Richard Feynman (1918-1988) fue un físico americano genial y mediático, Premio Nobel en 1965. A él le debemos los fundamentos de las modernas Nanociencias que, desde la escala de lo más pequeño, empiezan a revolucionarlo todo de modo que, por ejemplo, en breve, un universo de nuevos materiales nos rodeará tanto en tejidos como en electrodomésticos. Para saber cuál será su textura, su dureza, su color y sus diseños hay que esperar todavía un poco.
A Feynman no sólo le debemos aportaciones científicas seminales sino también hermosos libros, conferencias y más de una frase célebre que pronunció y que quedó para siempre. Por ejemplo, en una de las siete famosas conferencias de la serie “The Character of Physical Law” (El carácter de la Ley Física) impartida en la Universidad en Cornell en 1964 dijo: “Estiramos nuestra imaginación al máximo, pero no como en la ficción, para imaginar cosas que no existen, sino simplemente para comprender las que nos rodean”.
No creo que al decirlo estuviera vertiendo una crítica velada al género de la ciencia ficción que tiene su hueco en nuestra cultura y del que todos disfrutamos tanto en el cine como en la novela. De hecho la ciencia ficción tiene la virtud de hacernos reflexionar sobre los límites de nuestra realidad. Lo mismo ocurre con las experiencias iniciáticas que Carlos Castaneda, controvertido escritor y antropólogo, narra de su aprendizaje de brujo chamán como discípulo de su maestro Don Juan Matus, a base del uso experto del peyote como psicotrópico.
Con esa célebre frase Feynman se limitaba a describir, de manera profesional, precisa y poética, en qué consistía su trabajo de investigador, de científico: Estirar su cerebro al máximo para intentar entender lo que podía ver, lo que podía tocar.
Hoy esa definición de lo que es la labor del investigador sigue perfectamente vigente y ese estiramiento cerebral es un ejercicio que merece la pena, aunque la mayoría de nosotros pasamos por el mundo sin percatarnos de que, posiblemente, esa pueda ser una de las actividades más placenteras a las que, como humanos, tenemos derecho en exclusiva. El abanico de preguntas que el entorno nos plantea es variado: ¿Por qué la música nos relaja? ¿Cómo funciona Internet? ¿Cómo se conforma la personalidad de los humanos a medida que van madurando? ¿Cuánto pesa en nosotros la genética, y qué margen tiene la epigenética? ¿Cuánto de químico hay en el amor? ¿Qué es el dolor?
El número de preguntas podría ser infinito y para cada una de ellas hay respuestas más o menos elaboradas o en fase de elaboración que han necesitado de siglos de reflexión, de estudio, de Ciencia con C bien mayúscula.
Para construir el edificio científico que permite dar respuesta a esas preguntas y que de paso hace que hoy nuestra esperanza de vida ronde los 80 años, hemos tenido que estirar nuestros cerebros al máximo durante generaciones, como el atleta en el salto de altura para superar el listón, desafiando la gravedad.
La Ciencia, como decía Feynman, echa mano de la imaginación más afilada para arrojar luz sobre lo que nos rodea, no para mirar al cielo en busca de extraterrestres más o menos viscosos, amistosos o voraces.
Pero en esta tierra, al sur de los Pirineos, hemos vivido tradicionalmente de espaldas a la Ciencia y aquéllos que tuvieron en su día afición y pasión encontraron con frecuencia otros lugares donde desarrollar ese exótico ejercicio del estiramiento cerebral. Y eso, aunque con algunas excepciones temporales, ha sido algo incluso oficialmente e institucionalmente reconocido, sin complejos.
