¡Vasta ya! rezaba la pancarta colgada en el balcón de un edificio construido en los años setenta para familias de clase trabajadora. La notoria falta de ortografía hacía la protesta más desgarradora. Eran momentos de indignación, incluso en aquellos pueblos de la sierra madrileña que con frecuencia votaban y votan mayoritariamente a la derecha. “Yo apolítico”, me solía decir el taxista, “pero en las elecciones siempre voto a la derecha”. A mi me recordaba a aquel amigo de la infancia que, aunque muy bueno en fútbol, nunca llegó a las divisiones profesionales. Solía decir “Con un poco más de velocidad, control de balón, regate y remate de cabeza, habría llegado a ser un profesional”. Yo pensaba para mis adentros que tenía razón y que con todos aquellos atributos hasta yo podría haber sido un buen futbolista.
Aquel “¡Vasta ya!” Resultó ser inolvidable. Al día siguiente, advertida la falta de ortografía, la pancarta había sido corregida y ahora ya decía, correctamente ¡Basta ya! Era sin embargo apreciable que, tras la B, antes había habido una V, pues el borrado, aunque eficaz, no había sido perfecto. Casi nunca lo es. Para entonces aquel primer grito de rabia había empezado a tomar forma, se había serenado, organizado y cobrado fuerza. El tsunami social era imparable.
Los vascos en aquellos días por Madrid andábamos más callados que de costumbre pues la acusación resultaba particularmente grave para con una organización que decía luchar por nuestra libertad, pero que hacía ya mucho tiempo que se había alejado demasiado de lo que era el sentir de nuestro pueblo. Se había cometido el crimen de mayores dimensiones que podíamos recordar y además de manera indiscriminada, azotando a la clase trabajadora que a esas horas en las que aún no ha salido el sol, se acercaban a la estación de Atocha en tren para conectar con el metro e intentar llegar al trabajo a tiempo, por un salario que desde entonces casi seguro ha debido bajar.
En Madrid, increíble, se podía aparcar sin ningún problema. El silencio en las calles era de hielo y nadie se atrevía a hablar de lo que era el único tema que ocupaba a la población en aquellos días: ¿ETA o el terrorismo islámico?
El Gobierno que gestionó aquella crisis se equivocó. Nunca entendimos bien la estrategia elegida, pero las magnitudes sobrehumanas de lo sucedido podían en efecto superar a cualquier gobernante, como así fue. Zapatero ganó las elecciones y así, milagrosamente, se hizo verdad su pronóstico de que ganaría cuando nadie lo creía, ni siquiera en sus filas. Fueron ocho años de Gobierno para él. Quien perdió entonces es hoy presidente del Gobierno de España desde hace un año. Se trata sin duda de una manifestación del gran grado de estabilidad del que gozan nuestros políticos en las más altas esferas del poder, lo cual no estoy seguro que sea bueno pues, como en todo, un cierto grado de fluidez, de renovación, es indispensable para asegurar la buena salud.
Pronto los vascos cambiaremos de Gobierno y lo haremos de manera no traumática. Buena noticia. A pesar de ello o precisamente por eso, el “¡Vasta ya!” es de estricta aplicación. Nos hemos cansado de que la gobernanza sea la profesión a la que llegan quienes no tienen otra, de quienes llenan los programas de acción de gobierno de ocurrencias, con la vista puesta en el corto plazo, en la cámara de televisión, en el electorado, no por mala fe o por ser demasiado oportunistas sino simplemente porque no saben hacer otra cosa, porque no están preparados para la GOBERNANZA con mayúsculas.
Recuperamos nuestro propio Gobierno hace algo más de treinta años para diseñar y aplicar nuestras políticas, para ir a mejor. Las últimas elecciones han resultado ser como un examen escolar, justa prueba o reválida sobre contenidos impartidos en clase. En este caso el resultado ha sido claro: ¡Suspenso!
El poder no siempre da la razón, aunque se imponga por mero abuso del mismo. Y eso pasa factura el día del examen, que no se puede preparar la noche antes. Los estándares internacionales existen, aunque uno mire a otro lado, y esos son los que imponen el nivel de los ejercicios del examen que pasa por las urnas y que corregimos y calificamos entre todos.
Es nuestra responsabilidad dar el poder a quien está preparado para ejercerlo. Hemos empezado haciendo autocrítica con un suspenso a la gestión saliente y clara voluntad de enmienda. Una sociedad, un pueblo, un gobierno, son una empresa. El diccionario de la RAE, en una de sus acepciones de la palabra “empresa” dice: “Acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo.” Decisión, esfuerzo y yo diría también acierto. Es por eso, en la búsqueda del acierto, que nos vemos obligados a retomar la asignatura con otra metodología. En eso estamos.
Al final, los números cantan. Nuestro I+D+i está tal vez mejor que el de conjunto de España donde se impone la desbandada de gestores y científicos, los primeros a Bruselas donde en la UE pueden encontrar cobijo en puestos de administración en donde el trabajo es más rentable y gratificante, y los segundos al mundo mundial pues la ciencia es una liga sin fronteras. Pero eso también nos está ocurriendo aquí. Lo mismo podría decirse de los crecientes niveles de desempleo o de la ya preconizada bajada de población. No nos engañemos, aunque nos resulte cómodo hacerlo. Los gobiernos no pueden enterrar algunas de las iniciativas más brillantes de nuestra ciencia y salir airosos. Y así ha sido.
“¡Vasta ya!” ha dicho el electorado, mirando al nuevo Lehendakari. La sociedad ha despertado, y ya no hay ciclos de cuatro o cinco legislaturas seguidas a precio de saldo. Cada legislatura hay que ganarla a pulso, como las cuentas de resultados de las empresas, una cada año. Y necesitamos buenos resultados. Un país tan pequeño como el nuestro depende de lo que se haga en cada esquina. Somos demasiado pocos para retrasar la ejecución de tareas que no pueden esperar, y errar de manera estrepitosa en algunas otras que estaban “en su punto”, sin que eso se note. Buena prueba de ello, el suspenso.
¡Vasta ya, basta ya! O, mejor, en euskera, con la ventaja de no correr el riesgo de errar entra V y B, “Aski da!” .