El concepto de “Blue Monday” o “Lunes azul” fue acuñado y popularizado en 2005 por un canal de televisión británico, “Sky travel”, dedicado a los viajes y las vacaciones. La empresa había previamente encargado al profesor de psicología Clif Arnall que identificara el día más deprimente del año. Su conclusión fue que éste correspondía al “Blue Monday”, el tercer lunes del mes de enero.

El objetivo del canal televisivo era hacer una campaña publicitaria para animar a la gente a tomarse unas vacaciones por esos días. El canal desapareció en 2010 pero el señalado día quedó. Hay que reconocer que en el mundo de la publicidad hay creativos geniales. El hecho de que unos años después cada vez se hable más de ese lunes tristón es la mejor prueba del éxito de la operación.

Sin duda, sin analizar más el asunto, creo que la mayoría estaríamos de acuerdo en que el “Blue monday” es un día excelente para emprender una escapada de una semana, a poder ser a un lugar cálido, y así dejar atrás el frío y el stress de la Navidad pues, efectivamente, una de las paradojas de la sociedad de consumo que hemos organizado es que las vacaciones de Navidad han pasado de ser un breve receso de encuentro con la familia a una secuencia de festejos y compromisos consumistas que resultan agotadores. El “Blue monday” es un excelente lunes para escapar pero es “azul” precisamente porque no podemos hacerlo. De lo contrario tendría otro color: rojo, naranja, verde, amarillo,… En ese día se materializa una de las mejores encerronas del año que nos ata a una cotidianidad monótona, pesada y fría.

La propuesta de este día vino respaldada con una fórmula matemática que el propio profesor Arnall introdujo. Aunque no puede considerarse que tenga rigor científico, sí que constituye una receta con ingredientes más que sensatos. En efecto, en ese señalado lunes coinciden varias circunstancias que lo hacen un buen candidato para ser un día pésimo, de los peores. Es lunes y, por tanto, de por sí, un día malo por comenzar una nueva semana laboral, normalmente con sueño y alguno hasta con resaca; se acerca el final de mes y el sueldo anterior empieza a menguar; empiezan a llegar las facturas de las tarjetas de crédito con los excesivos consumos de la Navidad; es pleno invierno y hace mal tiempo y, para más inri, ya ha dado tiempo de constatar que tampoco en el nuevo año cumpliremos las promesas habituales de Noche Vieja (dejar de fumar, hacer más deporte, adelgazar,…). Todos esos elementos hacen que, ese lunes, el cociente de la fórmula acuñada por Arnall arroje su valor máximo.

Por si alguien no está convencido, a esos ingredientes podríamos añadir algunos más como por ejemplo que los días son particularmente cortos y poco luminosos o que el mar suele azotar nuestras costas haciendo difíciles, o incluso peligrosos, los paseos en la orilla del mar.

En lo que a mí respecta, este año puedo confirmar el mal presagio pues resulta que llovió a rabiar, como consecuencia de lo cual se me calaron los zapatos. Aprovecho esta circunstancia para hacer un pequeño inciso y señalar, con todos mis respetos al noble y antiguo oficio de zapatero, lo que ya aprendí de niño en el lluvioso Eibar: Todos los zapatos, menos las katiuskas, calan si llueve lo bastante. Las katiuskas son el único calzado fiable. Hechas de puro plástico herméticamente sellado sobre sí mismo, funcionan hasta que la altura del agua alcanza su borde superior, pero entonces ya no se trata de chaparrón sino de inundación y es hora de salir nadando. Han pasado ya muchos años y, a pesar de cambios en diseños y modas, seguimos igual en lo que respecta a las katiuskas como único seguro ante el remojón.

La cosa es que cuando uno va creciendo en edad, y sobre todo si es varón, aún siendo profesor universitario e investigador, lo cual da mucho margen a la hora de elegir indumentaria, la mínima imagen que uno debe guardar en el trabajo o incluso en la calle, hace difícil salir de casa en katiuskas, como si uno fuera a pescar angulas a plena luz del día. De ahí que se opte por el noble zapato de cuero que cala en lugar de las sintéticas botas.

