Es bien sabido que es tan difícil gestionar el éxito como digerir la derrota. Y la grandeza humana se mide por igual en ambos lances.
Todos hemos reflexionado sobre estas cuestiones alguna vez.
Sin ir más lejos, Marcelo Bielsa que, como buen entrenador argentino tiene también algo de filósofo y poeta, decía así en un artículo que escribió tras su paso por el Athletic: “Los momentos de mi vida en los que he crecido tienen que ver con los fracasos; los momentos en los que he empeorado, con el éxito.”
Pero no estamos aquí para hablar de futbol.
Delimitar la fina línea que separa el éxito del fracaso, inseparables vecinos a cada lado de una invisible frontera, no es tarea fácil.
En realidad esa disección ni siquiera es necesaria. Pero, eso sí, se precisa mucha versatilidad para saber adaptarse a las diferentes circunstancias, conscientes de que la separatriz es muy fina, etérea, y que tan pronto podemos encontrarnos de un lado como del otro.
La primavera avanza y pronto dará paso al verano que, sin duda, será demasiado corto. Faltan aún unos meses para que el otoño irrumpa y nos permita saborear la melancolía de un cambio de estación que en estas tierras se percibe cada mañana y cada atardecer, con nitidez, en la luz, en el color del mar, en el viento,…
Pero cuando aún falta casi medio año, algunos de los eventos que marcarán la agenda otoñal vasca ya están vivamente presentes en lo cotidiano: antes de tener Gobierno en Madrid, estamos ya en la precampaña vasca.
Esto evidencia que en el ámbito de la política no se aplica lo que nos enseñaron de pequeños: “Acaba lo que estás haciendo antes de comenzar una nueva tarea”, nos solían decir. En esta ocasión la agenda política prefiere una organización “en paralelo”, como los modernos superordenadores.
Sea como fuere, la ya indisimulada precampaña para las elecciones vascas nos ha puesto sobre la mesa como entremés lo que será una de las principales cuestiones a debate: la irrupción de Podemos en el caladero nacionalista.
Las dos corrientes tradicionales del nacionalismo vasco, inmiscibles entre sí, enemistadas durante décadas, han reaccionado de manera distinta pero simultánea ante los datos que arrojan los estudios sociológicos que vienen a confirmar (con el margen de error estadístico correspondiente) la tendencia que se ha observado en las recientes citas electorales: Podemos será un agente importante en el próximo Parlamento Vasco.
El nuevo partido surgido del movimiento popular y eminentemente joven de la Puerta del Sol asume sin complejos algunos de los postulados básicos del nacionalismo, como el derecho a decidir, rompiendo así una barrera invisible que ha separado la vida política vasca inútilmente en dos bandos durante cuarenta años, desde que la reivindicación del entonces denominado derecho a la autodeterminación quedara exclusivamente en manos del nacionalismo, una vez aprobada la Constitución.
Estos postulados son asumidos por el nuevo partido con la misma naturalidad con la que se distancia del nacionalismo. Y lo hace con dos argumentos fácilmente identificables por la ciudadanía. Se aleja por un lado de la izquierda abertzale subrayando que no se trata de un movimiento independentista unilateral, acercándose así al PNV/EAJ en la necesidad de construir nuevos escenarios desde el acuerdo, pero poniendo a su vez tierra de por medio con los jeltzales enfatizando un discurso de izquierdas, radical en lo social.
Con independencia de la valoración que para cada uno pueda merecer ese posicionamiento, que abre un hueco en un espacio político hasta ahora cerrado, resulta evidente que no se trata de una improvisación sino de un discurso medido, adaptado al momento, susceptible de impactar en la sociedad vasca, tal y como vaticinan las encuestas.
Es pues lógico que nuestros partidos de siempre se interroguen y a la vez avancen llamamientos y propuestas, extendiendo una mano para la posible cooperación, y a la vez poniendo límites, marcando terreno, subrayando las contradicciones internas de los hábiles novatos.
