“Voluntad”, “fuerza de voluntad”, son conceptos, valores, actitudes, que nos inculcaron desde pequeños; transcendentales e intangibles motores del impulso individual, indispensables a lo largo de toda nuestra vida para sacar adelante cualquier proyecto, ya sea personal o profesional, y hacer frente a la adversidad.
La voluntad es el combustible surgido de nuestra mente que alimenta la fuerza interna que nos permite ser perseverantes, superando la fatiga y los obstáculos. La voluntad nos proporciona también el coraje para transitar por los momentos difíciles, para no abandonar, incluso cuando los retos parecen imposibles.
El concepto de “fuerza de voluntad” es pues un poco reiterativo, redundante, y se refiere al vínculo sutil entre voluntad y fuerza. Y, como en el caso del huevo y la gallina, no queda del todo claro si es la fuerza el origen de la voluntad o viceversa.
Ante la imposibilidad de resolver la paradoja, la “fuerza de voluntad” adquiere un carácter dual, de indisoluble binomio. Es la olla en la que se cocina el elixir de la voluntad y, a la vez, el yunque en el que se moldea la fortaleza en el hierro de la voluntad.
Todos somos involuntarios portadores de ese binomio, en nuestra cabeza, corazón y cuerpo, con el que vagamos por el mundo. Y de él dependemos para superar la fatiga, coronar la cumbre y no abandonarnos a la depresión o al suicidio cuando las circunstancias de la vida se tornan particularmente adversas.
Todos estamos dotados del invisible binomio, pero cada uno del nuestro, personal e intransferible, que imprime nuestro carácter y capacidad de realización; en algunos casos lo bastante robusto como para asegurar una gran capacidad de realización y de transformación del entorno, recordando a esos vehículos con motor trucado cuyo desempeño está muy por encima de lo que podría esperarse de su carrocería y, en otros, sin embargo, demasiado débil para que el portador cubra su ciclo vital con un mínimo optimismo.
Las personas se distinguen por su apariencia física a primera vista, salvo en casos excepcionales, sí. Pero también y, sobre todo, por su binomio.
Siete mil millones de humanos sobre el planeta suponen siete mil millones de portadores del binomio fuerza-voluntad. Y la organización social exige la sincronización de todos o, al menos, de un buen número de ellos.
Y este es un tema no menor que ha sido objeto de profunda reflexión, hasta el día de hoy.
Fue el filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau en “El Contrato Social” (1762) quien introdujo el concepto de “voluntad general” que hoy denominamos con frecuencia “voluntad popular” y que sustenta las bases de nuestras sociedades democráticas.
La idea es sencilla en apariencia y tiene como objeto que los gobernantes tomen decisiones basándose en el conocimiento de la voluntad del conjunto de la sociedad.
Parece mentira que una conclusión en apariencia tan natural sea la resultante de una reflexión filosófica profunda.
Pero así es y, en este caso, la receta es muy clara: Para saber lo que la sociedad opina, pregúntese a cada uno de los ciudadanos y hágase balance de todas las respuestas.
Y, a pesar de que tan evidente formulación debería ser de aceptación unánime y de aplicación inmediata en toda sociedad, la realidad dista mucho de ser esa.
De hecho, aquí sólo tenemos derecho al voto desde hace cuarenta años y, aún hoy, el mundo está repleto de dictaduras y de pseudodemocracias que, por ejemplo, niegan el derecho al voto a la mujer.
Pero incluso donde, como aquí, se elige con regularidad a los representantes en sufragio universal, el modo en que el proceso de consulta se despliega, que parece una cuestión meramente técnica, puede tornarse decisivo en la práctica.
Esto se constata, por ejemplo, en la muy diferente composición del Congreso y Senado en Madrid que ha resultado de las últimas elecciones. El mismo colectivo de votantes ha votado cosas muy parecidas para ambas cámaras, pero el modo en que se asignan los escaños, según la legislación, resulta decisivo a la hora de arrojar un resultado final muy distinto.
Otro ejemplo singular es el de nuestra Comunidad Autónoma, en la que las tres provincias aportan el mismo número de escaños al Parlamento Vasco, 25, de modo que, en la práctica, el peso de cada voto ciudadano no es igual.
Pero la Democracia es sobre todo pacto, compromiso, y eso atañe también a temas tan técnicos y relevantes como el diseño de las circunscripciones electorales, la asignación de escaños a cada una de ellas, etc.
En las pasadas elecciones generales, de las que ha resultado en Madrid un Congreso de los Diputados muy diverso, con una mayoría minoritaria lejos de la mayoría absoluta, con un gran número de grupos parlamentarios y muchas combinaciones y alianzas tan posibles como difíciles, hemos constatado que votar y asignar escaños según la ley no necesariamente resuelve la ecuación.
De hecho, ante el resultado obtenido, cabe preguntarse: ¿Cuál ha sido realmente la resultante de la voluntad popular expresada en las urnas?
La mayoría de los que reflexionan sobre el tema llegan a la conclusión de que no puede ser otra que el pacto, el compromiso entre diferentes. Pero ¿quiénes son esos diferentes que han de pactar y en qué temas sustanciales han de ceder? ¿Hasta dónde?
La tarea de interpretar el sentido último de la voluntad popular compete sobre todo a los cargos electos y a los dirigentes de sus partidos políticos. Y no es sencilla.
Rousseau tenía sin duda razón. Pero no nos lo puso fácil.
Por ahora ya tenemos como Presidente del Congreso a Patxi López, un vizcaíno por primera vez. Zorionak! Pero el nuevo Parlamento tendrá que deshojar aún la margarita de Rousseau no pocas veces.
Para empezar, la elección del Presidente de Gobierno está siendo un viaje laberíntico.
Otro de los nudos a liberar por los mismos representantes electos será el de Cataluña.
Cada vez son más las voces que están de acuerdo en que sería bueno conocer la voluntad popular al respecto. Pero la solución parece aún lejana, pues choca con un muro particularmente difícil de franquear: ¿Cuál es el conjunto de la población que ha de ser consultado? ¿Los ciudadanos catalanes? ¿Todos los españoles? Y no es cuestión baladí, no, pues la respuesta que se adopte para esta cuestión de apariencia técnica puede muy bien determinar la siempre escurridiza “voluntad popular”.
En este ámbito se aplica de hecho un principio tan elemental como verídico. “Dime qué y a quién vas a preguntar y te diré cuál será la respuesta.”
Aquí estamos por ahora a otras cosas. Somos espectadores atentos, interesados pero pacientes, de debates que pueden dar como resultado las siempre deseables soluciones de compromiso o unas nuevas elecciones que, en democracia, es una honrosa manera de dejar para mañana lo que toca hacer hoy.
Nuestros representantes electos, que tienen que interpretar en clave de voluntad política una voluntad popular fragmentada y plural, casi fractal, no lo tienen fácil, a sabiendas además de que el modo en que resuelvan este crucigrama puede influir en la evolución futura de una voluntad general que, tras superar la crisis de los cuarenta, parece haber decidido soltarse la melena.
A pesar de todo ello, lo más significativo es que los ciudadanos no parecen particularmente preocupados, pues entienden que han completado su parte de la tarea: Expresar la voluntad popular.
Corresponde ahora a los elegidos transformarla en voluntad política y nos conviene que acierten.
La versión digital de este texto fue publicada originalmente en DEIA, y puede leerse en este enlace. Una copia del texto original puede leerse en PDF aquí.