Nacieron en un entorno natural privilegiado. Sabían reconocer cada árbol de sus verdes bosques y podían pescar truchas salvajes con sus manos. Se comunicaban en su lengua ancestral, que conservaba todos los matices, al igual que el paisaje, por el que corrían y galopaban. Distinguían las mariposas, cada una por su nombre, forjado de modo que, al pronunciarlas, las vibraciones del sonido que emitían se sincronizasen con su aleteo; cada palabra con la especie a la que correspondía, y sólo con ella.
Eran ingenua e infinitamente dichosos, en un tiempo en el que el reloj no marcaba las horas.
Amados por sus progenitores, ausentes algunos al haber perecido en una guerra civil injusta (traicionados por los más próximos o abatidos en el frente), y carentes de información suficiente, apenas eran conscientes de que vivían en un laberinto de paredes verdes de cristal, incapaces de leer en los ojos de los adultos, sus referentes, las contradicciones que sus conciencias arrastraban.
Su valle, su lengua, los suyos, la naturaleza, eran su patria, y en ella fluían con espontaneidad absoluta, sin percibir las profundas tensiones sociales que crecían en su entorno, como la marea en un día de aguas mansas, con el riesgo de inundarlo todo.
Y, un día, inesperadamente, la gran ola invisible rompió el dique, y de repente se encontraron sin oxígeno, teniendo que elegir entre la muerte y respirar el agua que cubría sus cabezas.
Nunca fueron conscientes del riesgo que entrañaba la ola, ni siquiera se percataron de su existencia, pues flotaban sobre ella, y solo la percibieron ya tarde, cuando el perfil alcanzó el nivel crítico de encrespamiento en el que rompe arrastrándolo todo.
Y ese día sus cuerpos y corazones vigorosos se toparon prematura e inesperadamente con la verdad, la de los que tuvieron que irse para salvar el pellejo, la de los que traicionaron a su cultura y a los suyos para abrazar un bienestar usurpado, los que desaparecieron en algún paseíllo no registrado, los que vinieron para sentarse cómodamente en un sillón forjado durante siglos, inconscientes de su incalculable valor, cobardemente protegidos por una fuerza injusta y desproporcionada, y los muchos que, aún siendo honestos, en su bonhomía eran demasiado débiles, incapaces de reaccionar.
Aún no sabían que ellos serían protagonistas de la siguiente escena de esa obra
eterna llamada vida y que su papel estaba ya predeterminado, trágico para unos,
heroico o insípido para otros.
Los vientos del cambio cruzaron simultáneamente los Pirineos y el Ebro y se concentraron en aquel valle para arrastrarlos en un tornado que nadie podría desactivar, que eligió pasar caprichosamente justo por los lugares donde ellos correteaban sin malicia.
La ingenuidad, la injusticia, la pasión, les empujó a la militancia, a la clandestinidad, sin ser conscientes que en aquella guerra que se iba a librar no habría reglas, ni límites, que los códigos de honor sólo comprometen a quienes creen en ellos, y que el tamaño, fuerza y recursos del adversario predeterminan el desenlace final.
Su romanticismo les hizo creer que tener una razón construida en base a una identidad cultural distintiva y una ideología revolucionaria cultivada les hacía ser los favoritos para la victoria, sin saber tal vez que en las guerras no hay ni jueces ni jurados ecuánimes que dicten sentencia, sino meramente vencedores y vencidos.
Su juventud, la elasticidad y fortaleza de sus cuerpos, en una edad en la que la muerte está en apariencia tan lejos que inspira un peligroso sentimiento de inmortalidad, impedía que fueran conscientes de su fragilidad, de hasta qué punto el humano es efímero.
En aquél entorno y momento en que el consenso era espontáneo y en apariencia pleno, olvidaron que cada humano es distinto y que, incluso en la mayor sintonía, el nivel de compromiso de cada uno nunca es idéntico.
