La vida está llena de desafíos, de retos y empresas difíciles, arriesgados, a los que debemos enfrentarnos, queramos o no.

Ya se lo dijo su madre al ingenuo y exitoso Forrest Gump: “La vida es como una caja de bombones, nunca sabes qué te va a tocar”. El Forrest de la novela cómico-dramática de Winston Groom (1986), llevada al cine en 1994 por Robert Zemeckis, y protagonizada por un genial Tom Hanks, se encontró, antes de lo esperado, con el bombón de hacer frente a su propia vida, sólo. Y la supo sacar adelante airosamente, a su manera, haciendo de la necesidad virtud, y de su limitado coeficiente intelectual su fortaleza.

Y es así; todos nacemos con nuestra caja de bombones invisible bajo el brazo y vivimos nuestra travesía en un campo trufado de desafíos.

Y hay desafíos de muy distinta índole. Los hay evidentes, previsibles, ante los que se nos da tiempo y oportunidad de prepararnos, de estimar riesgos y elegir estrategias y tácticas, compañía y cordada, que toman con frecuencia forma de obligaciones cotidianas. Hay otros desafíos optativos y deliberados, que uno busca y provoca como la próxima media-maratón, por ejemplo. Hay otros sin embargo sobrevenidos, que nos pillan de improviso, sin más bagaje que la experiencia acumulada durante los años previos de vida en las cicatrices de batallas anteriores, ganadas o no. Esa inesperada llamada, a media noche, que nos comunica una noticia irreversible, irreparable…

Los desafíos que nosotros mismos elegimos nos motivan, ayudan a estructurar nuestras agendas y nuestras vidas y, con frecuencia, contribuyen también a esculpir la cultura colectiva, como los desafíos deportivos entre amigos o vecinos que fueron el medio en el que el deporte tradicional vasco sobrevivió y tomó forma hasta que en épocas más recientes se normalizase con federaciones y competiciones regladas.

Pero los desafíos prediseñados, elegidos, son los menos. Los más son ese otro sinfín de retos inesperados, de exámenes a la vuelta de la esquina, en los que se pone a prueba sin cesar lo que somos, sin previo aviso, sin tiempo para repasar un guión y un diálogo que no existen.

Y esos desafíos tienen un papel tan relevante en nuestras vidas que sobre ellos se han escrito novelas, canciones, guiones teatrales y se han grabado películas.

“El desafío” es por ejemplo el título de uno de los primeros cuentos de un jovencísimo Mario Vargas Llosa con el que en 1958 ganó un premio de la revista de arte La Revue Française que le llevó por primera vez a Paris. En él nos narra un duelo a cuchillo, el desafío máximo en el que dos varones se baten con armas iguales, a muerte.

En los duelos, ambos contendientes probaban su valentía y recuperaban su honor, con la sola diferencia de que, al acabar, uno lo hacía vivo y el otro muerto. Fueron tolerados durante siglos, de modo que rara vez se perseguía al asesino si se comprobaba que en el lance se habían respetado las reglas del honor y de la igualdad de oportunidades.

Habiendo desaparecido ya hace tiempo esta práctica en nuestras tierras, en estos días podíamos contemplar imágenes provenientes de Oriente Medio que nos hacían dudar de la teoría de la evolución de Darwin. Ver cómo un humano degüella a otro arrodillado e indefenso nos hace añorar la época de los duelos a pistola de las películas del viejo oeste cuando, a la salida del saloon, el bueno y el malo se retaban a muerte.

Esas imágenes, que dieron la vuelta al mundo, no sin cierta intención propagandística por quien prepara y de ese modo justifica una nueva invasión occidental en aquellos territorios, suponen en sí un gran desafío que supera el ámbito de lo individual y presagia un nuevo choque de culturas en el que el más fuerte está destinado a salir victorioso una vez más, aún al precio de acrecentar la ira del vencido.