Pero, visto lo visto, el próximo “Blue Monday” me bajo las katiuskas de pescar del camarote.

El remojón podría haber quedado sólo en eso. Pero ya se sabe que el mundo está lleno de bacterias, y una de ellas atacó el dedo gordo de mi pie izquierdo, en mi caso el bueno, y me ha costado más de una semana deshacerme de ella. ¡Qué ferocidad la de las bacterias! Menos mal que son tan pequeñas, invisibles de hecho.

Pero ese lunes pasaron otras muchas cosas. El centro-derecha español tenía que soportar el portazo de algunos de sus miembros más consagrados. Pero, lo que en un principio parecía que podía constituir una fuerte crisis, resultó ser un paso más en un proceso de normalización que, aunque resultará largo y doloroso, es afortunadamente hoy irreversible. La verdad es que hay que reconocer la habilidad del capitán que, una vez más, ha demostrado que, con frecuencia, el silencio es la mejor respuesta ante las palabras necias. Y es que no es cierto que ni con Franco viviéramos mejor, por mucho que saliera en el NO-DO para convencernos de lo contrario, ni que ahora estemos peor que cuando las balas silbaban en nuestras calles hasta hace poco más de dos años. Siempre habrá nostálgicos pero el futuro está precisamente allí, en el futuro.
Ese lunes, como casi todos, fue también el de hacer balance de una jornada de liga. Pero en eso me pareció muy parecido a todos los demás: Unos perdían para que otros ganaran mientras que unos pocos se tenían que conformar con el agridulce empate.

Pero, a pesar de lo complicado que resultó aquel lunes, el día pasó, la semana también y aquí estamos.

La primera vez que escuché hablar del “Blue monday” me llamó la atención que para tan señalado día se hubiese elegido el color azul. Hay azules maravillosos, como los de los amaneceres diáfanos de primavera y podría resultar un poco injusto que se eligiera el azul como el color de la depresión. Pero es cierto que la elección se justifica en esa gama del azul profundamente oscuro, que raya el negro, sin serlo, dejando espacio para una vida triste que el negro impide por ser el color de la muerte.

Además, aunque hubiese sido lógico pensar en el negro para el color de ese tan señalado día, resulta que el “Black Monday” o “Lunes negro” ya ha sido empleado para señalar un sinfín de lunes de crisis financieras y levantamientos militares. Excluido el negro, el azul era una elección sensata.

Posiblemente, además, puede que la elección sea más natural aún para los británicos que para nosotros pues, por mucho que los diccionarios se empeñen en lo contrario, las palabras no significan lo mismo en todas las lenguas. Así, “blue” es de por sí una palabra tristona, cosa que no ocurre con “azul” y mucho menos con “urdina”, que inspira vida y alegría.

Pero en inglés, en efecto, “blue” destila melancolía, como el “Blues”, género musical del sur del Mississippi, en el que se mezclan la vitalidad y el vigor con la zozobra que genera la ausencia de perspectiva y horizonte, como ocurría a los esclavos.

Hoy aquella esclavitud no existe pero no se puede bajar la guardia ningún día de la semana. La crisis no ha hecho más que aumentar las desigualdades sociales y la verdad es que resulta a veces contradictorio ver, ese mismo lunes, a banqueros tostados por el sol diciendo que nuestra economía renace, a la vez que uno constata en la calle el incesante pulular de personas que verifican lo que esconden los contenedores de basura y no precisamente por estar poseídos por el síndrome de Diógenes, sino por pura necesidad.
“Blue monday” es también el nombre de una canción que impulsó la música electrónica y dance en 1983 de la mano de la banda inglesa “New Order”.

Sea como sea, para el año 2015 ya me he apuntado el “Blue Monday” en la agenda. Que la gente piensa lo que quiera. La bacteria no me pilla de nuevo. Ese día katiuskas, fijo. Veremos de paso si un año más ha servido para cicatrizar un poco más nuestras heridas sociales y para que la economía afloje la soga que asfixia a los más desfavorecidos.

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