Todos sabemos lo que es la viscosidad, distinguirla al experimentarla, aunque tal vez no sepamos definirla. La miel es más viscosa que la sangre, la sangre lo es más que el agua, y el agua más que el aire. Podemos nadar en el agua a poco que aprendamos, pero no podemos hacerlo ni en la miel ni en el aire. La miel es demasiado viscosa y de intentar nadar en ella acabaríamos pegados y agotados como las pobres moscas que son atraídas por su dulzor. Tampoco podríamos nadar en el aire que no es lo bastante viscoso como para sustentarnos.
La viscosidad tiene que ver con la cohesión de las partículas que conforman el fluido, ya sea líquido, como el agua, o gaseoso, como el aire. La viscosidad, el rozamiento entre sus moléculas, su cohesión, hace que los fluidos se resistan a fluir, y los hace estables. Si no fuera por ella todo se desharía de un simple soplido, del mismo modo que se apagan las velas del cumpleaños.
Cohesión y viscosidad son conceptos que van más allá de la Física, de gran transcendencia también en el terreno de las Ciencias Sociales. De hecho, desde pequeños experimentamos la viscosidad en ámbitos muy diversos que van desde las relaciones humanas, de familia, el contacto físico o la alimentación.
En el ámbito de las relaciones humanas, sin ir más lejos, hay gente que se pasa de amable y cariñosa para ser pesada y pegajosa. El nivel de viscosidad de las personas puede a veces experimentarse y detectarse desde el saludo. Hay quien da la mano con vigor, afecto y energía, intentando establecer un verdadero vínculo con su interlocutor. Pero hay también quien se limita a posar una mano casi inerte, viscosa, fría, que es percibida como falta de interés, de pasión por ese encuentro o relación.
La sociedad vasca ha sido tradicionalmente una sociedad cohesionada. El concepto de “cuadrilla”, ese grupo de amigos al que uno se une de niño y que le acompañará hasta el último funeral, es un buen ejemplo.
Pero lo mismo que la cohesión de las partículas da consistencia a los materiales, la fatiga los daña, hasta poder llegar a la fractura.
Todos sabemos también lo que es la fractura: un cristal del coche fracturado por efecto de la colisión de una piedra, una grieta en la pared de casa, un hueso partido,…
Las sociedades, a pesar de presentar grandes dosis de cohesión, también pueden experimentar la fractura. Aquí, durante muchos años, hemos experimentado la nuestra, histórica, profunda, traumática, que sólo ahora, poco a poco, puede empezar a curar. Pero, del mismo modo que el hueso fracturado sólo se puede soldar con el reposo y el tiempo, poniendo los dos extremos de la fractura uno al lado del otro, para que entre ambos cicatricen una nueva interfaz, también nosotros necesitaremos tiempo.
Las familias son también un buen ejemplo de cómo la fractura puede ser compatible con la cohesión. “Los trapos sucios en casa” se suele decir, aunque ese preconcepto muchas veces sólo sirva para perpetuar grandes dosis de sufrimiento, tal y como los periódicos nos cuentan a diario.
La viscosidad es un aspecto importante a cuidar también en la alimentación.
La salsa del bacalao al pil-pil es posiblemente uno de nuestros mejores ejemplos: la viscosidad en estado puro convertida en delicia gastronómica tradicional y distintiva de nuestra cocina ancestral.
Hay quien no soporta la nata en la leche o los grumos en la sopa y ambos tienen que ver con ese exceso de viscosidad que, lejos de deleitar, puede llegar a incomodar. En la película del Rey León, Timón y Pumba enseñan con éxito a Simba a comer jugosos gusanos e insectos mientras exclaman “¡Viscoso pero sabroso!”. Simba, reacio al principio, acaba sucumbiendo a los deliciosos encantos de la viscosidad.
Pero no a todo el mundo le gustan los gusanos y los insectos, ni es siquiera capaz de probarlos, a pesar de ser una de las delicias que ofrece la cocina Mejicana. No sé si es una cuestión meramente cultural y de educación. Lo cierto es que aquí nos costaría comer un perro asado como lo hacen en algunos países asiáticos, lo mismo que a los musulmanes les sorprende que nosotros comamos cerdo. No digamos ya cuando se trata de la carne humana, tema tabú, al que situaciones extremas han empujado a veces al ser humano. Fue lo que ocurrió con el «Milagro de los Andes», aquél accidente de avión en la cordillera andina en 1972 que obligó a los supervivientes a la antropofagia como única alternativa para la supervivencia.
La viscosidad además tiene memoria, es duradera, se nos pega a la piel que registra y guarda durante tiempo esa sensación viscosa, tardando en desaparecer, del mismo modo que los acontecimientos más trágicos de nuestras vidas dejan cicatrices duraderas en nuestro cerebro y sistema cardiovascular.
Es también esa memoria viscosa la que hace que los colchones viscoelásticos modernos sean mucho más cómodos que los meramente elásticos, de muelles tradicionales, en los que rebotábamos según nos movíamos en la cama.
La viscosidad tiene también mucho que ver con la sociedad tecnológica en que vivimos y la revolución industrial que le antecedió.
Los aviones no podrían volar si no fuese por la viscosidad del aire que es insuficiente para que el humano vuele por sus propios medios pero que le permite hacerlo en ala delta, parapente, helicóptero o avión. Es en la interacción del avión con el aire que fluye en torno a él cuando se produce la sustentación que hace posible el vuelo.
Es también la viscosidad la que asegura el funcionamiento de las máquinas. Fue el genial Lord Maxwell – James Clerk Maxwell (Edinburgo, 1831 –Cambridge, 1879), que conviene no confundir con el personaje ficticio de comic Maxwell Lord, hombre de negocios astuto y poderoso-, célebre por su teoría del electromagnetismo, quien en un trabajo pionero explicó por qué algunos de los artilugios de la revolución industrial, como el mecanismo de regulación de bolas de la máquina de vapor, no necesariamente funcionaba mejor al intentar fabricarlo más perfecto. Hacía falta un cierto nivel de fricción, de viscosidad, de imperfección, para asegurar su rendimiento regular. Es por eso que, a veces, nada más peligroso que un suelo perfectamente limpio para patinar.
Necesitamos pues de la viscosidad pero no más allá del umbral en el que perdamos la capacidad de fluir. En estos momentos de cambios y crisis, en los que debemos tomar tantas y tan importantes decisiones, conviene que colectivamente regulemos adecuadamente nuestro nivel viscosidad social, de modo que mantengamos la coherencia y la cohesión, sin que eso nos impida renovarnos, avanzar y fluir con un modelo propio y dinámico. Sería una pena caer en la autocomplacencia, en la primitiva gula de la sabrosa viscosidad excesiva, que podría conducirnos a una sociedad con buenas infraestructuras, modernas ciudades y una naturaleza generosa pero con menos futuro.