De pequeños nos esmerábamos en construir aviones de papel que volaran de manera armoniosa y liviana. Lo hacíamos los días que no llovía. Con el ambiente y el suelo húmedos no merecía la pena pues, a pesar de nuestra cuidada preparación, los aviones se deshacían en el primer lance.
Sabíamos hacerlos de dos tipos. Algunos alargados, con un folio entero, puntiagudos y más bien planos y delgados, que cortaban el aire con rapidez en líneas más o menos rectas y se posaban apresuradamente. Los otros se construían con una cuartilla, eran más chatos, con alas curvadas, y volaban más lentamente, en círculos, y se posaban en el suelo despacio, como para no molestarlo. Los primeros se parecían más a los aviones de combate que aterrizan en los portaviones, con prisa, de manera brusca. Los otros, más majestuosos, se parecían más a los grandes aviones que, tras cruzar el océano, aterrizan como para no despertar a los pasajeros.
Jugábamos con los aviones como si fueran miniaturas de objetos imaginarios o virtuales que no conocíamos. Por aquél entonces creo que nunca habíamos visto uno de verdad, al menos de cerca. Eran pocos los que surcaban nuestro cielo y nunca habíamos estado en un aeropuerto. Nuestros padres, cuando viajaban, lo hacían en coche o en tren y era habitual acabar el ciclo vital sin nunca haber volado. Los conocíamos del escaparate de la juguetería, de cuando íbamos al cine y en el NODO nos mostraban alguna autoridad del régimen en visita oficial, descendiendo las escalerillas de uno de los de la compañía de bandera, o de alguna película de la tele en la que las tropas aéreas aliadas se enfrentaban a los nazis en batallas heroicas y cruentas.
Creo que aún recuerdo cómo se hacían aquellos aviones de papel o, al menos, los que a mí me gustaban, que eran los que volaban en círculos. Me recordaban al vuelo de las gaviotas que observaba en verano que, como apoyándose en el más leve e invisible viento o brisa, planeaban sin casi necesidad de agitar las alas.
Aún hoy cuando las observo pienso que una de las mayores limitaciones del ser humano es la de no poder volar. Podemos caminar, correr, saltar, nadar, bucear, escalar, pero no podemos volar. Poco importa cuanto agitemos nuestros brazos, cómo de aerodinámica sea nuestra postura o afilada nuestra nariz. Sabemos que, de intentarlo, acabaremos en el suelo y que quienes han ignorado esa ley natural no han acabado bien.
Y es precisamente esa insuperable limitación la que ha establecido y marcado para el ser humano el desafío de volar, espoleando nuestra creatividad. Y ha sido así desde que el ser humano pudo mirar al cielo y preguntarse sobre el ir y venir del sol y la luna o sobre el vuelo de los pájaros.
Así, por ejemplo, Leonardo da Vinci (1452-1519), genial y visionario, dedicó buena parte de sus esfuerzos al estudio de la anatomía de las aves y su manera de volar y en sus bocetos y maquetas de máquinas voladoras se adelantó a los artilugios que desde el siglo XVIII nos permiten volar. Primero fue en globo aerostático para después desarrollar modalidades y tecnologías más sofisticadas. Hoy podemos volar de diversas maneras: globo, dirigible, helicóptero, avión, ala delta, parapente,…
El éxito ha sido tan rotundo que conseguimos llegar incluso a la Luna en 1969 en uno de los viajes que han impreso una gran página de la historia humana, y además para siempre, después de que en 1903 los hermanos Wright hicieran volar el primer avión a motor.
Hoy la aviación comercial ha desarrollado verdaderas joyas aéreas, pero ninguno de esos artilugios, por técnicamente portentosos que sean, nos permiten quitarnos de encima el complejo, la frustración, de no poder volar por nuestros propios medios, por el mero movimiento de nuestro cuerpo, como lo hacen las aves o los murciélagos. Ese reto sigue pendiente.