Los que no vivimos de la política contemplamos la escena con sana curiosidad y, esta vez, con menos apasionamiento que en ocasiones anteriores. En esta ocasión no parece que el manido llamamiento del “que viene el lobo” vaya a funcionar para retener un voto que, según las encuestas, en gran medida el nuevo protagonista puede arrebatar.
En este escenario sería útil preguntarnos qué nos está pasando.
Las personas, al alcanzar la madurez, cada vez que nos miramos al espejo, dudamos en si tenemos que vernos como seres realizados o en declive. Una disyuntiva inútil pues nada escapa al paso del tiempo. Lo que vemos reflejado en el cristal es fruto del rotundo éxito del proceso de la vida.
Lo mismo parece estar ocurriéndole al nacionalismo vasco al mirarse en el espejo de la opinión pública. Tras décadas de práctica democrática, aderezada con un conflicto cruento e inútil que se ha prolongado en exceso, y de vivir en un eterno e irreconciliable divorcio, el nacionalismo vasco comienza a alcanzar su madurez. Y al hacerlo se siente igual que el adulto ante el espejo, a la vez poderoso y frágil.
Un espectador desinteresado, ante los datos de las últimas elecciones y las proyecciones y predicciones para las siguientes, consideraría que el nacionalismo debería sentirse satisfecho pues, tras haber materializado una escurridiza paz, sus postulados fundamentales son asumidos abiertamente por terceros, rompiendo así la tendencia al frentismo que se ha vivido en la política vasca. Las encuestas vaticinan un Parlamento Vasco en el que la mayoría favorable al derecho a decidir será clara, lo cual sólo puede ser motivo de satisfacción en el campo nacionalista.
Pero no es difícil imaginar que, para quienes viven la política desde dentro, las predicciones tengan un sabor agridulce, pues la emergencia de nuevos agentes innovadores y dinámicos obligará a compartir protagonismo y parcelas de poder.
Sólo cabe una respuesta y reacción: “pico y pala”, como suele decir un buen amigo cada vez que nos encontramos en una situación compleja, ya sea del ámbito profesional, académico en nuestro caso, o personal.
En la última legislatura hemos gozado de la estabilidad de un gobierno sustentado en un pacto transversal, según una terminología cada vez más en desuso. Dos agentes con visiones de País distintas se ponen de acuerdo para configurar una mayoría aritmética y asegurar la gobernabilidad, además de eludir caer en lo que se venía denominando frentismo, término también condenado a desaparecer de nuestro vocabulario político.
Ha sido una solución legítima que ha valido para una legislatura, reedición de pactos pasados, y que una generación de políticos y ciudadanos – la mayoría de la quinta de los que, como yo, al mirarse al espejo dudamos – piensan, o tal vez pensaban, que es el mejor reflejo de lo que es el invisible centro de gravedad de nuestra sociedad.
Pero como siempre ocurre cuando la idea está en el aire sin que nadie la acabe de atrapar, ha habido gente más joven que, con una mirada oblicua, ha sabido leer la oportunidad, y ver el hueco que se había generado en el arcoíris político. De ahí la emergencia de un movimiento que se pretende genuinamente transversal y capaz integrar las dos almas que han caracterizado la política vasca desde la transición: la nacionalista, y la de fuerte compromiso con el progreso social.
Inútil perder más tiempo ante el espejo que solo refleja el inexorable paso del tiempo. La música continúa y queda mucho por hacer.
Sea cual sea el resultado de las elecciones y el gobierno que resulte, confiamos en que refleje el alma de un pueblo que se resiste a desaparecer y que, para ello, necesita de una profunda y dinámica renovación y de una pizca de buena suerte.
Este artículo se publicó originalmente en el diario DEIA el 8 de abril de 2016 y puede leerse en este enlace y la versión PDF aquí.