En la década de los ochenta, en Paris, algunos de los jóvenes hijos de la clase obrera crearon y empezaron a emplear de manera profusa el “verlan”. Se trataba, se trata, de un argot en clave difícilmente descifrable en tiempo real para quien no esté acostumbrado, aun siendo descodificable, pues el juego consiste en decir las palabras al revés, invirtiendo el orden de las sílabas. De ahí su propia denominación, “verlan”, del francés, “l’envers”, que se lee algo así como “lanver” de modo que al invertir el orden resulta en “verlan”. En castellano diríamos “vesré”, en lugar de “revés”, y en euskera, “tzizrandeal”, en lugar de “alderantziz”. Obviamente, a trabalenguas siempre gana el euskera.
El “verlan” constituye un perfecto jeroglífico que permite la comunicación entre unos, sin que los otros entiendan. En su origen, con frecuencia, era empleado por los más jóvenes, los más transgresores, para que sus padres o autoridades no se enterasen de lo que hablaban. Era un modo de rebelión, de manifestar el descontento, de dar la espalda a una sociedad que hacía que su vida fuera difícil, que había empezado por excluirlos a ellos mismos, a sus creadores y usuarios.
Algunos se sumaban por esnobismo, pero otros por ese efecto rebote que se produjo en Francia en la segunda generación de inmigrantes, los “beur” o hijos de inmigrantes magrebís. La primera generación, la que dejo el Magreb para emigrar a Francia, escapando del declive de las antiguas colonias y de las guerras de independencia, se integró razonablemente. Lo que no esperaban era que sus hijos nacidos en los 70, o más tarde, se acabaran sintiendo excluidos en una sociedad metropolitana a la que ellos, sus padres, creían haberse integrado y contribuido plenamente, con disciplina, trabajo, asumiendo sus valores, y habiendo incluso ofrecido a sus hijos la mejor escuela que podían.
Todo esto demuestra que los fenómenos sociales no son lineales, ni previsibles, sino mucho más complejos, como el movimiento de las nubes en tempestad o la ebullición de las hormonas en la adolescencia. Lo social es elástico de modo que lo que se estira vuelve a encogerse, y viceversa, como el pelotón en la carrera. Que se lo digan si no a nuestros hijos que se enfrentan a niveles de paro inaceptables, habiendo nacido de una generación de padres que siempre encontró un mercado de trabajo bien pavimentando. Nosotros mismos, que pudimos acceder a la Universidad, habiendo tenido progenitores a los que la guerra y sus secuelas impidieron acabar el Bachillerato como es debido, podemos dar testimonio de esa elasticidad social.
La génesis e historia del “verlan” también nos enseña el poder de las lenguas para unir y para separar. Aquí sabemos mucho de eso.
El “verlan” es además una muestra de la infinita creatividad humana que no sólo ha sido capaz de forjar un sinfín de lenguas que permiten la comunicación y dar un nombre al árbol, otro al niño y otro al mar, en cada una de ellas, sino que además es capaz de jugar con la combinatoria y crear nuevos lenguajes sobre los ya existentes.
El “verlan” es, además, sistemático, se puede pues “verlanizar” todo, o incluso “re-vernalizar”. El juego consiste en dar la vuelta y leer las cosas al revés, de atrás adelante, y volver a aplicar la misma regla para generar nuevas palabras, dando vueltas como en una batidora. Y eso es algo que hacemos muchas veces, sin ni siquiera darnos cuenta, en diversos ámbitos de actividad. Lo hacemos cuando pintamos una pared de arriba abajo pero también de abajo arriba, cuando excavamos los agujeros del volcán de arena en la playa, de un lado y del otro para buscar la invisible conexión, cuando buscamos un nombre en un listado demasiado largo, de manera progresiva y regresiva, cuando leemos un complejo itinerario de avión, con salidas y llegadas en varios aeropuertos, cuando buscamos en casa el llavero siguiendo el rastro de la entrada a la habitación y viceversa, o el dinero en los diversos bolsillos de la chaqueta y del pantalón. Leer las cosas en ambas direcciones, buscar en ambos sentidos, nos ayuda, o al menos eso intuimos y por eso lo hacemos.