Recientemente la modalidad del “wingfly” ha intentado desafiar la ley de la naturaleza según la cual el ser humano no puede volar. Consiste en saltar intrépidamente con un traje inspirado en el murciélago, que dota al cuerpo de membranas entre los brazos y el tronco y entre la piernas, destinadas facilitar la sustentación. Pero este nuevo intento se ha saldado de manera trágica con la muerte de algunos de los deportistas más diestros.
La naturaleza ha vuelto a imponer su ley. El vuelo está vetado al ser humano a no ser que se ayude de un aparatoso equipamiento. El vuelo de Superman sólo es posible en el cine.
Es por eso que uno de los sueños nocturnos más frecuentes del humano, cuando el cerebro se libera del dominio de la vigilia, es aquel en el que es capaz de volar, de planear y así contemplar todos esos lugares que le son habituales y queridos desde la perspectiva de un pájaro. Pero la mayoría de las veces esas aventuras oníricas suelen acabar mal, de manera precipitada y estrepitosa, pues, incluso en el sueño más profundo del cerebro más osado, resulta evidente que la forma de nuestro cuerpo de bípedos no está hecha para volar, sino para caminar erguidos.
A pesar de todo ello, dando una vez más la espalda a la naturaleza, pero a la vez inspirándonos en ella, hemos construido la sociedad moderna en torno a la aviación y al vuelo. Ya no medimos las distancias en kilómetros, sino en cuántas horas nos separan de un punto al otro en avión.
La aviación comercial evoluciona rápidamente y donde antes sólo competían compañías de bandera, verdaderos símbolos nacionales, ahora abundan multitud de otras compañías “low cost” con el lógico propósito de transportar al viajero al menor coste posible.
La industria aeronáutica y el tráfico aéreo se han convertido en un fiel reflejo de la salud de nuestras economías. Así, las grandes potencias emergentes son las que demandan más nuevas aeronaves y compiten por convertirse en “hubs” globales, puntos a los que lleguen pasajeros de todo el mundo para cambiar de avión y seguir camino a otros lugares, uniendo así América con Asia a través de Europa, o Europa y Australia a través de Asia o el Golfo Pérsico. Y cada país, cada ciudad, experimenta la necesidad de hacerse un hueco en ese mapa global del transporte aéreo.
Aquí, dada nuestra pequeña escala, si queremos saltar lejos, tenemos que conformarnos con realizar al menos un transbordo en alguno de esos aeropuertos de dimensión global, arrancando desde alguno de los nuestros. Y, a pesar de que hasta ahora han resistido la crisis, el porvenir de nuestras instalaciones aeroportuarias no es del todo claro. Nuestro territorio es pequeño y, a pesar de la tradición y personalidad propia de cada infraestructura, el tráfico global de personas y mercancías entiende cada vez menos de singularidades e impone la racionalización y la rentabilidad.
En cualquier caso, la épica historia de la aviación está lejos de haber concluido. Así, en los últimos años se han hecho tristemente famosos los “drones”, aviones no tripulados con fines bélicos. Y, dentro de una década, volverán los aviones supersónicos, sustituyendo al mítico Concorde, un genuino icono de la aviación, jubilado hace ya diez años.
Esta nueva generación de aviones supersónicos supondrá una verdadera revolución, al reducir muy considerablemente el tiempo de vuelo en los viajes transoceánicos más largos.
La invisible red de rutas aéreas que envuelve nuestro planeta seguirá creciendo, haciéndose más densa. Pero no por eso habremos superado el reto de volar, como lo hacen las aves, apoyándose sin esfuerzo en un aire transparente.
Anclados en el suelo, sobre nuestros torpes pies de humanos, no olvidaremos aquella célebre reflexión de Anatole France, Premio Nobel de Literatura en 1921: “Es preciso elevarse con las alas del entusiasmo. Si se razona, no se volará jamás”.
Tal vez sea eso lo que demanden estos tiempos de crisis, dudas y bloqueos: Elevarnos con las alas del entusiasmo.
Artículo publicado en Gara, Zazpika, 1 de Junio de 2014