Cada idioma tiene su alfabeto aunque con frecuencia compartiéndolo con otros. Sin ir más lejos, tanto el euskera como el español, a pesar de sus orígenes, historia, y estructura distintas, se sustentan en variantes del alfabeto latino. De hecho compartimos alfabeto con buena parte de Europa y del resto del mundo, lo cual ayuda al viajar (¡y mucho!), pues aunque uno a veces pueda no entender lo que dice un cartel, si está escrito en el mismo alfabeto, puede al menos reproducir sus caracteres en un papel y buscar una traducción. Las cosas se complican cuando uno tiene que enfrentarse a otro alfabeto: el árabe, el chino,… De ahí precisamente la expresión “me suena a chino” que habrá que ir desterrando ya de nuestro vocabulario ahora que, poco a poco, el centro de gravedad del planeta se desplaza (¿o vuelve?) hacia China.
Un alfabeto es un menú con un número muy limitado de ingredientes, las letras (veintitantas en nuestro caso), que combinadas dan lugar a palabras, cuya hibridación a su vez, permite generar frases.
Parecería pues que el número de frases posibles debería ser relativamente limitado. Pero ya vemos que no. Durante siglos se han escrito libros y periódicos, se han dado discursos, recitado poemas, cantado canciones, y el repertorio sigue sin agotarse.
El arte de la literatura consiste precisamente en construir nuevas historias y narraciones sobre la base de un menú que de entrada podría parecer muy cortito: El de las veintitantas letras.
El alfabeto es pues a la Comunicación y a la Literatura lo que los números son a la Ciencia y a la Tecnología.
No deja de ser curioso sin embargo que cuando se trata de ordenar a grupos de personas utilicemos el alfabeto. ¿No habíamos quedado en que los números servían para ordenar? Entonces, ¿Por qué no usamos los números en lugar del alfabeto para hacerlo?
Basta pensar un poco en ello para darse cuenta de que el alfabeto es en esto irrenunciable e insuperable. Imaginemos la clase de nuestros hijos si el listado de alumnos estuviera escrito en base a los números de su DNI o al de sus padres. No sería más que una absurda sopa de números. Es pues obvio que se debe echar mano de los nombres, para saber cómo se llaman los niños, pero también para conocer sus apellidos, pues aportan información clave sobre quiénes son sus padres, sus familias. Pero los nombres de por sí, uno detrás de otro, sin orden, constituirían una amalgama de letras difícil de retener y utilizar. Todo resulta mucho mejor y más claro cuando los apellidos aparecen en orden alfabético: de la A a la Z.
Entonces es cuando se produce una asociación automática entre el nacimiento de la persona y el lugar que ocupará en las listas de por vida. El que nazca de padre Alberdi, por ejemplo, siempre estará arriba en la lista y al que le toque Zubiri estará hacia el final una vez y otra. Esto nada tiene de malo pues se trata simplemente de ordenar y no de establecer prioridades a la hora de asignar recursos. ¿O no? ¿Acaso a veces las listas no sirven también para distribuir bienes? ¿Es evitable que cuando se trata de elegir a cinco personas de una lista de treinta las opciones se agoten con más facilidad entre los primeros y que quede menos para los últimos? Temo en efecto que estas cosas puedan ocurrir.
Siendo como soy un entusiasta militante de la “Z” he tenido oportunidad de contemplar en más de una ocasión algún que otro “crimen” en el uso de las listas y además, para más inri, escuchar justificaciones de dudosa base matemático-estadística. No deja de sorprender cómo en ocasiones se puede llegar a abusar de una supuesta lógica matemática para justificar aquello que carece de base científica alguna.
Hace tiempo tuve una curiosa experiencia al respecto. Resulta que a mediados de los noventa, a las afueras de Madrid, donde habían crecido tantas urbanizaciones y yo residía atraído por el entorno científico, vivíamos mucha gente joven que, lógicamente, teníamos hijos que a los cuatro o cinco años debían ir a la escuela. Nosotros elegimos la pública confiando en que se habrían hecho a tiempo las cuentas del censo y el padrón para hacer una estimación de cuantos niños se incorporarían a la escuela. En la época todavía Joaquín Leguina (PSOE) era el Presidente de la Comunidad de Madrid, alguien a quien no se le discute la preocupación por la educación pública de calidad. Pero la administración es como es y al iniciar el curso nos encontramos con que faltaba un aula para acoger a los niños que ingresaban en la escuela.
El Director del colegio tuvo pues que emplear un método “democrático”, según él, para decidir qué alumnos iban a las cinco clases habilitadas y quienes eran los 25 que se quedaban fuera. Por supuesto fueron los últimos del listado alfabético, incluidos, claro, los de la “Z”. La cosa se resolvió gracias al buen hacer del Director, militante de una sindicato de izquierdas, que removió el sistema regional para que le dieran dinero para hacer una obra express de habilitación de una nueva aula en lo que antes era parte del hall de entrada al centro. Y se hizo más o menos a tiempo.
Pero a medida que iba avanzando el curso y llegaban nuevos recursos para las aulas, lo hacían siempre en múltiplos de cinco pues, imagino, en algún listado central, nadie llegó a apuntar que en aquel colegio ya no había cinco aulas de primero sino seis. Se recibían así cinco nuevas pizarras, cinco ordenadores, cinco nuevas estanterías, etc. ¡Siempre cinco!
Y el Director, preocupado con la no discriminación, y desconfiando de la injusticia que podría suponer introducir cualquier otro criterio, siempre asignaba los recursos a las cinco primeras aulas y dejaba a la sexta, a los de la “Z”, sin ellos, que tenían que esperar siempre algunas semanas más a que las reclamaciones de los padres y la escuela sobre las necesidades de la sexta se tuvieran en cuenta.
Un día, entre harto y curioso, fui a hablar con el Director que me explicó cómo él, ante el problema, y celoso que era en la asignación de recursos de manera a garantizar la igualdad de oportunidades, elegía siempre hacerlo según el orden alfabético. Este orden, según él, era lo más aleatorio que uno podía imaginar pues dependía sólo de las leyes de la naturaleza, del azar, que hace que cada recién nacido lleve un primer apellido y por tanto una letra asignada entre la “A” y la “Z”, que hereda de sus padres en una asociación que se produce en el momento mismo de la fecundación.
Obviamente, no podía compartir sus explicaciones, de frágil inspiración probabilística, de que asignar los recursos siempre a los mismos cinco grupos fuese lo más justo, por mucho que nadie interviniera en la determinación de qué niño nacía de qué pareja. Pero nada pude hacer por convencerle de que sería mejor, por ejemplo, cada vez que hubiese una carencia, ir saltando de grupo para que no siempre les tocará a los de la “Z”.
No hubo manera.
A pesar de ello decidimos ser buenos amigos pues ambos compartíamos la convicción profunda de que la educación era el mejor salvoconducto para la vida, y que a veces el sistema era más víctima que protagonista de los absurdos que se producen en la gestión administrativa de los recursos a gran escala.
Cuando mi hija acabó la educación primaria la escuela era todavía un referente en la región y espero que lo siga siendo a pesar de los avatares de la crisis.
Como al nacer me tocó la “Z”, siempre me quedé con la duda de cómo sería la vida de los de la “A” o la de los de la “M”, por ejemplo, o qué pasaría si en lugar de ordenar las listas siempre de la “A” a la “Z”, a veces, sólo de vez en cuando, se hiciera al revés, de la “Z” a la “A”.