Conviene no perder el último metro pues, de lo contrario, un viaje de regreso cómodo, seguro, rápido y barato puede complicarse a veces de manera inesperada, fruto del efecto mariposa, en la penumbra de la noche en la que espectros de personajes invisibles por el día se apoderan de la calle. Ocurre en toda sociedad, en toda cultura. Los dueños de la noche no son aquellos que tenemos costumbre de tratar durante el día. Conviene pues tomar el último metro.
“Le dérnier metro” (1980), “El último metro” es una película magistral del actor, guionista y director francés François Truffaut (1932-1984).
Paris en 1942 estaba tomada por los nazis, como buena parte de Francia, y el control de las calles era férreo por parte de sus autoridades con el inestimable apoyo de los colaboracionistas del régimen de Vichy. El toque de queda obligaba a todo el mundo a estar en casa a las 11 de la noche. La piedad con quienes incumplieran la norma no era una de las cualidades de la policía nazi.
Al anochecer la gente acudía al cine y al teatro, mitad por afición, mitad para escapar del frío de unos hogares sin calefacción. Y al acabar la función se precitaban al metro para asegurarse no perder el último, para no quebrantar el toque de queda.
La película transcurre en el Teatro Montmartre que vive una situación particularmente delicada. Su Director Artístico, Lucas Steiner, judío, se ha fugado, o al menos eso es lo que la gente cree. Víctima de la persecución nazi y de la censura que pone a los artistas judíos al pie de los caballos, Steiner debe desaparecer. Su paradero es desconocido salvo para su mujer, Marion Steiner, interpretada de manera sublime por Catherine Deneuve.
El Sr. Steiner está refugiado en los sótanos del teatro. Su mujer, Marion, pasa buena parte del día en el teatro intentando asegurar su continuidad artística y empresarial, que vienen a ser lo mismo. Casi todos los días, cuando el teatro se vacía de empleados y público, baja al sótano para compartir con su marido su pasión por el arte interpretativo y también su amor.
El control nazi del territorio francés es cada vez mayor y, a pesar de numerosos intentos, la pareja decide finalmente renunciar a los planes de fuga con los que deseaban trasladar clandestinamente al Sr. Steiner a España, donde Marion lo encontraría meses después.
El Sr. Steiner decide por tanto quedarse en el sótano, pase lo que pase. Allí, al fin y al cabo, se siente cómodo, doblemente en su hogar: es su casa y a la vez el lugar donde puede dar rienda suelta a su pasión artística y creativa, a pesar de estar confinado bajo el suelo.
Sobre la base del último guión del Sr. Steiner los empleados del teatro ponen en marcha el preparativo de una nueva obra, indispensable para garantizar la viabilidad de la empresa, para que el teatro no cierre. Marion asume el liderazgo, no sin el asesoramiento del Sr. Steiner que a través de las tuberías del circuito de calefacción del edificio sigue los diálogos de los ensayos.
En dicha obra Marion interpreta el papel de Helène al que ha de acompañar un joven actor, para lo que se contrata a Bernard Granger, personaje interpretado por Gérard Depardieu con profesionalidad extrema.
Bernard es un joven talentoso e impulsivo, lleno de pasión. En el frío y solitario Paris busca sin cesar el amor. Cada vez que se encuentra con una mujer hermosa intenta leerle la mano y le dice siempre: “En su interior, Señora, hay dos mujeres”. Pero casi siempre recibe calabazas. Una de ellas, también actriz en el mismo teatro, le responde sin pelos en la lengua: “Sí, pero ninguna de las dos se quiere acostar con Vd.” Luego se sabe que era lesbiana, tema que en la película se trata con realista naturalidad, una prueba más de la sensibilidad e inteligencia del director Truffaut que se adelantó a su tiempo.
El apasionado Bernard, a pesar de su atolondramiento, cierta promiscuidad de intenciones, y la extrema belleza de Marion Steiner, ni siquiera puede imaginar acercarse a ella pues se siente intimidado por su elegancia, su talento, su profesionalidad y su hermosura.
Trabajan juntos en una obra que va tomando cuerpo y que acaba siendo un éxito de público en su estreno.
Para entonces, sin que ninguno de los dos se haya percatado, Marion y Bernard se han enamorado. La complicidad que exigía la obra ha derrumbado las barreras que los separaban y ambos ceden ante la evidencia de su perfecta complementariedad.
Cuando ellos se dan cuenta, el Sr. Steiner ya lo sabía. Le bastaba escuchar la emoción e intensidad de los diálogos de los ensayos, el timbre de sus voces, para tener la certeza de que su mujer y el joven se habían enamorado profundamente.
El Sr. Steiner acepta la situación como todas las demás difíciles circunstancias que le mantuvieron más de ochocientos días en aquel sótano. Artista y creador como era no podía más que amar la libertad y aceptar lo que de manera natural había surgido, pues lo que es natural, por doloroso que resulte, es más fácil de asimilar, contrariamente a lo que es injusto, forzado y violento.
El desembarco de Normandía pone punto final a la invasión nazi, y los parisinos recuperan la libertad a la vez que el teatro recobra su normalidad cuando el Sr. Steiner retoma la dirección y vida pública.
La película es por sí sola un buen ejemplo de la importancia del Cine, de por qué se le denomina el séptimo arte y forma parte de nuestra Cultura, con C mayúscula, de por qué es insustituible.
Al contemplarla uno tiene la sensación de presenciar una obra de teatro y, de hecho, su guión está inspirado en la pieza teatral “Carola” escrita por Jean Renoir (1894-1979).
La película nos explica que es importante, sí, tomar el último metro, aunque sea por imperativo legal, pero que eso no impide que uno enfoque su energía, su ilusión, su talento, en otra dirección.
De manera simple y cercana nos muestra las dos caras del comportamiento humano en momentos de crisis y la fina línea que separa la comodidad de la traición y el rigor de la lealtad generosa. Muestra a las claras, como decía Antonio Machado, lo difícil que es “no ir cuesta abajo cuando todo el mundo baja”.
La cinta emite un mensaje de esperanza: Se puede resistir, se debe resistir pues, con frecuencia, hay un final más cercano y más justo de lo que cabía esperar. Pero resistir exige tesón y rigor, es doloroso y por tanto es siempre mejor hacerlo en compañía de otros que hayan optado también por, a pesar de tomar el último metro, viajar en la dirección opuesta. Eso sí, posiblemente esos otros no sean más que unos pocos pues es más fácil cobijarse en la vacía tibieza de una cobarde traición sin compromiso.

Artículo publicado en “Zazpika” el 01 de Febrero de 2014