El plano definido por el ecuador divide el globo terráqueo en dos partes, iguales o casi; el hemisferio norte y el sur, como el cuchillo corta en dos la naranja destinada a ser mero zumo. De ese modo el ecuador cumple la función que la propia palabra aequare (igualar), del latín, le asigna.

Pero, a pesar de su correcta ubicación, el ecuador no acierta a asegurar una distribución equitativa de la riqueza del planeta que se concentra mayormente en el hemisferio norte, dejando gran parte de las calamidades, como el hambre, las guerras o el ébola, para el sur.

La invisible línea del ecuador, en su perfecto recorrido perimetral sobre el globo, va señalando uno a uno los raros países que tienen el improbable privilegio de haberse constituido justo sobre ella.

Entre ellos, el más distinguido, Ecuador, que lleva el mismo distintivo nombre de la línea terrestre virtual que envuelve a la Tierra con un inmenso lazo.

Hoy Ecuador es una de las nuevas esperanzas de América Latina, con una economía emergente basada en sus recursos naturales y un gobierno dispuesto a andar el camino del progreso, la educación, el respeto a los derechos humanos y la igualdad social; que ha dado estabilidad a este país, de una biodiversidad y riqueza natural envidiables.

En los últimos años Ecuador ha invertido un flujo migratorio que hace apenas quince traía a España a cientos de miles de sus compatriotas para faenar en todo aquello que los locales ya no queríamos hacer. Así, contribuyeron a un boom económico que pronto se convirtió en estallido y del que ellos mismos fueron las primeras víctimas, al volver a perder buena parte de los escasos bienes que habían conseguido juntar en un país que, a pesar de su europeidad, era menos garantista de lo que se creía.
En la época, los ecuatorianos entraban a chorro por el aeropuerto de Barajas, en un viaje que emprendían pertrechados de un pasaporte de turista, y diciendo, al aterrizar en Madrid, que venían de vacaciones a la playa. Entonces no se ponían trabas, pues nos hacían falta y, al fin y al cabo, nadie podía negar la legitimidad del destino, pues en Madrid hay, en efecto, un conocido espacio deportivo muy cercano a Moncloa que lleva ese nombre.

Hoy muchos de ellos vuelven a su país que, paradójicamente, nos devuelve el favor contratando en sus nuevas Universidades a algunos de nuestros jóvenes doctores que no han encontrado un puesto aquí, hallando su nuevo empleo y hogar allí, atraídos por la facilidad que supone integrarse en una cultura de lengua hispana, en un país en el que, todo parece indicar, es previsible un crecimiento sostenido durante varios lustros en los que aquí reinará la incertidumbre. Y lo han hecho confiando en iniciativas académicas en las que su Gobierno ha sabido poner la primera piedra pero, a la vez, en un gesto valiente, dar el paso atrás necesario para que sean académicos del máximo prestigio internacional quienes le den forma.

Ecuador también es la sede del archipiélago de Galápagos donde científicos y naturalistas como Darwin descubrieron algunos de los secretos de la evolución de las especies, contemplando las corrientes marinas, las viejas tortugas gigantes y sus costumbres. Allí también reside parte de la cordillera de los Andes que Humboldt recorrió de manera exhaustiva en un histórico periplo botánico y antropológico.

La línea del ecuador, en su caprichosa gira en torno al globo, pasa también por Guinea Ecuatorial, único país de habla hispana en África, independiente desde 1968, y gran desconocido aún para nosotros.
Y, más allá del ecuador, está el Sur.

El poema “El sur también existe” de Mario Benedetti nos explica que, en aquellas tierras en las que el efecto Coriolis hace girar el agua del lavabo en el sentido contrario al que lo hace aquí, la memoria está fuertemente enraizada y es fiel al esfuerzo y sufrimiento de millones de personas que, a lo largo de generaciones, han tenido que reconquistar la libertad, igualdad y justicia que perdieron hace mucho, a cambio de promesas de progreso que han tardado demasiado en llegar:

“…pero aquí abajo, cerca de las raíces, es donde la memoria ningún recuerdo omite…”

Así, en la Amazonía ecuatorial, donde la tierra es fértil, las raíces son más profundas, y tal vez por eso los recuerdos sean más perennes.