Estos días se habla del relanzamiento de las conversaciones de los partidos vascos sobre un posible nuevo estatus y/o estatuto vasco. Bienvenidos sean estos tiempos en los que, por lo menos, todos parecen dispuestos a hablar con todos. Sin duda el tema a debate es complejo, y las conversaciones en ciernes de resultados poco previsibles e inciertos. Pero seguro que ese debate, aun incipiente, dará frutos positivos pues, dicen, hablando se entiende la gente.
Pero me pregunto si no convendría también “verlanizar” el debate.
Hablar del nuevo estatus o estatuto es complejo pues hay barreras legales, inamovibles para algunos, inaceptables para otros, que generan tensión y desconfianza. Hablar de nuevo estatus puede que para unos sea discutir el principio, pero para otros el final.
En esta era de la globalización, crisis e incertidumbre, nada está claro, ni siquiera cuáles son las preguntas relevantes. Tal vez la “verlanización” o incluso la “re-verlanización” de ese debate pueda contribuir a identificar y colocar en el centro de la conversación algunas cuestiones basales, inevitables.
He aquí algunas.
Sea cual sea la definición que demos al concepto de País, con independencia de sus límites geográficos virtuales, ¿cuál va a ser el pulmón, el motor económico del mismo? Todos vemos como cierran las empresas, persianas bajadas empolvadas allí donde antes crujía el acero y repicaba el martillo. ¿Qué sectores de actividad van a generar la riqueza que necesitan nuestros gobiernos e instituciones y asegurar el mantenimiento del estado del bienestar que desearíamos legar a las siguientes generaciones?
Y, sea cuál sea la respuesta a la primera pregunta, ¿cuál va a ser el modelo de educación, en particular el de la educación profesional y superior, que asegure que formamos la gente que necesitamos, los ciudadanos que nos gustaría ser? ¿O seguiremos diseñando la educación del futuro mirando por el retrovisor, a rebufo, en reacción de las persistentes y contradictorias reformas de terceros?
¿Cuál será nuestro modelo económico, cuáles nuestras prioridades en materia de energía o de transporte? ¿Seremos algún día capaces de renunciar a algo de confort individual para que el País en su conjunto pueda funcionar de manera más racional y eficaz?
¿Cuál será nuestro modelo social de País en este mundo cada vez más globalizado, en el que las distancias se acortan y las mixturas se hacen cada vez más frecuentes? ¿Mantendremos nuestra apuesta por el bilingüismo, por el trilingüismo? ¿Lo haremos de verdad o sólo con la boca pequeña? ¿Conseguiremos desprendernos del estigma de nuestro sistema educativo que hace que muchos que se forman casi íntegramente en euskera sean incapaces de mantener una conversación adulta en esa lengua?
¿Fieles a nuestra tradición, mantendremos una sensibilidad y niveles de protección superiores a las habituales para con quienes más lo necesitan? ¿Dará nuestro pulmón económico para tanto?
¿Seremos capaces de desarrollar políticas honestas y rigurosas de investigación e innovación que permitan dinamizar nuestro tejido productivo, al servicio del conjunto de la sociedad, y acercar nuestros resultados a los países de referencia? ¿O seguiremos siendo autocomplacientes en esa materia, invirtiendo más para obtener más o menos lo mismo pero de manera más cómoda?
¿Dejaremos algún día de comportarnos de manera esquizofrénica para ser radicalmente distintos los días pares y, los impares, cuando las cosas vienen mal dadas, conformarnos con tener mejores índices o indicadores en cualquier materia que cualquier vecino inmediato?
Ha llegado la hora de hablar y puede que, también, de “verlanizar” y “re-vernalizar” el debate o, en euskera, “tzizrandealtu” y “ber-tzizrandealtu”.