Ignoraron también que, salvo en Geometría, no existen las superficies infinitamente lisas y que todas están maculadas por la rugosidad y la fractura, aún de manera imperceptible. Sin saberlo, también ellos estaban llenos de contradicciones y dudas, las mismas que habían respirado en el valle y que un día turbaron a sus padres y madres, pero renovadas, adaptadas a su generación como la uña a la carne.
Y surgió la traición.
¡Cuánto más fácil es ganar rápido individual y tramposamente, rompiendo el código de la lealtad, que esforzarse colectivamente en una causa justa e improbable!
El síndrome del pueblo pequeño hizo el resto, bastó una pintada injuriosa, poniendo en duda la lealtad de quien lo era más que nadie.
Cayendo al vacío que conduce hasta el infierno mental y emocional, recordó a su tío, un sobreviviente, entre valiente y afortunado, de un naufragio colectivo, que años antes tuvo la osadía de darse y forjarse una segunda oportunidad, en un lugar remoto, al que se llevó los mejores recuerdos del valle, piedra a piedra.
Él lo acogió con amor paterno.
Y allí murió, demasiado pronto, en el mejor momento de su vida, prematuramente, el joven que pescaba truchas con las manos, el conocedor de los nombres de todas las mariposas, según le había correspondido en el boleto que al nacer le había tocado en la tómbola de la vida, en una papeleta que ni siquiera había comprado.
Pero le fue concedida la suerte de tener tiempo de escribir su historia, la mitad que él conocía, y que el mejor amigo que lo traicionó de manera irreversible y definitiva tuviera la osadía de ir a contarle la mitad que le faltaba.
Al final de la proyección de la película todos los espectadores quedamos en silencio. Muchos, si no todos, habían sido también hijos de un acordeonista, de un fresador, de un empresario, de una modista, maestra o ama de casa, al igual que sus amigos de la cuadrilla de la infancia, como los protagonistas del filme. Todos pudimos revivir el flash back de nuestras propias vidas en la pantalla trasera de nuestra memoria, todas ellas historias paralelas a la que la película acababa de proyectar en 95 deliciosos minutos.
Las pupilas de los asistentes a la proyección brillaban al leer los títulos de crédito, como las de los gatos en la noche, mezcla de melancolía y de esperanza, pues, mientras haya quien escriba obras como “Soinujolearen semea” (El hijo del acordeonista) (Bernardo Atxaga, 2003), y quien sea capaz de llevarlas al cine con delicadeza y maestría (Fernando Bernués, 2018), hay esperanza para una cultura que se adentra en el torbellino de la globalización, replicando una y otra vez la misma historia en tiempo real.
Hoy somos testigos pasivos en directo, a través de las redes sociales, sin que sepamos reaccionar, como si nuestras rodillas no fueran capaces de reflejar el repicar del martillo que percute nuestro menisco.
Ellos fueron los protagonistas inadvertidos de una vivencia única, en un laberinto de paredes de cristal verde por el que todos transitamos sin saberlo, sin nunca entender del todo que cada paso dado no tiene vuelta atrás.
En él seguimos. Corresponde ahora a las nuevas generaciones seguir haciendo camino, y a nosotros explicarles lo que aprendimos: que la vida es un libro en blanco, para ser escrito, pero embebido en una urna que constituye un laberinto de paredes verdes de cristal.
Como describe la película, no hay razón ni excusa para el pesimismo, pues incluso lejos del valle, hay siempre un refugio, donde se puede ser casi igualmente feliz, adonde uno se pueda llevar los recuerdos y los nombres de las mariposas, que entienden todas las lenguas, que pueden escribirse en un papel, y ser guardadas en cajas de cerilla, para enseñárselas a los niños.
Y al refugio llegará siempre, aunque sea en el último momento, o un poco más tarde, el mejor amigo, para escribir como nadie más podría hacerlo, el epitafio más acertado, para que después, los más allegados celebren la ausencia sin poder dimensionar su verdadero y eterno significado, para seguir caminando por el laberinto, con esa pizca de inconsciencia que es indispensable para hacerlo sin ser víctima del desaliento.
El artículo original fue publicado en el semanario Zazpika el 09/06/2019 y puede ser descargado en PDF desde este enlace.