Se suele decir que quien aprende a andar en bicicleta de pequeño nunca lo olvida. En mi caso, desde luego, hasta el día de hoy, es así desde que hace ya muchos años aprendí a hacerlo en aquella Orbea roja.
Conocí sin embargo un señor que, habiendo sido buen ciclista de joven, en los últimos años de su vida se lamentaba de no poder montar. “No es que se me haya olvidado, sino que he perdido la agilidad que hace falta para mantener el equilibrio inestable que exige la bicicleta”, solía decir. Siempre me llamó la atención el uso de una terminología tan científica, la de “equilibrio inestable”, por parte de alguien que apenas tuvo ocasión de acabar sus estudios primarios, sorprendido como fue por una guerra civil que, para más inri, perdió.
Y, efectivamente, montar en bicicleta exige una posición en la que, una vez adoptada, no es difícil mantenerse en marcha pero que es a la vez sumamente inestable pues el mínimo despiste con un bache, una piedra, un pie que se sale del rastral o un empujón, puede acabar en caída. De ahí que esas bajadas de los ciclistas profesionales “a tumba abierta” y a cerca de 100 kilómetros por hora resulten genuinos actos de heroicidad.
Los equilibrios inestables se caracterizan por el hecho de que un mínimo cambio en las condiciones del entorno acaba derivando en una situación completamente diferente. Compensar la tendencia al desequilibrio exige, pues, reflejos y agilidad similares a las de los funambulistas sobre el cable.
Los equilibrios inestables conducen también con frecuencia a catástrofes naturales. Es el caso de los aludes o avalanchas que movilizan repentinamente grandes masas de nieve superficial a velocidades superiores a los 100 kilómetros por hora y de los que es casi imposible escapar. En la mayoría de las ocasiones, estas gigantescas avalanchas están causadas por la lluvia, por un banal grito de un paseante o por el paso de un esquiador, que ejercen inadvertidamente una leve presión sobre la superficie de nieve aún sin compactar que se desliza empujada sobre el manto interior de hielo, de la nieve más antigua, como un trineo en una pista helada, sin resistencia alguna.
Hay también avalanchas de agua. Aquí guardamos el recuerdo de las inundaciones de 1983. Si no fuera por los testigos de la época y los testimonios gráficos, sería difícil creer que el agua alcanzó la altura marcada en algunas de las lonjas de las siete calles bilbainas.
Las avalanchas pueden ser también de barro, tierra y lodo. En 2010 fueron varios cientos los muertos en Niterio (Brasil) por una avalancha de lodo que arrasó una favela. Fue también el caso de la presa de Aznalcóllar, en 1998, que al ceder el dique que la contenía vertió residuos lodosos altamente contaminantes, cargados de metales pesados derivados de la actividad minera, en extensas zonas de cultivos y penetrando incluso en el Coto de Doñana. Quince años después, el litigio sigue sin estar resuelto en los juzgados de modo que nadie ha respondido aún por los enormes daños y los millones de euros que supuso para las arcas públicas la compleja y prolongada operación de descontaminación.
Pero las avalanchas no siempre son de agua, tierra o nieve. También las avalanchas humanas son frecuentes en grandes aglomeraciones y pueden tener efectos dramáticos. Ocurrió en aquella macrofiesta del Madrid Arena, acabando con la vida de cinco chicas, y acontece cada año en la peregrinación a la Meca que, según el dictado de su religión, lleva hasta allí a millones de musulmanes.
Pero las avalanchas humanas no siempre son fruto de un petardo, una falsa alarma o una explosión. A veces son conscientes, fruto de la indignación. Ocurría el pasado año en Marruecos, donde el todopoderoso rey Mohamed VI tuvo que recular ante la protesta de un pueblo indignado por la concesión errónea del indulto a un pederasta. Tuvo agilidad el monarca para corregir rápido su error, pues la inestabilidad social generada podía haber removido los cimientos de su reinado, que ya había pasado de refilón por una Primavera Árabe que ha modificado sustancialmente el mapa político del Magreb y de Oriente Próximo con resultados desiguales pero sin duda en el inevitable camino de que cada pueblo decida sobre su futuro y destino.
La detección de equilibrios inestables, la predicción del riesgo de avalanchas y su alcance en caso de que se produzcan son tareas de las que se ocupan las matemáticas actuales. Los fenómenos en cuestión son complejos por sus diversos orígenes y naturaleza, pero hay elementos comunes suficientes que permiten un tratamiento científico unificado que dé con respuestas cuantitativas fiables.
Pero de poco sirven los diagnósticos científicos cuando el inevitable error humano se cruza en nuestro camino.
Casi tres años después del desastre de Fukushima, la prensa ha seguido informando de filtraciones de agua radioactiva. En aquel caso fue un tsunami el que causó la destrucción e inundación de la central. El tsunami, a su vez, estuvo producido por un seísmo. Nada de eso era impredecible pero, a pesar de ello, las autoridades a cargo de las instalaciones nucleares en Japón permitieron la construcción de una central en un lugar inadecuado. Lo mismo podría decirse de la favela de Niteroi, que no debía haberse construido en aquel barranco, de aquella gran instalación para manifestaciones públicas de Madrid, que nunca debió albergar a tanta gente sin suficientes salidas de evacuación… Con demasiada frecuencia tomamos conciencia de los riesgos tarde, sólo después de que el desastre se haya producido irreversiblemente. Y seguirá siendo así.
La naturaleza es movimiento y a pesar de que afortunadamente en la mayoría de las ocasiones evoluciona de manera armoniosa, es imposible que las avalanchas no se manifiesten de forma inesperada en uno y otro ámbito, aquí y allá. Tienen con frecuencia consecuencias trágicas, pero son también las que establecen un necesario umbral entre el antes y el después, cambiando el curso de los ríos, haciendo que emerjan nuevos valles y montañas y que la selección natural imponga su ley.
Últimamente vivimos también una persistente ola de avalanchas económicas y políticas. Del mismo modo que los terremotos tienen sus réplicas, desde que la burbuja económica rompió hace ya más de cinco años atrás, vivimos bajo la amenaza de la constante réplica.
Esta cascada de avalanchas económicas ha puesto de manifiesto también no pocas malas prácticas en la gestión de las administraciones públicas y están por tanto teniendo reflejo en un sinfín de avalanchas de carácter político cuyas consecuencias son impredecibles incluso allí donde la cultura del Lazarillo de Tormes y la ética del poder de Maquiavelo, la de preservarlo a toda costa, se impone a la del servicio público.
En esta situación no deja de sorprender la casi ausencia de respuesta social. ¿Nos hemos acaso convertido en traga-avalanchas? Del mismo modo que la ballenas ingieren diariamente toneladas de plancton, parecería que somos capaces de soportarlo todo. No era así hace unos años. Pero, entonces, la juventud se sentía dueña de un futuro que deseaba cambiar conquistando libertad, democracia e igualdad… mientras que ahora siente que le han robado el futuro. Es difícil construir la ilusión de un proyecto con cimientos tan frágiles.
Siempre queda la esperanza de que una nueva e inesperada avalancha cambie la dirección de nuestro viento de país. Por de pronto, nos quedamos con lo que aprendimos del tsunami del océano índico en 2004: cuando la marea baja dejando al descubierto metros de orilla que nunca antes el mar había abandonado, no es el momento de ponerse a recoger caracolas, sino de buscar refugio. Habremos de estar atentos para detectar los primeros signos de la próxima avalancha que marque el inicio de un nuevo tiempo y emprender entonces caminos serenos en la dirección correcta.

Artículo publicado en Deia