Aunque rara vez nos percatemos de ello, las calles están llenas de héroes silenciosos y anónimos, con los que todos nos cruzamos cotidianamente. Son difícilmente identificables pues no gozan de popularidad, no portan ningún distintivo y no suelen recibir reconocimiento público. Son esos que, aunque en apariencia lleven una vida normal, la dedican en su mayor parte al cuidado de un dependiente.

Es difícil hacerse a la idea, ponerse en su piel, cuando uno está acostumbrado a vivir una vida “normal” combinando trabajo, familia, ocio, y también, cómo no, preocupaciones, problemas, enfermedades, pérdidas, pero sin el deber cotidiano, permanente, ineludible, de cuidar constantemente de alguien que no puede moverse o decidir por sí mismo y que nunca podrá hacerlo, cuya situación de dependencia no puede más que empeorar con el paso del tiempo.

Madres, padres, hijos, hermanos y profesionales silenciosos y anónimos que viven para que otro pueda vivir una vida que, a pesar de que nunca será “normal”, es la única a la que pueden aspirar, estableciendo vínculos más profundos y estrechos que en las relaciones convencionales, aunque a veces con menos palabras.

Hoy, que prima el culto al éxito, al dinero, al talento, a la belleza, son ellos, dependientes y cuidadores, héroes silenciosos del corazón.

Si bien la condición del dependiente es a veces visible, muchas veces transcurre lejos de la calle, de los focos, entre las paredes de una casa, en una vida anónima, escueta, cuando no espartana. Y la vida de quienes los cuidan muchas veces pasa también desapercibida. En ella hay grandes dosis de renuncia, entrega, generosidad y heroísmo. De hecho su tiempo libre, el tiempo que podrían dedicar a sí mismos, se ve muy reducido por la necesidad de entregárselo a quienes de ellos dependen.

Dedicar la vida a alguien que uno sabe que nunca dejará de ser dependiente, ya sea física o psíquicamente, es una gran apuesta. Son escenarios que con frecuencia no se eligen sino que a menudo sobrevienen, en el nacimiento de un hijo, por una enfermedad degenerativa o en un accidente. En otras ocasiones se trata de una vocación profesional.

Cuidar del dependiente es una tarea exigente, pero también excepcionalmente enriquecedora por el vínculo afectivo que surge y crece entre cuidador y cuidado. Pero ese vínculo y el paso del tiempo generan con frecuencia un eco, una tensión de fondo en quien tutela, que puede ser también fuente de ansiedad y sufrimiento. En efecto, es normal que tutores y cuidadores sufran cuando ven avanzar su propia edad y empiecen a temer la llegada del día en que no tengan fuerzas para cuidar a quien siempre les necesitó y necesitará. Es inevitable que, por la noche al acostarse, se pregunten quién realizará su labor cuando ellos ya no puedan y que esa incertidumbre les genere angustia. Es también normal que tengan que ahuyentar el fantasma de preferir que esa persona dependiente que aman y cuidan muera antes que ellos, para así esquivar el destino incierto de un horizonte en que el dependiente corra el riesgo de carecer de tutela, de cuidado, de garantía de una vida digna.

Conversando y reflexionando sobre esta angustia, un día alguien sabio me dijo que todos los dependientes tenían un ángel de la guarda que les permitía sortear la zozobra cuando sus tutores desaparecían. Tal vez tuviese razón, si no en todos los casos, sí en casi todos. Pero a pesar de ello los cuidadores sufren cada día que pasa de manera creciente otra cruel verdad que un buen amigo eibarrés me recordaba hace unos días: “Denbora ez da aimatzen, gu bai” (El tiempo no se acaba, nosotros sí).

El Presidente Zapatero promulgó en 2006 la Ley de la Dependencia, después aprobada con amplia mayoría en el Congreso de los Diputados, con el objeto de subvencionar los servicios que precisan las personas dependientes distinguiendo tres grados o niveles: Dependencia moderada, severa y gran dependencia.