Pero la mayoría de los desafíos colectivos, afortunadamente, son menos dramáticos y más sutiles, como la mar de fondo. Algunos se presentan repentinamente y otros lo hacen poco a poco, pero rara vez son ajenos a movimientos sociales de profundidad, difíciles por tanto de atajar si no se integran en una dinámica colectiva más global.

Es el caso del denominado “desafío catalán”, fruto de una acumulación de eventos que, durante décadas, han generado y amplificado un sentimiento colectivo muy extendido sobre la necesidad de decidir libremente un nuevo camino a seguir.

En el caso catalán, por el momento, la única respuesta previsible por parte del poder central es un gran muro. Con independencia de que el agua lo desborde o no en esta ocasión, esa marea habrá de ser gestionada de manera creativa en un futuro próximo, pues el caudal acumulado continuará ejerciendo su presión sobre un dique de contención que, como todos, está destinado finalmente a ceder.

Mientras esto ocurre en Cataluña, los vascos vivimos momentos de pereza en los que el reto parece consistir en determinar la mera existencia o conveniencia del desafío.

Hace dos legislaturas el modelo de Puerto Rico, Estado Libre Asociado de los Estados Unidos, se proponía como posible referente a seguir.

Puerto Rico, isla al noroeste del Caribe, que dista apenas mil quinientos kilómetros de Florida, fue colonia española hasta 1898, cuando pasó a manos estadounidenses. Su estatus actual, con una constitución propia aprobada en 1952, confiere a la isla la capacidad de gestionar asuntos internos, o incluso de votar libremente su destino futuro. A pesar de ello la soberanía última reside en el Congreso de los Estados Unidos, que tiene pues la palabra definitiva. Votar sí, pero decidir no, por tanto.

Puerto Rico, con una cultura hispanoamericana propia muy marcada, y una personalidad muy definida a través de su singular singladura histórica, desde hace décadas se debate entre las tres opciones posibles: el mantenimiento del estatus actual a medio camino entre, como segunda opción, una integración plena que conferiría a sus ciudadanos, por ejemplo, el derecho a votar en las elecciones presidenciales de los EEUU que ahora no tienen, y, la tercera, la independencia. Pero el resultado de ese constante pulso no ha sido otro más que un permanente empate a cero, manteniendo en definitiva, lustro tras lustro, una situación de interdependencia que, con el paso de los años, ha ido restando a la isla de Borinquen vigor económico e iniciativa, acentuando la emigración, sobre todo hacia los Estados Unidos del continente, y un preocupante descenso de la población. La prensa española se hacía recientemente eco de un estudio detallado al respecto de la Cátedra de Sociología y Antropología de la Universidad de Puerto Rico. Otros informes, como el del Centro de Estudios Pew de Washington, apuntan en la misma dirección.

Lo dice ya la letra del eterno bolero que Noel Estrada (1918-1979) escribió en Nueva York, “En mi viejo San Juan”, que oímos con frecuencia en nuestras calles durante esos memorables encuentros de cuadrilla que se prolongan en sesiones nocturnas de canto coral: “…una tarde me fui a una extraña nación pues lo quiso el destino”.

La evolución de Puerto Rico es una interesante llamada de atención para las naciones de estatus continuadamente ambiguo, sobre el riesgo de descuidar la cultura y/o la economía al son de debates partidistas con frecuencia tan broncos como superficiales y estériles. Sin cultura no hay nación y sin economía que la sustente tampoco, pues tanto los mejores como los más necesitados suelen buscar otros destinos, vaciando peligrosa e irreversiblemente el potencial no plenamente desplegado de los entes de estatus intermedios.

Todo desafío, ya sea individual o colectivo, tiene su momento y su tiempo. Es legítimo debatir y dudar pero al riesgo de, una vez pasada la ventana de oportunidad, engrosar la larga lista, forjada a lo largo de la historia, de los desafíos caducos, que ya no lo son, por haber sido ignorados y/o eludidos.

Lo dice el inolvidable bolero: “…el tiempo pasó y el destino burló mi terrible nostalgia y no pude volver…”

Artículo publicado en Deia, 26 de Septiembre de 2014