La memoria del árbol se organiza en anillos concéntricos. Nos lo enseñaron de pequeños: haciendo un corte transversal en su tronco observamos una serie de finas capas con el mismo centro y su número nos indica su edad.
Lo paradójico del método es que para estimar la edad del árbol hay que matarlo. Afortunadamente hay maneras menos cruentas de hacerlo, analizando, por ejemplo, las secciones de las ramas caídas.
Los expertos pueden leer en esas trazas no sólo la edad, sino también la trayectoria vital del árbol, identificando los años de sequía y sed, los de abundante agua y, en sus cicatrices, los incendios u otras agresiones que amenazaron su existencia, grabando su corteza.
Tal vez sea esa aparente simplicidad con la que el árbol afronta el paso del tiempo, sumando un anillo tras otro cada año, lo que le permite vivir saludablemente cientos o incluso, a veces, miles de años.
La memoria de los humanos, la función del cerebro que nos permite guardar recuerdos, es bastante más compleja y carece de una forma definida. No está organizada según un patrón geométrico, ni en anillos concéntricos como los árboles, ni como los libros alineados en una estantería. Ni siquiera hay un solo lugar en nuestro cerebro que se ocupe de guardar todos los recuerdos.
Nuestra memoria puede almacenar la información de billones de páginas de una enciclopedia, empleando para ello cientos de miles de millones de neuronas que se comunican entre sí a través de decenas de billones de interconexiones, las sinapsis.
Esa ingente tarea convierte nuestro cerebro en un glotón que devora hasta el veinte por ciento de la energía que consumimos.
Es imposible imaginar cómo se puede conservar y gestionar toda esa información y, sin embargo, lo hacemos sin que nadie nos enseñe.
El cerebro humano, con su función de memorizar, es, en sí, posiblemente, la mayor paradoja de este planeta: su milagroso funcionamiento escapa nuestra capacidad de comprensión.
Se distingue entre memoria a corto y largo plazo y el cerebro recuerda, sí, pero también olvida. La amnesia amenaza siempre, a veces fruto del deterioro neurológico y, otras, a causa de un trauma, pues el cerebro es una perfecta máquina dotada de un mecanismo que, en caso de riesgo total, activa el modo de emergencia, de parada, que salvaguarda sus elementos principales.
El cerebro es también caprichoso en el olvido y puede darse la paradoja de que perdamos la capacidad de recordar lo que acaba de ocurrir y, sin embargo, seguir memorizando eventos del pasado más lejano con fidelidad cinematográfica.
Y, como si fuese fruto de un pacto con el poderoso diseñador de tan increíble creación, no está en nuestra mano elegir los recuerdos a conservar y los que vayan a ser desechados.
Podemos, eso sí, activamente, ejercitar la memoria, y también intentar arrinconar las experiencias más frustrantes y dolorosas a un rincón oscuro, del que rara vez puedan emerger. Pero nunca lo conseguimos del todo pues el cerebro, mientras dormimos crea sueños, abriendo caprichosamente los baúles de nuestros recuerdos más ocultos y mezclándolos de la manera más insospechada, haciéndonos revivir momentos pasados a su antojo, experimentar realidades imposibles, solapando tiempos y/o evocando a personas que ya no están entre nosotros o lugares que nunca existieron. Sólo el súbito despertar nos permite entonces escapar de ese juego, a veces cruel.
El humano no tiene límites pudiendo, por ejemplo, volar como un pájaro, pero sólo en sueños.
La memoria humana ha sido objeto de permanente estudio y reflexión.
Nietzsche nos advirtió de los riesgos que entraña: “La buena memoria a veces es un obstáculo al buen pensamiento”, dijo. Y la misionera yugoslava Jean Paul evocó su virtud para todos aquellos que viven, voluntariamente o no, el destierro: “La memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados”.
El cerebro es elástico, y eso le permite nutrirse de las relaciones, de la interacción y de la comunicación, pudiendo olvidar y también perfeccionar los recuerdos, integrando información añadida.
Nuestra maravillosa memoria es, como todo en nosotros, imperfecta, pues puede alterar con el tiempo los recuerdos, completándolos con nuevas experiencias o, por el contrario, omitiendo detalles importantes, como la vieja fotografía que pierde su pigmento, contrariamente al ordenador que conserva los archivos con inmaculada integridad.
La memoria se comporta con frecuencia de manera contradictoria: contrariamente a lo que ocurre con los árboles, que van sumando capas, anillos, año tras año, nuestra memoria se debilita con el paso del tiempo.
Mantener viva nuestra memoria individual exige de una energía y destreza que va desapareciendo con el tiempo, como si estuviéramos diseñados según el principio de la obsolescencia programada. No carece de sentido que, a medida que se acerca el momento de dejar este mundo, nos vayamos desprendiendo de buena parte de los recuerdos almacenados en nuestro cerebro.
Más allá de su dimensión individual, la memoria, a través de las relaciones, adquiere también un alcance colectivo.
Por ello los pueblos y las naciones procuran definir los contenidos consensuados de su memoria, que los doten de identidad, distinguiendo a sus próceres y héroes, devolviendo el honor a las víctimas injustas, a sus familias y descendientes, y forjando sólidas bases de encuentro, campamento base para afrontar los retos del futuro.
En esta dinámica, estos últimos años hemos asistido a intensos debates sobre nuestra memoria colectiva, pero casi siempre en el contexto del tira y afloja de la política cotidiana. Y, en un país con tendencia al desencuentro, la memoria se ha convertido en un espacio más por el que competir, en el que se han proyectado las dificultades que en el día a día observamos para alcanzar consensos.
Y no podría ser de otro modo, pues incluso en la hipótesis de que acordáramos los eventos que merecen formar parte del cuerpo central de nuestra memoria colectiva, estos serían merecedores de valoraciones distintas por parte de los diversos colectivos.
A pesar de ello, el difícil ejercicio de compartir la memoria es merecedor de esfuerzo y de apoyo. No es un objetivo que pueda abordarse con expectativas absolutas, sino de manera incremental, intentando ganar espacios para los recuerdos comunes, pues la memoria colectiva, como la individual, se reserva el derecho a seleccionar los recursos y a mezclarlos, generando ensoñaciones virtuales.
Para los pueblos y las naciones, igual que para cada uno de nosotros, lo más difícil es discernir entre la tozuda realidad y la poliédrica ficción, dos espacios en constante comunicación a través de alguna de las ranuras de nuestro cerebro.
Lo dijo Leonard Cohen en una de sus eternas canciones: “There is a crack, a crack in everything. That’s how the light gets in” (Hay una grieta, una grieta en todo. Es así como penetra la luz). Tal vez, por eso, las rendijas que el cerebro precisa para que le llegue la luz de la comprensión sean también las fisuras por las que se vacía irremediablemente de recuerdos.
La memoria no tiene forma y, de tenerla, sería la de un puzle de infinitas perlas minúsculas y translúcidas. Borges acertó al referirse a ella como “… ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Nuestra memoria no tiene forma y vive en permanente contradicción, recordando aquello que querríamos olvidar, e incapaz de evitar que se diluyan los píxeles de los recuerdos más preciados que desearíamos conservar.
El artículo original fue publicado en el diario DEIA el 14 de marzo de 2019 y puede descargarse en PDF desde este enlace.