La Ley fue en su día más cicatera de lo que los dependientes y sus familias habrían deseado y necesitado para aliviar una situación que afecta a un porcentaje importante y creciente de la población. Pero hoy es un poco más rácana aún pues la crisis económica hace que se limiten los recursos dedicados a financiar sus programas y que los baremos empleados por las administraciones públicas para determinar el grado de dependencia, ya severos de por sí, lo sean más aún.

Es difícil baremar cualquier intangible, es difícil evaluar de manera justa cualquier cualidad o la ausencia de la misma, pero lo es especialmente en el ámbito de la dependencia. ¿Realmente hay un cuestionario que pueda reflejar la complejidad de las necesidades que genera la vida de quienes son dependientes y de sus cuidadores? ¿Es imaginable un baremo que pueda recoger todo lo que los padres hacen por los hijos que, a veces desde el nacimiento, arrastran una condición que les hará dependientes de por vida?

Los baremos que se emplean en la actualidad no pueden ser pues más que una aproximación imperfecta al indispensable sensor que mida de manera justa el nivel de dependencia. Y sin una buena medición es difícil que la sociedad responda de manera justa.

Norbert Wiener (EEUU, 1894 – Suecia, 1964) acuñó el concepto de “Cibernética” definiéndola como “la Ciencia del control y la comunicación en animales y máquinas” poniendo de manifiesto que comunicación y control son los dos constituyentes de uno de los binomios indivisibles y ubicuos en la naturaleza y en la sociedad. “La información es poder” se suele decir en el ámbito de la política y ocurre lo mismo en el de la atención a la dependencia, en el que es imposible una cobertura adecuada sin herramientas de detección y evaluación suficientes.

Y los baremos actuales son mejorables. Uno de sus déficits es que están más adaptados a la deficiencia física que a la psíquica. Los cuestionarios oficiales preguntan por ejemplo si el dependiente puede coger el jabón cuando, en realidad, a veces éste difícilmente tiene capacidad de decidir sobre la necesidad de lavarse las manos.

Sin duda es difícil calibrar la dependencia pero algunas mejoras de los mecanismos empleados actualmente parecen posibles.

En cualquier caso la Ley supuso un gran avance que es justo reconocer al Presidente Zapatero.

Ante esta situación en la que tanto queda por hacer en materia social, en estos días que se debate sobre el modo en que se debe proceder al adelgazamiento de la arquitectura institucional pública, cabe preguntarse si realmente la eliminación de las defensorías del pueblo autonómicas como algunos proponen es el modo más adecuado de proceder cuando son tantos los ámbitos en los que los ciudadanos se sienten desprotegidos. En lo que a nosotros respecta, ¿realmente hay que eliminar la Institución del Ararteko, o más bien hay que reforzarla tomando las medidas adicionales oportunas para que los que ejercen el poder ejecutivo se sientan más vinculados por sus recomendaciones?

Hay muchas canciones inolvidables que podrían muy bien servir para evocar la vida y mérito de todos estos héroes silenciosos. La mítica canción “Heroes” (1977) de David Bowie es una de ellas y dice: “…And the shame was on the other side…” (…La vergüenza estaba en el otro lado…). Nach Scratch, pseudónimo de Ignacio Fornés Olmo (Albacete, 1974), uno de los mejores exponentes del rap mediterráneo, es más explícito aún en su canción “Héroes” cuando dice: “Para quien seca sus lágrimas sin darse por perdido y, a pesar de la fatiga, sigue su camino. Para quien lucha, para quien sigue vivo, buscando un sentido. Los mayores héroes son desconocidos”.

Héroes silenciosos, desconocidos, anónimos… Dependientes y cuidadores, pueden vivir orgullosos, a pesar de la fatiga y de tantas lágrimas secas o precisamente por ellas. No hay duda alguna: la vergüenza nunca estuvo ni estará en su lado.

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