.
Inútil esperar a que escampe pues con frecuencia el destino último del viajero se decide en las inciertas circunstancias de la tormenta.
El manifiesto de la 18. Korrika en 2013, “Ama Hizkuntza” (Lengua Materna), recitado por el joven y virtuoso bertsolari Amets Arzallus, empezó diciendo “Ama hizkuntza esaten dugu hizkuntzak erditzen gaituelako” (“Le llamamos idioma materno porque nacemos de él“) y acabó así: “…herri hau euskaraz pentsatuko dugu edo ez da izanen” ( “…este pueblo lo pensaremos en euskera, o no será”).
La Naturaleza nos alecciona sabiamente. Las especies de aves que, confinadas en territorios en los que el transporte terrestre resulta suficiente, pierden en el proceso de la evolución su capacidad de volar, son presas más fáciles, y corren mayor peligro de extinción por la irresponsable acción humana.
Cuidemos pues las alas del pájaro.
El artículo original fue publicado en DEIA el 27 de mayo de 2016. La versión digital puede leerse en este enlace y descargarse en PDF clicando aquí.