En el hemisferio norte somos más olvidadizos pero recordamos que, antaño, atravesar el ecuador navegando era toda una hazaña que se festejaba con celebraciones, bailes y mascaradas, aunque hoy se trate de un mero trámite que liquidamos en avión, sin siquiera reparar en lo singular del aconteciemiento.

De aquella tradición nos hemos quedado con la celebración universitaria del momento en el que se supera la mitad de la carrera. Pero la expresión “pasar el ecuador” sirve también para muchas otras empresas de envergadura, al transitar por su momento central, como cuando, a los cuarenta y tantos, pasamos el ecuador de la vida misma y, al hacerlo, nos percatamos que este debería establecerse mucho antes y no en el punto medio de la esperanza de vida estadística, pues, una vez superado ese crítico momento, el reloj se acelera, atraído por el poderoso e invisible imán del futuro.

En estos días los vascos transitamos por el ecuador de una legislatura difícil, en plena tempestad de una crisis económica que no acaba de ceder, con estrictos techos de gasto que respetar, en ausencia de mayorías y de sintonía con Madrid. Los esfuerzos que se realizan son evidentes pero, a pesar de ello, la gente duda entre hacer un balance positivo o mantenerse en el desencanto, sin dejarse seducir por la satisfacción.

La razón última de esta situación puede que no esté en nuestro entorno más cercano, o al menos sólo en él, y que tenga más que ver con el momento que vivimos en nuestro viejo continente, un tanto cicatero, de memoria corta, y de sangre encanecida, en expresión del poeta Miguel Hernández. Pocos reconocen por ejemplo el ingente esfuerzo que exige cada décima que se consigue elevar el nivel del mercurio en el termómetro de nuestra paz.

La reciente foto viral de jóvenes africanos encaramados sobre la valla que, en una de las colonias españolas del Norte de África, a la vez que bordea un campo de golf, es frontera europea, nos hace entender que, a veces, la esperanza, la voluntad, la determinación, se aferran a las personas de manera irracional, y que nos movemos, más allá de estadísticas y datos objetivos, por los sueños y la pasión. Aquellos jóvenes, atentos al partido de golf, buscando el momento de saltar, de volar, hasta el césped europeo, estaban y están dispuestos a todo para conquistar una nueva e improbable vida.

Hoy en día los ciudadanos de este lado de la valla, habiendo ya perdido el coraje de saltarlas, exigimos a los gobernantes la perseverancia del herrero, pero anhelamos también el ilusionismo del prestidigitador, la capacidad de apasionarnos que ya no encontramos en nuestro interior, que hemos ido perdiendo, sin darnos cuenta, en los últimos años, a golpe de realidad, de ortodoxia y de pragmatismo.

Ya no basta con hacer las cosas lo mejor que se pueda para ganar la aprobación de nuestros pares. Hoy se nos pide también transmitir, como el mago, la ilusión de que hay objetivos imposibles que se pueden alcanzar.

De hecho, mirando unas pocas décadas atrás, constatamos que las grandes hazañas de los vascos han sido materializadas siempre porque previamente no nos habíamos percatado de que, en realidad, eran misiones imposibles. Pero, claro, entonces había grandes barreras que saltar, mientras que hoy, posiblemente, nos hayamos constituido en nuestra propia verja.

Hasta hace no mucho, atravesar el ecuador equivalía a emprender la segunda parte del viaje cuesta abajo. Ahora cada nueva milla marina exige un esfuerzo creciente.

Me pregunto que pensarán de todo esto los viejos perezosos galápagos que, durante milenios, han habitado la fina línea del ecuador, contemplando con ojos saltones de extraterrestres el atolondramiento de los humanos.

Artículo publicado en Deia, 19 de Diciembre de 2014