Recuerdo la única vez que tuve ocasión de hablar con un presidente de España, hace ya muchos años. Cuando lo tuve enfrente me acordé de las anécdotas que contaban mis colegas americanos sobre las “elevator conversations” o “conversaciones de ascensor” en Washington. Las ocasiones son raras pero pueden darse y a mí se me dio una sola vez. Es cuando un científico que toma un ascensor en un edifico oficial u hotel se encuentra con el máximo responsable gubernamental del ramo. Mira el panel de control de los pisos seleccionados y se da cuenta que tiene el tiempo que va de la planta baja al piso 17 para superar la corte de guardaespaldas y asistentes y presentarse ante la autoridad dejando un mensaje claro sobre la importancia de la Ciencia y su disciplina y la necesidad de apoyarla. Haciendo pues uso de la única conversación de ascensor de mi vida planteé el tema con desparpajo eibarrés, de los que no beben pero saben que su pueblo en la época fue famoso porque, decían, algunos txikiteaban a whisky. Le planteé pues el tema de la Ciencia y él me respondió de manera sincera y amable, sin maldad, diciendo que España era un país de patrimonio histórico, de naturaleza generosa, de literatura si acaso, pero que lo de la Ciencia…
Pero hubo después en Madrid y aquí quien postuló exactamente lo contrario. De hecho, aquí, mirando con cariño a un país tan pequeño que no tiene ni petróleo ni ballenas, hay quien dijo que nuestro futuro pasaba por la Ciencia y sus primas hermanas : la Tecnología y la Industria. Y durante unos años se intentó forjar ese camino institucionalmente. Eso fue hasta que llegó la crisis pero no sólo la económica sino, la que es mucho peor, la del rigor en la planificación, en la gestión y la de las voluntades.
Recuerdo otra ocasión en la que conversé con el Ministro del ramo. Le pregunté que por qué en España no se adoptaba alguno de los esquemas que se constata funcionan bien en el mundo para estructurar y financiar la Ciencia; el alemán, el americano, el que fuera, pero de manera estable, sin cambiar siempre a capricho latino, sin estar siempre inventando la rueda. Me contestó que eso no iba con un país mediterráneo como el nuestro en el que se necesitaba “flexibilidad”. Yo le comenté que la Ciencia necesitaba de marcos claros, como los niños de reglas para crecer y educarse. Pero él consideró que esas reflexiones emanaban de mi conocida rigidez eibarresa, fruto de haber nacido y crecido entre forjas, fresadoras y baños electrolíticos.
Para mi sorpresa, hace poco tuve una conversación muy semejante en Bilbao. En esta ocasión, sabiendo que se trata ya de un tema perdido, me limité a contestar cortésmente que al referirnos a este pequeño país lo deberíamos hacer con el calificativo de cantábrico y no de mediterráneo, o apelando si no al Golfo de Bizkaia.
Supongo que algún día volverán los brotes verdes también a nuestra disciplina. Mientras nos queda la tranquilidad de que en otros países la máquina no se ha parado y que así podremos seguir gozando de mejores scanners en los hospitales, de mejores ordenadores en nuestras escuelas, de mejores medios de transporte y comunicación, siempre y cuando seamos capaces de pagarlos.
Tal vez haya llegado el momento de dejar de hablar de la Ciencia y hacerlo sobre la Ficción. En definitiva la Ficción es un campo más amplio en el que la Ciencia puede abrazarse con las disciplinas artísticas, literarias, sin los corsés que le son propios. Podríamos hablar de la Ficción y así dejar de quejarnos por el maltrato que sufre la Ciencia. Si, al fin y al cabo, algún día diéramos con algún improbable descubrimiento revolucionario siempre podríamos decir que éstos se encuentran en esos remotos lugares donde la Ciencia roza la Ficción, aquellos puntos a los que un cerebro excepcional llega un día casi por inadvertencia, en un ejercicio de estiramiento difícil de replicar, como aquél salto de Bob Beamon de los Juegos Olímpicos de México de 1968 con un registro de 8,90 metros, 55 centímetros más que el anterior, y que perduró hasta los mundiales de Tokio de 1991 cuando Mike Powel lo batió alargándolo en apenas 5 centímetros.
Lo que sí está claro es que nadie nos arrebatará nuestra confesada adicción a ese ejercicio tan inmensamente humano y apasionante de estirar nuestro cerebro al máximo. Sólo para entender, pues la realidad siempre supera a la ficción.