Esos vuelos intercontinentales de 12 horas se hacen eternos. No hay solución buena. De noche se hacen interminables por la imposibilidad de dormir en esos incómodos asientos. El vuelo de día se hace más largo aún pues 12 son muchas horas para estar, literalmente, atado a una silla.
No tengo costumbre de entablar conversación con el vecino, sobre todo por miedo a luego no poder pararla a tiempo. Prefiero enfrascarme en lo mío, leer, pensar, escribir…. Pero aquél viaje resultó ser una excepción.
Como arrancaba de una capital europea, pues en Loiu no tenemos aún vuelos directos a Asia, incluso la nacionalidad del vecino era incierta y difícil de predecir. En esta ocasión me tocó un varón joven, de unos 35 años, de raza caucasiana como dicen allí para distinguir a todos los que somos blancos, como lo somos mayoritariamente aquí. Podría incluso ser vasco pero la probabilidad era pequeñísima si pensamos en lo irrelevante de nuestra población de dos o tres millones, frente a la suma de cientos de millones de, digamos, europeos y norteamericanos.
Al poco de despegar detecté que se trataba de un científico. Las fórmulas escritas en su Mac portátil no dejaban lugar a dudas. Al ver la manzana del logo recordé el artículo que recientemente leí sobre la vida y obra de Alan Turing en nuestra revista CIC-Network. Aquella manzana a medio morder se ha convertido en todo un símbolo que no hace más que crecer y multiplicar sus significados. No sólo es posiblemente el mejor icono de la tan ansiada y escurridiza innovación, sino que nos habla de lo crueles que pueden ser los gobiernos con sus mejores científicos a los que utilizan para dejarlos luego en la cuneta. Turing sufrió tanto como cualquier otro Cristo en su cruz y su vida acabó de manera misteriosa y trágica en aquel mordisco de cianuro. Pero, no importa, ahora es ya es inmortal, 100 años después de haber nacido. Todos nos rendimos ante su genio, el que alumbró la informática moderna, y de paso hizo posible la victoria aliada en la segunda guerra mundial al descifrar buena parte de los códigos de comunicación secreta de los nazis
Definitivamente hacía calor en aquel avión. Al quitarse su chaqueta pude apreciar el inconfundible distintivo de un club vasco de surf en su camiseta. Aquel y algún detalle más me hizo intuir que era en efecto un joven científico vasco. Su euskera resultó ser fluido, elocuente y hermoso hasta tal punto que el viaje acabó siendo corto.
Me contó que iba a Asia a firmar un contrato. Su familia, esposa y niño de dos años, le seguiría en unas semanas, el tiempo suficiente para encontrar alojamiento. Le pregunté si era uno de esos jóvenes científicos sin empleo empujados al exilio. Resulto ser al revés. Era uno de nuestros científicos de más éxito y con una posición cómoda aquí, pero precisamente esa comodidad prematura y con pocas perspectivas le empujaba a emigrar. Le pregunté si no le asustaba el panorama de no volver y le conté cómo yo tardé 24 años en hacerlo. Al contrario, él se sentía seguro de sí mismo y también de volver, pero sólo cuando nuestro sistema científico aquí fuese capaz de ofrecerle lo que él realmente merecía y necesitaba para desarrollar plenamente su proyecto.
Su discurso, como el de cada uno de nosotros, no estaba exento de contradicciones. El se iba y a la vez se lamentaba de que a los vascos nos hubiese faltado determinación y gallardía para haber alcanzando mayores cotas de capacidad de decisión, antes de que el terremoto económico nos hubiese asolado. Le entristecía de que el sistema vasco se conformase con que sus estadísticas fueran mejores que la media española. Yo quise jugar la baza de la veteranía, explicándole que todo era más complejo de lo que parecía, sin mucho éxito. Su decisión de irse se fraguó en la última legislatura en la que algunas de las más valientes apuestas de nuestro sistema de I+D+i habían acabado en un triste y aburrido empate a cero.
Le advertí de lo difícil que le resultaría preservar su lengua, pues el cuidadoso y respetuoso modo en que la empleaba no sólo era prueba de su dominio de la misma sino también de apego hacia ella. Luego entendí que el cuidado que ponía en la elección de las palabras y en su pronunciación debían venirle de la época en que practicaba el teatro en euskera. Le advertí de que, con empeño, podría trasmitir el euskera a sus hijos, pero nunca a sus nietos, como siempre había ocurrido en cada familia vasca que había emigrado. El era consciente de todo lo que le decía pero su convencimiento de irse para regresar en 10 o 15 años me pareció irreversible.
A pesar de ello le conté la anécdota de que aquel señor que conocí en un atardecer en el extremo oeste de una isla del Caribe, allí donde las puestas de sol son inolvidables, en un horizonte en el que no se consigue vislumbrar la siguiente isla, a unas 50 millas. Aquel abuelo me dijo que era de origen español. Le pregunté por su apellido y me dijo que era Goitía. Le interrogué entonces si estaba seguro de no ser Goitia en lugar de Goitía. El me dijo que sabía que sus ancestros habían sido vizcaínos. Le confirmé entonces que su apellido era Goitia, y que éste se debió transformar en los registros, en el momento de la emigración, para pasar a ser Goitía, pues sonaba más afín a muchos otros nombres del español como Gandía o García. Improvisé entonces que Goitia posiblemente se derivaba de “goiko atia”, o “atea”, la puerta de arriba. Y le expliqué que en los caseríos de nuestras montañas y valles que él nunca había visto por no haber salido de la isla donde nació, casi siempre vivían dos familias, cada una con su puerta. Era pues de entender que quien vivía en la parte correspondiente a la puerta de arriba acabase llamándose Goitia. Él escuchó mi historia, aunque en aquella costa resultase un poco surrealista, con interés, como si rememorase pasajes olvidados de su vida. Seguro que muchos de ellos en compañía de su recientemente fallecida esposa. Fue entonces cuando me di cuenta que sus rasgos muy bien podrían haber sido los míos propios dentro de veinte años, un detalle que se me había escapado hasta entonces pues su piel estaba oscurecida por el sol durante varias generaciones, y aquel bigote hacía tiempo que ya no se veía en nuestras calles. Posiblemente por lo especial de aquél encuentro, que acabó en inesperada historia de emigrantes vascos, su recuerdo surgió en aquel interminable vuelo
Pero mi joven interlocutor había ya descontado los estragos que siempre causa la añoranza de la emigración. Fue entonces cuando me leyó la poseía de Kirmen Uribe “Aparte-Apartean” que llevaba anotada en el escritorio de su ordenador en una de esas característicos post-it amarillos virtuales, como si fuese parte de su guía del emigrante. En él, el padre arrantzale de Kirmen, moribundo, indicaba a sus descendientes que le acompañaban en la última ciaboga: “Beti iparralderago joan behar duzue, ez da sarea bota behar arraina ziur dagoela dakizuen tokian…” (“tenéis que ir más al Norte, no hay que echar la red allí donde sabéis que seguro habrá pescado”.)
La sabiduría vital de mi joven acompañante y su decisión estaban blindadas. Le prometí que los que aquí quedábamos trabajaríamos para que en diez años pudiésemos ofrecerle lo que merecía para volver y no sólo, como hasta ahora, lo que nos resultase cómodo ofrecer. Él me aseguró que volvería y yo le creí. Nos intercambiamos el email y pensé lo bueno que es que las direcciones electrónicas no lleven tildes para que así nuestros apellidos, aquí o allí, se perpetúen sin metamorfosis.
El artículo original fue publicado en el Diario DEIA el 8 de enero de 2013 y se puede descargar en PDF desde este enlace.